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Fernando Sánchez Dragó: “Lo que más me ha enseñado en la vida han sido las ingestas de LSD”

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El autor de El sendero de la mano izquierda, donde cuenta el secreto de la felicidad y Soseki: Inmortal y tigre, dedicado a su célebre mascota, es conocido por el gran público principalmente por su faceta de presentador de televisión —al que debemos algunos de los momentos más memorables de la pantalla— aunque también se le puede definir de otras muchas maneras: profesor en diversos países, actor en series y películas, místico sin iglesia, tertuliano siempre polémico, pansexual, apátrida por vocación, ganador del Premio Nacional de Literatura, niponófilo con la misma pasión con la que detesta España, entusiasta de las pastillas (de las de herbolario y de las buenas), joven de 75 años, anarquista reaccionario y poseedor del raro privilegio de tener una especie de escarabajo bautizada con su nombre (el Somaticus sanchezdragoi). Pero, por encima de todas las cosas, nos dice, aquello a lo que nunca podrá renunciar en la vida es a su condición de viajero, lector y escritor.

Hace poco citaba una frase de William Blake: “La persona que jamás cambia de opinión es como el agua estancada: su mente cría sabandijas”. Supongo que por su trayectoria personal se sentirá especialmente identificado.

Sí, efectivamente. Pero habría que matizarlo un poco. El que no cambia nunca de opinión es que está muerto, es un marmolillo. Esta clase de gente que te dice “yo soy de izquierdas de toda la vida” o “yo seré de derechas hasta que me muera”. Evidentemente todos vamos cambiando físicamente, psíquicamente y a medida que se van modificando nuestras circunstancias. Pero sin embargo hay algo que permanece: el sentido del propio yo. Vas envejeciendo, te resulta difícil reconocer en el espejo la imagen que te arrojó hace 20 o 40 años y sin embargo la conciencia del propio yo sigue existiendo. ¿Y qué es lo que nos confiere ese sentido de la identidad? Yo creo que es el carácter. Nacemos con un determinado carácter y eso es prácticamente lo único que no cambia a lo largo de la vida. Por supuesto que se manifiesta de diferentes maneras, pero el carácter permanece y te lleva a mantener una determinada actitud ante las cosas. Desde ese punto de vista me sorprende que aparentemente he sido versátil, he sido de izquierdas cuando tenía 20 años, milité incluso en el Partido Comunista. Y ahora en cambio no tengo nada que ver con la izquierda —lo que no significa que tenga mucho en común con la derecha—. Sin embargo cuando leo no te digo ya mi primera novela, escrita a los 23 años, cuando leo cosas que escribía en el colegio con 8 o 10 años, los primeros poemas en la universidad… La verdad es que me sorprendo al decir cosas que sigo diciendo ahora. Los hinduistas dicen que estamos viviendo en la época del Kali Yuga: la época de disolución y materialismo, donde todos los valores éticos y estéticos se van al traste y entonces uno se olvida de quién es. El ser humano no puede cumplir con ese viejo precepto de la eterna sabiduría, sophia perennis, que es “conócete a ti mismo”. Eso es muy difícil en el momento actual. Ya los vedas, hace miles de años, proponen un juego muy curioso llamado el Vichara. Es una palabra sánscrita que se podría traducir como juego de la indagación del yo. El juego consiste en lo siguiente: coges un papel y en dos minutos tienes que responder a la pregunta “¿Quién soy yo?” Y dices lo primero que se te pase por la cabeza. Vuelves a coger otro papel y respondes a la misma pregunta, pero sin dar ningún dato de tu biografía. Coges en tercer lugar otro papel y tienes que responder sin ningún dato sobre opiniones o creencias. Y en cuarto lugar, coges otro papel y tienes que responder sin dar datos sobre tu aspecto físico. De esa forma, dicen los vedas, habrás averiguado quién no eres, que es el primer paso para saber quién eres. Por eso, hayas sido de izquierdas o de derechas, español o guatemalteco, todo eso puede haber ido cambiando, pero la conciencia del yo permanece.

En los años 80 se definía como antieuropeísta, debían ser tres o cuatro en toda España, pero en estos momentos el rechazo a Europa parece estar mucho más extendido.  

Es sorprendente. Y no voy a ocultar que en cierto modo me enorgullece. Tengo colgado a la entrada el telegrama que envié al Ministerio de Justicia pidiendo, ante la infamia cometida, el estatuto de apátrida. Recibí la callada por respuesta, pero se armó un gran barullo. Aquello saltó a la prensa —yo era prácticamente el único disidente— y me empezaron a llevar a entrevistas. Recuerdo una con Iñaki Gabilondo en la que, solo ante el peligro como en aquella película, yo era el único del debate que atacaba a Europa. En aquella época tenía Gabilondo un artilugio llamado el Sermómetro, que era una encuesta realizada tras el debate a partir de las miles de llamadas que se recibían y ante el estupor de todo el mundo casi toda España —salvo Castilla y León y, por los pelos, Cataluña— me dio la razón. Fundé entonces la Agrupación de Comunidades Ibéricas Miguel de Unamuno, para la salida de España y Portugal del Mercado Común. Recibí adhesiones sorprendentes de gente que no conocía en aquél momento como Albert Boadella o Saramago. Finalmente aquella agrupación quedó en nada, porque yo sirvo para lanzar ideas pero no para gestionarlas.

Pero cuando entramos en el euro, recuerdo que una novia de mi hijo ante mi asombro se levantó a las 12 en punto diciendo “¡qué ilusión, ahora empieza el euro, quiero ser la primera en tener uno!”, se bajó a la calle y en el primer cajero saco unos euros y volvió orgullosísima. Fue entonces cuando escribí un artículo contándolo y diciendo que esto iba a ser un desastre, que no se pueden juntar churras con merinas y que era un juguetito de los políticos que iba en contra del sentido común. Y ahora me están dando la razón. Europa se hunde, es un desastre, no hay nada que hacer. Europa dentro de poco será el tercer mundo. Continuamente voy y vengo de Oriente, que es lo que realmente está creciendo: India, China, Malasia, Vietnam, Corea… y tengo impresiones parecidas cuando voy de Bangkok a París a las que tuve en 1967 cuando desde Roma llegué a Bopal. Y esto es algo de lo que los europeos no se dan cuenta, están ciegos y sordos. Mudos no, porque hablan y hablan sin parar, pero sin decidir nada. Pero ya verás como Europa se va al diablo.

¿Entonces qué es lo que va a pasar? Un nuevo orden mundial. En la historia universal hay corrientes telúricas que cuando llega su momento se abren paso a una velocidad vertiginosa y no hay quien las detenga. Hubo un milenio que fue el del Mediterráneo: el milenio de la Natividad, de la Hélade, de Egipto… Luego otro milenio que fue del Atlántico, el de Estados Unidos, Inglaterra, los imperios coloniales… y ahora llega el milenio del Pacífico. Hay tres grandes bloques emergentes en el mundo: uno es Rusia, otro es el sudeste asiático y el otro los países musulmanes. Estos últimos están desunidos entre sí, pero en el momento en que se unan Europa se va a convertir en un parque temático, en un museo. Los rusos, musulmanes y chinos vendrán a disfrutar de nuestra gastronomía, a beber nuestro vino, a tirarse a nuestras mujeres y visitar nuestros museos.

Entonces los valores occidentales de libertad, democracia… ¿Están en peligro?

Creo que la democracia ha llegado a su punto final. La democracia es un régimen político con sus virtudes y sus defectos, como todos los sistemas, y que cumple su función. Creo que en estos momentos —y no lo estoy defendiendo, no mates al mensajero— como observador me limito a señalar que hay un nuevo sistema político que emerge con extraordinario vigor que es el sistema chino: libertad económica y autoridad política. Es como vive un estudiante en casa de sus padres, ellos son quienes gobiernan la casa, quienes se ocupan de resolver los enojosos problemas administrativos… y mientras tanto el estudiante va a estudiar, le dan una paga el fin de semana, sale, entra, chicolea, se va de botellón… Pues bien, ese es el sueño de todo chino y en definitiva de todo ser humano, por lo que esta nueva fórmula es la que va a acabar imponiéndose.

¿Pero los chinos no querrán imitar a Occidente también en ese aspecto, reclamando más libertades?

¿Imitar un sistema que nos ha llevado al desastre? ¿Cuál es la raíz del desastre económico del mundo occidental? Tiene nombre: un “malhechor” que se llama Keynes. Europa tiene una ideología, que es la socialdemócrata. Y tan socialdemócrata es Rajoy como Rubalcaba, Merkel y Cameron, por muy liberales que se proclamen. No son liberales. El liberalismo hoy día en el mundo occidental no existe. ¿Entonces en qué consiste la democracia, el Estado del Bienestar? Era algo sostenible a corto plazo, dentro de ciertos niveles, mientras no se produjera el fenómeno de la inmigración. Pero en el mundo actual el Estado del Bienestar no es posible. El Estado del Bienestar significa holgazanería, hedonismo y falsa solidaridad. Consiste en que medio país viva a costa del otro medio, como las cigarras. A mí me llama mucho la atención que cuando voy a Japón o a otro sitios y digo que soy español, una de las respuestas más frecuentes que suscita mi declaración es “ah, viene usted de esa parte del mundo donde la gente vive sin trabajar”. Y es verdad, así que no creo que los chinos tengan el menor interés en imitar el Estado del Bienestar. El Estado que yo propugnaría es el Estado de la responsabilidad. Somos hijos de nuestras obras, yo en esto coincido con Escohotado, Los enemigos del comercio me parece importantísima. Es un saludable egoísmo —practicado dentro de las normas del sentido común— tal como decían los filósofos anglosajones del siglo XVIII y XIX lo que nos puede llevar a organizar la sociedad de una manera adecuada. Si yo defiendo a los míos, si yo cultivo mi huerto tal como decía Voltaire y todo el mundo hiciera lo mismo, el mundo sería un vergel.

Ese individualismo que usted reivindica… ¿No se contradice con su interés por una sociedad tan opuesta a esos valores como la japonesa? ¿No resulta Japón un tanto asfixiante en ese aspecto?

Vamos a puntualizar. Japón es un país admirable, entre otras cosas porque es completamente distinto a los demás. Ahí hay un misterio que no sé a qué se debe, quizá a la condición de insularidad que hasta hace 150 años ha caracterizado la historia del país. Pero el mundo se divide entre Japón y los demás. Así que cuando yo llegué a Japón en 1967, después de estar un año allí, escribí una larga serie de artículos que se publicaron en España —con pseudónimo porque estaba exiliado— y el título general que puse a esas ciento y pico páginas fue el de Los marcianos están entre nosotros. Cualquier consideración que hagas sobre Japón no sirve para el resto de la humanidad y viceversa. Dicho esto, tengo que decir que mi admiración por Japón es por el Japón de los daimyō, de los samuráis, de Mishima, del bushido, no por el Japón actual. Aunque es verdad que el actual tiene una cosa extraordinaria y es que todo el mundo cumple con su deber. Eso es la herencia del bushido, casi nadie engaña a nadie. No hay delincuencia de ningún tipo, puedes dejar las puertas de tu coche o tu casa abiertas y todo el mundo va a respetar lo que haya en el interior. Todo eso hace que vivir allí relaje extraordinariamente.

Tu estás aquí en España y tienes la impresión —por desgracia corroborada por los hechos— de que está todo el mundo engañándote. Llamas al fontanero para que te arregle la cisterna y lo primero que hace es culpar al fontanero anterior diciendo “uy, lo que le han hecho aquí”. Te engaña tu jefe, tu subordinado, la comunidad de vecinos, los políticos… es una sensación agobiante, acabas extenuado viviendo en países como España, Italia o Grecia. Pero llegas a Japón y te relajas porque todo funciona a la perfección. No como un reloj suizo, sino como un Seiko en este caso. Dicho esto, debo admitir que ahora en Japón me asfixio. De hecho ya no vivo allí, aunque voy de vez en cuando porque ha sabido conservar casi como en un congelador las formas tradicionales hasta extremos que la gente no conoce. La gente cuando piensa en Japón piensa en Tokio, en la ultramodernidad. Pero es el país del mundo con más superficie boscosa. El 73% de la principal isla está cubierta por bosques impenetrables, en ese Japón holográfico, que vive a espaldas de Tokio, de Osaka, vive refugiado un Japón tradicional, con miles y miles de pueblos con la vieja arquitectura, con el ritmo de los viejos tiempos, es algo fascinante. Voy allí a buscar eso, no el otro Japón, que se ha convertido también en un país socialdemócrata. La socialdemocracia es la intromisión de los poderes públicos. No tenemos un resquicio de libertad, probablemente en estos momentos hay catorce cámaras grabando lo que decimos tanto o más cuando mi buena amiga Esperanza Aguirre vive al otro lado de esa pared, en el portal de al lado (risas).

No lo digo por ella, pero está todo controlado, todo prohibido, yo me ahogo en la España de hoy en comparación con la que conocí, que era la España de Franco. Esto tampoco es defender el régimen de Franco, es defender una sociedad en la que había libertad, por ejemplo, para ir a la farmacia a comprar lo que me diera la gana, y ahora prácticamente no puedo comprar ni una aspirina. Donde podía coger un avión y no someterme a las vejaciones que ahora nos imponen. Ahora vivimos entre barrotes, los terroristas han triunfado, en nombre de la seguridad —que es la mayor estupidez del mundo, porque no hay nada más inseguro que estar vivo— nos han metido a todos en la cárcel. Pues esto en Japón llega hasta extremos inverosímiles, la intromisión hasta en los últimos recodos de la vida cotidiana de los poderes públicos llega a ser agobiante, más que en ninguna otra parte.

Hablando de Japón, hay ciertas tradiciones que supongo que usted conocerá y no sé si habrá practicado, como el Nyotaimori o body sushi.

El mundo actual está hecho de ocurrencias, ingeniosidades. No sé si has leído cómo en China han dictado una ley por la cual en un retrete público solo puede haber dos moscas, más de dos es delito. Pues Japón está lleno de estupideces como esa, pero eso del body sushi y las muñecas hinchables es mínimo, es lo que se recibe en el mundo occidental del Japón. Hacen un documental o un reportaje sobre ese país y siempre salen estas cosas. Yo voy allí y no las veo, y he vivido casi 10 años de mi vida en Japón.  Por supuesto que existe, no digo lo contrario, pero por ejemplo nunca he visto uno de esos hoteles en los que las habitaciones son cápsulas. Son aspectos mínimos pero muy llamativos que definen a los ojos de los no japoneses esa sociedad, una de las más falsificadas por los periodistas que he visto.

Body sushi… nunca he practicado tal cosa, evidentemente si me colocas aquí a una hermosa chavala japonesa… a mí la comida que más me gusta es el sushi y las chicas japonesas me gustan con delirio. Así que me la pones delante con sushi o sashimi encima, yo encantado me lo como. Pero no me puedo tomar en serio estas cosas, que también se han hecho en el mundo occidental, con chocolate o poniendo crema en el sexo a una mujer o ella a ti en tu pene y luego te lo chupa.

¿Y el shibari, que consiste en atar a una mujer con cuerdas?

Pero eso también se ha hecho toda la vida, es el sadomasoquismo. Al fin y al cabo si miras las posturas del Kamasutra, la mayor parte son irrealizables a menos que tengas un entrenador personal que te esté colocando una pierna de determinada manera o estés maniatado y colgado con poleas del techo. El mundo actual ha perdido el sentido común, yo todos los años hago un viaje con mis hijos y mis nietos, un viaje sagrado en el que a lo mejor un año vamos a la India, otro a Nepal, a Senegal, a Tanzania… Este año hemos hecho un viaje más corto, a Italia, concretamente a Cerdeña, Sicilia y Nápoles. Cerdeña es una isla curiosísima, es una especie de viaje a la prehistoria, la prehistoria está viva allí como en ninguna otra parte del mundo. Y en lo que es la Toscana, el Toledo, el corazón que es Nuovo, que está allí enclavado en las montañas que es donde se produjo este famoso fenómeno del bandolerismo sardo que duró hasta hace muy pocas décadas. Pues allí hubo algo que me llamó mucho la atención y sobre lo que quiero escribir algo. A comienzos del siglo XIX habían llegado los Saboya, la dominación española se había ido y representaban entonces la modernidad, tomaron una serie de medidas que a los campesinos sardos les parecieron disparatadas, entre otras cosas porque les expropiaron muchas tierras. Entonces se produjo un fenómeno curiosísimo de anarquismo conservador, de anarquismo reaccionario por así decirlo, como lo soy yo mismo, Escohotado o Boadella, y ese movimiento, que llegó a ser poderosísimo y puso en jaque a las autoridades, tenía un grito de guerra que es como se llegó a conocer el movimiento, “volvamos atrás”. Yo si tuviera que proponer ahora un manifiesto sería ese. Volvamos atrás, recuperemos el sentido común, recuperemos las viejas palabras, los viejos valores, las viejas costumbres.

¿Regresar atrás hasta cuando?

Todos hemos pensado alguna vez en qué momento de la historia nos hubiera gustado nacer. Yo lo he pensado en infinidad de ocasiones desde que era joven, y desde luego el momento de la historia en que más me disgusta nacer es precisamente el que he nacido. Cualquier momento anterior me hubiera gustado más. Por eso si me dices a mí —y no lo puedo proponer para los demás— que aparece aquí Mefistófeles y me dice aprieta botón y vuelves a nacer en el momento de la historia universal que prefieras: siglo VI antes de Cristo. Es el siglo de Buda, de Confucio, de Lao-Tsé, de Zaratustra, de los movimientos órficos, de Pitágoras, los presocráticos… Ese es el mejor momento de la historia universal. Todo lo que sabemos se dijo en ese siglo y desde entonces el mundo está en continua decadencia.

Respecto a estas épocas anteriores el consumo de drogas parece haberse centrado en el aspecto lúdico, se ha perdido la parte de ritual, de experiencia espiritual.

Eso es gravísimo, el hombre se ha drogado siempre y siempre se drogará. Hasta los animales se drogan; los monos, los elefantes de Namibia cuando toman bayas fermentadas del suelo: Hubo hace años una película deliciosa con esto. Drogarse está en la condición humana. Cuando follamos nos estamos drogando, el laboratorio interior está produciendo una serie de hormonas, de sustancias químicas como la oxitocina. Entonces la droga ha sido siempre un instrumento de éxtasis, para caer en trance, para encontrar respuestas o aproximaciones a las respuestas de las grandes preguntas como quiénes somos, a donde vamos, de donde venimos…etc. Y ahora en el mundo moderno, con la frivolidad que lo caracteriza, primero todas las drogas se meten al mismo cajón y pasan a ser estupefacientes. Y no tienen nada que ver las drogas llamadas alucinógenas con los opiáceos, las anfetaminas… son todas completamente diferentes y de efectos totalmente distintos. El siglo del que antes hablaba era el siglo de Eleusis, que va desde el siglo VII ac. hasta que monjes nestolianos fanáticos del siglo IV después de Cristo reducen a cenizas el viejo santuario iniciático de Eleusis. Todos los grandes espíritus del paganismo, artistas, políticos, todos ellos habían ido a iniciarse en los Misterios Mayores de Eleusis, porque como en todos los ritos sagrados había Mayores y Menores, algo que heredó el cristianismo, pero este quitó el principio activo de los ritos Mayores, que consistían en la ingesta de esa misteriosa sustancia, el kykeon, que llevaba a un estado de trance. El uso de tales sustancias es lo más importante que yo he hecho en la vida. Lo que más me ha enseñado en la vida han sido las ingestas de LSD, mescalina, peyote, ayahuasca…

¿Alguna experiencia en concreto que le haya marcado?

Sí, están en varios de mis libros. Fundamente en Los caminos del corazón, una novela que recoge mis largos viajes asiáticos de hippie en los 60, y en el primer volumen de mis memorias generales, Esos días azules: memorias de un niño raro. Y en un primer volumen de mis memorias espirituales —iban a ser dos—  que se llama La del alba sería: mis encuentros con lo invisible. En ese libro me explayo sobre las experiencias más importantes que he llevado a cabo con ese tipo de sustancias y que sigo llevando. Solo la ingesta razonable —“nada en exceso” nos advertía el santuario de Delfos—, todo puede hacerse con cabeza y nada de una forma excesiva. Porque es cierto que yo he visto muchos de los mejores cerebros de mi generación destruidos por el alcohol y por otras drogas, nunca por las de este tipo, que ni generan adicción ni ningún efecto sobre el organismo y que únicamente liberan sustancias ya existentes en el cuerpo. Nunca han llevado a nada malo a nadie excepto a aquellas personas que ya tenían previamente tendencias neuróticas o psicopáticas, que sí las podían desarrollar. Como te estaba diciendo, ese tipo de experiencias psicodélicas Escohotado prefiere lo de psiquedélico, de ambas maneras puede decirse— no solo han sido las experiencias de conocimiento, de gnosis, más profundas que yo he llevado en mi vida, al lado de la meditación, sino también las más arrebatadoras y embriagadoras experiencias de felicidad que he tenido nunca. De felicidad cordial, de amistad, de sexo, de emoción ante el anima mundi… los momentos más felices de mi vida han sido los vividos bajo los efectos de esas drogas.

¿Se definiría como un místico sin religión?

Sí, sin duda. Un místico sin iglesia. Se proponen diferentes etimologías para la palabra “religión”. Una dice que proviene de “releer”, que está bien, es efectivamente reinterpretar las experiencias de tu vida. Otra interpretación dice que proviene de “religar”, volver a unir lo que inicialmente estaba separado, lo que la espada del demonio separó en la unidad del cosmos. Desde ese punto de vista la palabra religión me gusta, lo que pasa es que ese término en el mundo occidental ha quedado vinculada al concepto de iglesia. Iglesia en el estricto sentido de la palabra solo la hay en el cristianismo. Las tres grandes religiones monoteístas —judaísmo, cristianismo e islam— son idénticas entre sí, y nacidas de una revelación que es un camelo, una revelación no es más que un estado psicopático. Son experiencias esquizofrénicas como la de Pablo y su famosa caída del caballo a las puertas de Damasco. Sin embargo las religiones orientales son politeístas, allí los dioses son de función, no de raza, su santoral está formado por el dios de los herreros, el dios de los escritores, etc. Nadie ha ido nunca a la guerra en nombre de Shiva o de Buda. En cambio todas las grandes guerras de la humanidad han sido en nombre de Alá, Yahveh o Cristo. En dichas religiones monoteístas surge el concepto de iglesia y la definición de un dogma. Y en el momento en que defines un dogma viene la exclusión: los buenos y los malos, los fieles y los pecadores…

Aún así la sinagoga no es una iglesia, una sinagoga es una especie de púlpito donde cada rabino inventa su propia doctrina. La mezquita tampoco es una iglesia en sentido estricto. Así que como decía la iglesia solo existe en el cristianismo y por tanto claro que soy un místico sin iglesia, como todos los místicos de la historia universal en todos los ámbitos culturales y geográficos. El místico es un científico. El místico no cree en nada, no tiene fe. El místico es un científico que tiene un laboratorio: su cerebro. En él induce fenómenos mediante una serie de experimentos, que pueden ser las situaciones límite como el peligro, el arte, el éxtasis, la ingesta de determinadas drogas, la soledad, el ayuno… el místico provoca todo este tipo de experiencias y estudia las modificaciones que generan en su conciencia con la misma meticulosidad con la que un químico observa el movimiento de las bacterias, microbios o lo que se a través de un microscopio. Entonces llega a conclusiones universales. Lo que dice el místico chino, hindú, sufí o cristiano es exactamente lo mismo, usando obviamente un lenguaje y unas metáforas diferentes. Pero el meollo de sus conclusiones es la misma, de la misma manera que una química china y otra americana.

Ahora que menciona la ciencia, en los últimos años han proliferado estudios científicos y filósofos como Daniel Dennet que hablan de la religión y de los sentimientos que la inspiran como un fruto accidental del funcionamiento del cerebro. Es decir, algo puramente fisiológico, quizá fruto de la selección natural. ¿Perderían entonces todo su valor?  

En el mundo hay ahora una cuarta religión monoteísta además de las tres que te acabo de citar, que es la ciencia. El científico desempeña ahora el mismo papel que el hierofante en los templos egipcios en la época de los faraones. Su función era recibir a la muchedumbre de peregrinos  que llegaban al propileo del templo y se dirigía a ellos con toda una parafernalia, con instrumentos musicales y voz engolada diciendo “acabo de estar en el pronao y Ra o Amón me ha comunicado… etc”, lo que él creía que eran los secretos del universo, cómo funcionaba el mundo. Esto es lo que hace ahora el científico: se encierra en una torre de marfil y de vez en cuando desgrana verdades como puños en un lenguaje críptico, inasequible al profano y revestido de autoridad, que cada 20, 30 o 40 años se descubre que era falso porque cambia el paradigma científico. De la misma manera en que se ha ido pasando de Aristóteles a Newton y de Newton a la física cuántica… etc. Entonces en estos momentos sales a la calle y cualquier problema del que hables, por ejemplo el Sida, la respuesta inmediata del hombre de la calle es “algo encontrará la ciencia”. Es una cuestión de fe. Al desaparecer los dioses, los sacerdotes, las religiones… ese miedo que anida en el corazón del hombre, por el que surge la idea de un dios salvador exterior a nosotros que nos conducirá al cielo tras la muerte, hace que el científico pase a adoptar ese papel a los ojos del hombre de hoy. Antes te hablaba de la diferencia entre las religiones monoteístas y las orientales, en las segundas no hay revelación sino iluminación. Tras once años sentado debajo del árbol de Bo, llega un momento en que llega al éxtasis, al nirvana, se le rompe el cerebro, resuelve el kōan de la existencia. Es una iluminación desde dentro, eso es lo que hace el místico, es un fenómeno real, científico, no es un fenómeno de fe. Todo lo demás son pamplinas.

La situación actual en España es de enorme pesimismo, el futuro se pinta muy negro, ¿qué actitud deberíamos tener ante todo esto? ¿Indignación, resignación, esperanza…?

No me siento español. No soy español ni de ninguna parte. Tengo en mi casa del pueblo donde vivo —que eso ni es España ni es nada, es como Macondo— un cartel en latín que dice “Ubi bene ibi patria”, que significa “Allí donde estés bien, está tu patria”. Miguel Hernández decía “donde están mis zapatos está mi patria”. Si yo estoy bien conmigo mismo, esa es mi patria. Entonces no me hables de España, me resulta absolutamente indiferente. La he dado por perdida, España no tiene arreglo, parafraseando a Primo de Rivera es una unidad de destino en lo infernal. El problema de España son los españoles. Los españoles han andado siempre a la greña desde la época de las tribus, arranca de la prehistoria, es una maldición no secular sino milenaria. Están todos enfrentados, España es el país del mundo en el que más guerras civiles ha habido y esto es un frío dato historiográfico. García Lorca dijo que aquí pasó lo de siempre, murieron cuatro romanos y cinco cartagineses, y eso sigue pasando.

Hoy en día gracias a dios de forma incruenta, pero el espíritu que condujo a la Guerra Civil está vivo en las calles exactamente igual. La fragmentación de las autonomías, esto es un delirio español, que ningún extranjero con dos dedos de frente y los pies en el suelo entiende. El español es una cigarra. ¿España? Siesta, fiesta y zarzuela. Estamos en plena crisis, estamos verdaderamente al borde del precipicio y aquí van a suceder cosas muy graves, están ya sucediendo. ¿Y qué hace la gente? Está todo el mundo en los bares, aquí la fiesta empieza el jueves. En Soria empieza la semana que viene las Fiestas de San Juan, igual que el valenciano con las Fallas, el pamplonés con los San Fermines o el sevillano con la Feria de Abril, además de tener un mes entero de vacaciones —cosa que un americano o un japonés no entenderían en su vida— ,además de tener todos los puentes habidos y por haber porque aquí todos somos pontífices, además de tener fiestas de guardar y de no guardar a lo largo del año, además de no dar golpe a lo largo de la semana, porque aquí desde el jueves hasta el lunes por la tarde no trabaja nadie, encima llegan este tipo de fiestas y durante doce días, digo bien, doce días, se detiene por completo la actividad económica de la ciudad ¿Tú crees que puede levantar cabeza un país que vive de esa forma? Somos los PIGS junto a Italia, Portugal y Grecia porque hemos sido siempre pobres. ¿Es eso una casualidad o una causalidad? ¿Por qué los países del centro de Europa han sido siempre ricos y nosotros no? Parecía que habíamos salido de pobres, porque cuando entramos en Europa nos dieron un montón de dinero. ¿Y qué hicimos con ese dinero? Gastárnoslo alegremente, como la cigarra, sin pensar en lo que sucederá cuando llegue el invierno. Cargándonos con la burbuja inmobiliaria el país y el paisaje. Ha quedado un país devastado y ahora encima Europa tiene que volver a socorrernos. Somos los mendigos del mundo.

Este rescate que se está produciendo es una ineluctabilidad histórica. Te voy a citar cuatro fechas: siglo XVI, Felipe II, la Armada invencible. Se va al diablo el poderío naval, España pierde el dominio de los mares, le traen la noticia a Felipe II y lo pillan rezando y no se inmuta, “no envié a mis naves para luchar contra los elementos” y sigue bisbiseando jaculatorias arrodillado en un reclinatorio. Siguiente siglo, Batalla de Rocroi, los invencibles tercios españoles son derrotados por el Duque de Enghien y a partir de ese momento España es expulsada de Europa y nos convertimos en lo que somos ahora: el hazmerreír del mundo. Tercera fecha: el desastre de la pérdida de las colonias de 1898. Francisco Silvela, Jefe de Gobierno, ese día en que perdimos las últimas migajas, Cuba y Filipinas, escribe un artículo llamado España sin pulso. ¿Qué hacen ese día los madrileños? Llenan la plaza de toros, llenan las horchaterías, eran las fiestas de la Paloma… por favor, ¡Qué importaba que se hubieran perdido las colonias! Lo primero es lo primero. Y esto último del rescate que acaba de ocurrir es una continuación de lo anterior, es el golpe en la nuca del conejo. Así que por mi parte, que vengan los de la troika, que por lo menos pongan orden en nuestras cuentas y nos obliguen a trabajar, que es lo que no hemos hecho en nuestra puta vida.

Para ir finalizando, tiene usted 75 años…

Desdichadamente (risas)

¿A estas alturas qué le queda por hacer?

¿Qué es envejecer? Hay una anécdota que me gusta de Stevenson, uno de los más grandes escritores que han existido. Era un hombre de salud frágil y llevaba una vida bohemia. Un día fue al médico y este le dijo “Señor Stevenson, si sigue llevando esta vida morirá joven”, y  le respondió con una frase maravillosa: “doctor, siempre se muere joven”. Al comienzo de la entrevista te hablaba del carácter, hay personas que nacen viejas y mueren viejas, y personas que nacen jóvenes y mueren jóvenes. Yo nací joven y —aunque sea una locura porque igual me muero en 48 horas— me siento exactamente igual que como me sentía a los 20 años, y vivo de la misma manera que con esa edad. Viajo como cuando era un hippie de los años 60, de cuneta en cuneta, y, si hay que dormir en un templo, se duerme. No te creas que voy a hoteles de cinco estrellas, que los detesto. Si veo a una chica guapa por la calle como a esta fotógrafa que tenemos aquí, los ojos se me van detrás de ella, por desgracia los ojos de la chica mona ya no se van detrás de mí como cuando tenía 20 o 30 años. Pero quiero decir que tengo la misma actitud. Y de la misma forma que a esa edad tenía mil proyectos y me metía en la cama y se me ocurrían mil cosas, ahora igual: ya sea desde escribir un libro a crear un hotel de gatos en Castellfrío. Ahora estoy obsesionado con abrir un hotelito en Laos o en Camboya. Yo me doy cuenta de que quince vidas que tuviera no me bastarían. Envejecer es dejar de tener proyectos, detenerte. ¿Cómo es posible que la gente se jubile? La jubilación es una violación de los derechos humanos. Si uno quiere jubilarse allá él, ¿pero que te obliguen? Jubilarse es una enfermedad letal. Por eso tengo 75 años pero me siento joven. Mira que he hecho cosas… si alguien grita fuego corro, pero para acercarme al fuego. Me pasó el año pasado con el terremoto de Fukushima. Me pilló en Bangkok, y lo primero que hice fue irme a Japón y concretamente al propio lugar del terremoto, desde donde publiqué 35 crónicas. Toda mi vida la he vivido así, pero he procurado hacer las cosas con cabeza. No me he muerto en ninguna de estas aventuras y he procurado cuidar mucho el aspecto físico. He elaborado ese famoso elixir de la eterna juventud, por el que me tomo 70 pastillas al día, todas ellas de herbolario. Son sustancias que he ido encontrando buceando por una parte en la tecnología punta y por otra yéndome a los mercados, a los bazares, a los chamanes… esto de momento me permite la vitalidad de carácter que tengo, que sé que puede terminar en cualquier instante, qué le vamos a hacer. Así que esa vitalidad psíquica va acompañada de una vitalidad física que me permite seguir viviendo como he hecho siempre. Cuando me operaron del corazón, uno se plantea qué va a ser de mí a partir de ahora. Y entonces te das cuenta de qué es lo verdaderamente irrenunciable que hay en tu vida, aquello que si lo pierdes ya no te importa morir. Me di cuenta de que en mi vida solo hay tres cosas realmente imprescindibles. A mí me gusta mucho comer, también beber una buena botella de champán o de vino y me gustan mucho las mujeres… todo eso me gusta muchísimo. Pero yo puedo vivir sin follar y puedo rechazar la buena comida y el alcohol. Sin embargo hay tres cosas a las que no puedo renunciar: viajar, leer y escribir. Mientras pueda seguir haciendo esas tres cosas, seguiré sintiéndome igual de joven que me siento ahora.

Fotografía: Guadalupe de la Vallina


La ética del éxito: Jiro Dreams of Sushi

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Hoy día podemos encontrar sushi en todo tipo de establecimientos: desde exclusivos restaurantes a cadenas alimentarias, pasando por la sección de congelados del súper. La calidad de los respectivos productos varía en extremo entre el orgasmo culinario y el lavado de estómago. Para la degustación adecuada de este delicioso bocado merece la pena ahorrar un poco, ignorar los sucedáneos y buscar un restaurante con un cocinero capaz. Y si ya se tienen posibles y se es un poco tiraduros, es más que obligado hacer un viaje a Japón, detenerse en Tokio e intentar reservar sitio en
Sukiyabashi, un restaurante de sushi distinguido con tres estrellas Michelin en el que se sirve el mejor del mundo. O eso deja ver el documental Jiro Dreams of Sushi (2011), de David Gelb.

Jiro Ono es un maestro del sushi de 85 años que, a base de esfuerzo y amor a su trabajo, ha logrado un pasmoso nivel de excelencia. Sigue la misma rutina todos los días, dedicada al perfeccionamiento de su arte y sólo variada a causa de algún funeral: se levanta muy temprano, va al restaurante siempre por el mismo camino y, una vez allí, examina con ojo severo la labor de sus aprendices. Hace quince años delegó en su hijo la tarea de ir al mercado, desde que sufriera un infarto debido a sus muchos años de fumador. Los dos hijos de Jiro han seguido sus pasos, uno como ayudante del maestro en Sukiyabashi y el otro en una sucursal a la que se acercan los clientes que no se atreven a degustar el sushi bajo la mirada escrutadora de Jiro.

La elección y el tratamiento del pescado responden a una mezcla de experiencia e intuición. Jiro compra su material a vendedores especializados en un único producto, ya sea atún, camarones o arroz. Vendedores con la seguridad casi maniática de conocer su material a la perfección. Una vez en la cocina, el mejor material exige el mejor tratamiento. Jiro ha dedicado prácticamente todos los días de su vida adulta a la elaboración de sushi, por lo que conoce sus misterios y sutilezas como nadie, siendo ahora su cometido encaminar a sus aprendices por la senda del trabajo constante y la sensibilidad del gusto. El punto exacto de maceración del pescado, los matices del corte o la presión adecuada para cocinar el arroz son algunos de los variadísimos procedimietos que el aprendiz ha de dominar. El arte del sushi es más laborioso que cualquier carrera universitaria: pueden pasar 10 años de trabajo diario hasta que el maestro por fin consienta en ofrecer al cliente el trabajo de un aprendiz. Y eso es el comienzo de un camino más arduo: el de mantenerse en el más alto nivel sin caer en la rutina ni en manierismos. El nivel de perfección exigido por Jiro, como el arte de los pianistas, requiere de una entrega diaria y absoluta.

La dedicación de Jiro al trabajo y a los detalles se ha traducido en el éxito y prestigio de su sushi. Su pequeño restaurante es inmejorable para las distancias cortas y el trato cara a cara, cuidando cada particularidad al máximo: Jiro no atiende de la misma manera a un diestro que a un zurdo, ni a un hombre que a una mujer; las piezas de sushi se sirven de una en una para comerlas recién preparadas. Su carácter controlador, casi miniaturista, le hace preferir un espacio reducido en el que captar cada reacción del cliente a uno más amplio y seguramente más lucrativo, pero con una merma del servicio. De la misma manera, la carta del Sukiyabashi ha ido despojándose de todo lo accesorio hasta alcanzar la sencillez y contundencia de una hoja afilada. Si antes se servían entrantes como preparación al momento culminante del sushi, ahora es esta especialidad lo único que Jiro ofrece a sus clientes: lo único que cumple con su altísimo baremo de calidad.

La ética del trabajo de Jiro, extremadamente perfeccionista, es así una ética del éxito: el dominio y mejora de las propias habilidades se traducen en reconocimieto pero ello no desvía al artesano de su objetivo: la línea del horizonte de la perfección absoluta, tan anhelada como inalcanzable. Mientras tanto, Jiro puede enorgullecerse de palabras como las que le dedica un antiguo alumno: “Una vez que Jiro ha sido tu jefe, siempre va a ser tu jefe”.

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Cambio climático, subida del nivel del mar, tsunamis y ¡Godzilla!

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Este verano la NASA publicó una noticia a partir de la cual muchos medios anunciaron que el hielo de Groenlandia se había fundido completamente. La agencia EFE, rápida de reflejos, nos decía: “Los investigadores aún no han podido determinar cómo afectará este deshielo masivo a la subida del nivel del mar y a la pérdida de masa de agua de la isla”. Evidentemente, la interpretación de la nota de la NASA era inexacta, ya que en ella solo se hacía referencia a que se había detectado la fusión superficial del hielo en el 97% de este territorio. También es verdad que la pieza ha sido publicada en periodo becacional, perdón, vacacional, con todo lo que ello implica. Este es solo un ejemplo de noticias con errores involuntarios (o inexactitudes premeditadas, en otros casos) que rodean a cualquier evento climático en general y a aquellos relacionados con el nivel del mar (NMMR) en particular.

Supongo que no soy el único que, estando tranquilamente tumbado en la playa, alguna vez ha pensado qué haría si llegaba en ese mismo momento un tsunami, o hasta donde llegaría la orilla si se fundieran todos los hielos continentales. O tal vez sí, y soy un paranoico. Pero, parafraseando a Kurt Cobain, que sea un paranoico no significa que el NMMR no pueda subir repentinamente. Y es que pensar en la elevación más o menos súbita del NMMR me da la sensación de que es un miedo atávico, ancestral, y que por tanto, tiene un morboso atractivo como titular periodístico. Solo así se explica que a la sombra de los distintos informes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) se publiquen espeluznantes documentos que lo único que hacen es provocar el pánico y la mirada intensa de Pedro Piqueras. Vamos, que cumplen su función. Uno de los ejemplos más estrafalarios que aún perdura en mi memoria es la imagen de un impactante fotomontaje publicado en 2007 por Greenpeace en su libro Photoclima.

Imágenes del Mar Menor actual (arriba) y en un escenario ficticio dibujado por los ecologistas (abajo). Terrorífico, aunque los amantes del balconing estarían de suerte e incluso se barajaría su inclusión en el programa olímpico

Supuestamente, los fotomontajes estaban basados en el Cuarto Informe del IPCC. Libremente basados mejor dicho, porque las elevaciones que se adivinan en la infografía son del orden de 10 metros, cuando según dicho informe debía andar por debajo de un metro en el escenario más desfavorable. No seamos malpensados, puede que algunos miembros de Greenpeace simplemente tengan problemas a la hora de… aparcar. Y en cuanto a los responsables de las infografías de un delirante especial del Magazine de El Mundo, solo se me ocurre que querían echar por tierra el tema estrella de The Refrescos.

Que viene el coCO2

Según se recoge en los informes del IPCC, existe una correlación entre la temperatura y la concentración de dióxido de carbono (CO2), siendo ambas tendencias alcistas desde la revolución industrial (que es cuando se comenzó a quemar combustibles fósiles, el presunto culpable del incremento de dióxido de carbono). A pesar de las controvertidas excepciones en las gráficas (por ejemplo, inexplicablemente en los 70 bajó la temperatura global a pesar de que el incremento de CO2 se mantuvo), parece que hay cierto consenso al respecto en la comunidad científica internacional. Pero también hay que tener presente que la concentración de CO2 en la atmósfera no ha sido constante a lo largo de la historia del planeta: en el Jurásico, se estima que era de unas 2000 ppm (partes por millón), mientras que la actual ronda las 400 ppm, unas cinco veces menos. Y, obviamente, cuando los dinosaurios campaban a sus anchas por Laurasia la temperatura no era cinco veces mayor que la actual.

Acojonante: en el 2050, la Puerta de Alcalá entre un mar de dunas. Vaya, vaya, aquí si hay playa

En cambio, fue esa concentración de CO2 la que propició la existencia de los dinosaurios a través de la fotosíntesis, que favoreció el crecimiento de plantas gigantescas que servían de alimento para herbívoros colosales que a su vez eran devorados por carnívoros desmesurados. Todo a lo grande. Y en cuanto a numerosas noticias que tildan al dióxido de carbono de tóxico o contaminante, para que se hagan una idea, la concentración de CO2 en nuestro aliento es de unas 50.000 ppm, unas 125 veces la que existe en la atmósfera. Por eso, hay que situar en su contexto a este gas, transparente y tan inofensivo para el ser humano como el agua del mar, que se empeñan en representar fotográficamente como el humo denso y oscuro que emerge por chimeneas de sórdidas fábricas tercermundistas al que solo le falta aullar y emitir un sonido mecánico para ser el villano de Lost.

Subiendo el nivel (del mar)

Debido al aumento de temperatura global, todos hemos oído que el NMMR está subiendo en España a un ritmo de unos 2,5 mm al año en los últimos 50, aunque hay que recordar que dicho nivel no ha sido siempre el mismo. Si nos situamos por ejemplo en la última glaciación, que alcanzó su punto álgido hace unos 20.000 años (un suspiro en tiempo geológico), el NMMR era unos 100 metros inferior al actual. En esa época, la península escandinava, Canadá, Siberia, etc., estaban sepultadas por miles de metros de hielo, motivo por el cual, una vez liberadas de esa tremenda carga con la fusión del hielo, las plataformas continentales de esas regiones se están elevando a un ritmo altísimo: unos 250 metros en los últimos 10.000 años. Así, el puerto de Oslo por ejemplo ha tenido que realizar numerosas obras para tener calado porque la elevación de su superficie emergida, buscando el equilibrio isostático, es mucho más rápida que la del NMMR.

Al finalizar la glaciación y producirse el deshielo, el NMMR comenzó a subir en torno a un centímetro al año, hasta hace unos 6000 años, cuando se estabilizó más o menos a la cota actual, aunque con algunas variaciones de pocos metros: hace unos 2000 años, en los puertos romanos, el nivel estaba unos 2 m por debajo del actual, mientras que hace unos 3700 estaba unos 4 m por encima. Y podría ser peor, porque según cálculos estimativos, la fusión del volumen de hielo continental supondría el ascenso de unos 70 m en el NMMR que, aunque es muy preocupante, pasaría a un segundo plano porque el agua dulce se convertiría en un bien bastante más escaso que en la actualidad. Repito, el hielo continental, porque en relación a la fusión del hielo flotante del Ártico propongo al lector que haga una práctica casera introduciendo dos buenos cubitos de hielo en un vaso bajo y ancho con tres dedos de whisky. Y una vez finalizado el experimento, bébaselo a la salud de Jot Down.

Háblame del mar, marinero

Hemos hablado en todo momento de nivel medio del mar (Nivel Medio del Mar en Reposo) porque el nivel del mar varía constantemente, no ya a lo largo de milenios, sino cada día e incluso cada minuto. El nivel del mar en un momento dado viene definido por varios fenómenos que se solapan, siendo los más significativos los siguientes:

La marea astronómica. Generada por las fuerzas de atracción gravitatoria de la Luna, principalmente, y del Sol (el efecto del astro rey es unas 0,46 veces el de nuestro satélite), sus desplazamientos se pueden calcular analíticamente. La elevación del nivel del mar que genera la marea astronómica varía con el lugar donde se estudie; en Cantabria por ejemplo la carrera de marea puede llegar a ser de más 5 m, mientras que en Girona no se llega al medio metro en mareas vivas equinocciales.

El dique de Levante del Puerto de Málaga. Hasta en una obra en principio tan poco agradecida como un dique, se pueden hacer cosas bellas y funcionales

La marea meteorológica. Tiene su origen en los fenómenos meteorológicos: las borrascas (bajas presiones atmosféricas) generan subidas del nivel del mar, al contrario que los anticiclones (altas presiones). Y luego está también la acción del viento, que empuja el agua en el océano hasta que se frena al alcanzar la costa y se amontona en las inmediaciones de la misma. La cota de la marea meteorológica es difícil de obtener de forma aislada por lo que en general se obtiene como diferencia entre la marea astronómica teórica y la medición real de los mareógrafos.

El oleaje. Además de empujar el agua contra la costa, el viento produce unas alteraciones, unas ondas, en la superficie del mar y en general lejos del litoral, donde se generan las borrascas. Cuando un conjunto de esas alteraciones superficiales (un tren de ondas) se aproxima a la costa es posible observar un aumento de su altura y una reducción de su longitud (distancia entre crestas de olas). A este fenómeno se le conoce como asomeramiento. Dicho con otras palabras, es como empujar una alfombra débilmente arrugada (la superficie del océano) por un suelo encerado (grandes profundidades), hasta que choca contra la pared (la costa): las crestas se elevan (aumenta la altura de onda) y se juntan unas a otras (se reduce su longitud). Por eso, la altura de ola medida en alta mar ha de propagarse para conocer su magnitud en la costa, donde realmente nos importa. Además, estas ondas son aleatorias tanto en su altura y dirección, por lo que su estudio se debe abordar desde una perspectiva estadística. Mecánica de ondas, perspectiva estadística… sí, el aparato matemático del estudio del oleaje es bastante farragoso así que mejor pasaremos de puntillas sobre el cálculo de ondas largas, de los procesos estocásticos ergódicos y débilmente estacionaros, de los regímenes medios o extremales… de los amenazadores términos técnicos, en resumen.

La determinación de la altura de ola, imprescindible para el diseño de obras marítimas y el estudio del litoral, se basa en análisis estadísticos a partir de series de mediciones. Como siempre, cuanto mayor sea el número de datos, más probable es que el modelo se comporte de forma más ajustada a la realidad. Un error muy frecuente es creer que una estructura (ya sea portuaria, un puente o una presa) que se construye para soportar una determinada acción que tiene un periodo de retorno de –supongamos- 100 años, va a aguantar eso, 100 años. Pues no. El periodo de retorno debe entenderse como una cifra que indica la probabilidad de que suceda un determinado fenómeno. Por ejemplo, un periodo de retorno de 100 años indica que hay un 1% de probabilidad de que se alcance esa magnitud en un año cualquiera; piénsenlo de otra forma: si en una cancha de baloncesto lanzan desde el centro del campo, ¿es lo mismo que la probabilidad de encestar sea del 1% o que tardarán 100 años en anotar?

Y por si fuera poco, estamos realizando estimaciones estadísticas a partir de series de mediciones que raramente llegan al siglo con el peligro e inseguridad que conlleva. Por eso, debido a las variaciones (achacadas al cambio climático) que se están registrando en la formación, intensidad y ubicación de borrascas y temporales, se ha comprobado que las magnitudes que se manejaban eran inferiores a las que se están midiendo. Y es muy preocupante, porque sin ir más lejos la estabilidad del manto principal de los diques rompeolas depende de la altura de ola elevada al cubo. Un caso que ilustra a la perfección esta problemática es el del Puerto de Laredo, del que ya hablamos en otra ocasión por otros motivos. En diciembre de 2007, durante su construcción, se produjo un temporal en el que en la boya Bilbao-Vizcaya (la utilizada como referencia para el proyecto) se midió una altura de ola significante (1) de más de 11 metros, que constituyó el mayor registro desde su puesta en servicio en el año 1985. Por si fuera poco, cuatro meses más tarde se produjo otro temporal de características similares, lo que modificó ostensiblemente las series estadísticas de oleaje en el Golfo de Vizcaya, revisando al alza la altura de ola de diseño. Como el puerto estaba aún en obras se pudo modificar algunos elementos estructurales de los diques, como elevar la cota del espaldón o ejecutar un botaolas en la coronación del mismo. Pero en otros casos, en los que la obra ya está finalizada, el problema se presenta ahora. Por ejemplo, en el puerto de Sao Paulo se ha constatado que la altura de ola de periodo de retorno de 50 años con que se diseñó, va a ser la de 5 años a la vista de las nuevas tendencias climáticas y las mediciones que se están registrando. Y en Galicia, se prevé que sea necesario reforzar los diques con bloques de hasta un 40% más de peso. O se hace algo o los asadores de los puertos las van a pasar putas para encender las brasas.

El Puerto de Laredo durante las obras, antes y después del paso del temporal de diciembre de 2011. Los puntitos blancos que parecen pixeles muertos en realidad son cubos de hormigón de hasta 70 toneladas, desplazados por la fuerza del mar como si fueran dados en un cubilete

Y es que, aunque según un avance del Quinto Informe del IPCC que se publicará el año que viene, la elevación media del nivel del mar en el año 2100 será de entre 1,20 y 1,30 m, lo que más va a afectar al litoral es el aumento de altura de ola (en las obras marítimas) y el cambio de dirección de las mismas (en las costas).

El oleaje y las costas

Los elementos más sensibles de la costa son las playas que, como todo lo que estamos comentando, no permanecen inmutables en el tiempo puesto que están en equilibrio dinámico con el oleaje y las corrientes. Es más, el perfil longitudinal de las playas cambia radicalmente entre el invierno y el verano, con la formación de una típica barra longitudinal en periodo estival que se aprecia cuando paseamos por la orilla en bajamar. Y en planta, la forma depende de la acción del mar y del tipo de material que conforma la playa, sedimentando en unos lugares y erosionando en otros. La inclusión de diques que modifican el oleaje que llega a las playas, cambian la línea de costa al alterar las condiciones iniciales de erosión-sedimentación.

Playa de Pedregalejo, Málaga. La combinación de diques conectados a tierra y exentos ha generado más m2 de playa, pero con una línea de costa resultante de belleza discutible

Un oleaje demasiado potente (debido a un temporal, por ejemplo) puede llevar el material de la playa fuera del ciclo sedimentario, perdiéndose para siempre. Pero una modificación de la dirección del oleaje predominante también provocará cambios significativos en la morfología de las playas, alterando las zonas de sedimentación y erosión: girando la playa enfrentándose al oleaje. En este sentido, una vez más el cambio climático parece que está produciendo efectos importantes: al variar la ubicación de las borrascas, el oleaje varía en su dirección y las playas acabarán adaptándose al mismo, pero a costa de modificar la planta de las mismas… y en algún caso extremo, incluso llevándose por delante edificaciones en primera línea de playa. Si no se hace algo para evitarlo, insisto. Pero tampoco hay que ponerse dramático, en la Tierra viven decenas de millones de personas en superficies ganadas al mar y varios millones más lo hacen por debajo del NMMR actual. Técnicamente hay cosas mucho más complicadas que construir diques o remodelar y reformar lo ya existente. Lo que parece que no hay es dinero a medio plazo y eso es lo realmente preocupante.

Hagas lo que hagas, ponte en lo peor

Por muy finos que sean los cálculos y extensas sean las series de datos, si en plena pleamar viva equinoccial, sufres un buen temporal con vientos huracanados y de pronto te llega un tsunami, más te vale correr a la colina más cercana porque nadie habrá contado con ello.

El tsunami de 2011 de Japón superando un muro anti tsunamis. Terrible paradoja

Un tsunami es terrorífico. Una cantidad de agua inconcebiblemente grande que de pronto cobra vida como si el ente de Solaris se convirtiera en un psicópata, el Hannibal Lecter de los océanos conscientes, y se te echa encima llevándose por delante toallas, aceite con olor a coco, sombrillas y niños que no dejan de joder con la pelota. Es bien conocido que se originan tras el desplazamiento súbito de una enorme cantidad de agua (generalmente por un terremoto) y que se propagan a gran velocidad hasta la costa; en concreto, esta velocidad solo depende de la profundidad (C= (gh)0,5), por lo que si tomamos la profundidad media del océano (unos 3900 m) nos resulta una velocidad de unos ¡¡ 700 km/h !! Un tsunami en alta mar apenas se puede percibir, pero cuando llega a la costa y se produce el asomeramiento, la brutal energía que lleva el tsunami se transforma en altura de ola. Además, a diferencia de las olas habituales que rompen y se retiran, el tsunami penetra en la costa hasta centenares de metros, imparable, hasta que disipa su energía. Una pequeña práctica para ver cómo funciona un tsunami se puede hacer con una alfombra alargada, extendiéndola sobre un palo de escoba colocado transversalmente a la misma. El palo crea una pequeña ondulación, que viene a ser el tsunami en alta mar. A medida que desplazamos el palo bajo la alfombra (nos vamos acercando a la costa), iremos elevándolo (asomeramiento). Cuanto más lo elevemos veremos cómo los extremos de la alfombra se acercan, se encoje, que es similar a lo que sucede cuando se acerca un tsunami a la costa: se produce una retirada de la orilla. Una vez emerge el palo de bajo la alfombra, puede golpear con él la lámpara para recrear la devastación del tsunami, pero este paso ya es opcional.

Los tsunamis, por desgracia para los amantes de las catástrofes mortales, ocurren con relativa frecuencia pero no siempre son mediáticos y/o devastadores. Creo que se tocó techo en este sentido con el ocurrido en el año 2011 en Japón, el país con más cámaras por metro cuadrado del mundo en el que además, afectó a una central nuclear, una bacanal argumental para un telefilme. Viendo la trayectoria cinematográfica de los últimos tiempos (Aliens y Predators, Jason y Freddy, Lincoln y vampiros…), tsunami y radiactividad, parecía un matrimonio hasta evidente. Y si ya unimos al tsunami y la radiactividad a Godzilla, sería el acabose, ¿se imaginan? Con Tom Hanks coordinando las fuerzas vivas de la humanidad. Aterrador todo ello. Parece mentira que a nadie se le ocurriera; como siempre, la realidad supera a la ficción… a no ser que estén de por medio infografías creativas, claro.


(1)  La altura de ola significante es un parámetro utilizado en ingeniería oceanográfica y representa la altura media del tercio más alto de olas.

Nota: la mayoría de los datos se han sacado de numerosa bibliografía y conferencias de distintos organismos vinculados a la Oficina Española de Cambio Climático, así como de Informes del IPCC e incluso del blog de Antón Uriarte, reconocido escéptico.

Cómo ser un buen samurái e impresionar a las chicas

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El camino más largo es el camino más corto” Daidoji Yuzan

Hace ya cierto tiempo, cuando tuve el placer de ver por primera vez el clásico Los siete samuráis de Akira Kurosawa, hubo una escena que me dejó especialmente pensativo, qué coño, fue toda una revelación. Tras la discusión entre los campesinos sobre qué hacer ante la amenaza de los bandidos, acuden al anciano de la aldea en busca de consejo y este les dice que deben contratar samuráis para defenderse. Entonces, un campesino advierte con temor: “nuestras muchachas se vuelven locas por los samuráis…”. Y efectivamente más adelante vemos cómo su hija acaba dejando que le mancillen la honra repetidas veces. La conclusión apareció entonces deslumbrante ante mis ojos: si adoptaba las maneras de un samurái conseguiría seducir a alguna incauta. Dado que en Bilbao no había ningún otro, el éxito sería aún mayor.

Solo me faltaba conocer sus costumbres, sus valores y sus hazañas. Así que me enfrasqué en la lectura de grandes maestros como Daidoji Yuzan, Inazo Nitobe, Musashi Mjiyamoto o Hakuin Ekaku entre otros, aun a riesgo que del poco dormir y mucho leer se me secase el celebro¹ de manera que viniera a perder el juicio. Lo que sigue a continuación es lo que saqué en claro.

Los samuráis fueron una casta de guerreros profesionales al servicio de un señor feudal, de hecho  esa palabra significaba originalmente “asistente” —aunque algunos no tenían amo y eran conocidos como ronin— que perduró generación tras generación desde aproximadamente el siglo VIII hasta el XIX. El código de conducta por el que se guiaban se llamaba bushido (bu-shi-do: guerrero-caballero-camino) y tenía elementos de confucianismo, budismo y sintoismo. Como eran guerreros que tenían que cultivar tanto el cuerpo como la mente, a menudo además de ir por ahí cortando cabezas escribían poemas breves (haikus) o tratados más extensos: sobre estrategia militar, buen gobierno o en general el sentido de la vida y los deberes éticos que un samurái debía tener. El bushido no era por tanto un libro canónico o una tabla de mandamientos, sino un disperso conjunto de recomendaciones que los propios samuráis iban elaborando y transmitiendo con el paso de los siglos.

Sus antecedentes los encontramos en los monjes Shaolin de China, quienes aprendieron de un maestro budista procedente de la India, Bodhidharma, quien les enseñó meditación y gimnasia con tal acierto que, dice Nitobe, “los monjes que practicaron estos ejercicios se hicieron fuertes y lograron una gran capacidad de concentración y así pudieron aguantar sin dormirse durante las charlas de  Bodhidharma sobre budismo”. Lo cual sugiere que como orador no debía ser demasiado divertido. Posteriormente, esas enseñanzas fueron adaptadas y ampliadas dando el salto a Japón, cuyas interminables guerras feudales serían el caldo de cultivo del samurái.

Autoretrato de Hakuin Ekaku

Uno de ellos fue Hakuin Ekaku (1686-1769), heredero de un linaje de guerreros que se  convirtió desde muy joven en un monje zen para poder dedicarse a desentrañar koans. Los koans son paradojas irracionales en las que pensar durante largo tiempo ya que encierran el dilema de la vida. Hay cientos de ellos, como por ejemplo “imaginar el palmoteo de una mano”, “¿Quién lleva su propio cadáver?” o “sentir anhelo por la madre antes de ser uno concebido”. Pues bien, tan intensamente se dedicó a estas cavilaciones que con 20 años sufrió una grave crisis mental. Afortunadamente logró sanarse gracias a los consejos de un ermitaño y pudo dejarnos escritas grandes reflexiones. En primer lugar, nos dice, lo que toda persona debe aprender —y más aún si es un samurái— es el desapego hacia la vida, la valentía. Alguien que se asusta hasta del “ruido de una rata defecando”, señala, se alejará del camino de la iluminación y también de la verdad mundana. Concretamente, explica:

Si siempre tienes la esfera del ombligo, el océano de energía, el campo del elixir y el espacio entre la cintura y las piernas lleno de energía mental, y si no permites que mengüe un solo instante, aunque estés ocupado con tu trabajo o recibiendo a invitados, entonces la energía básica te llenará de manera natural el campo de elixir, y tendrás el bajo abdomen un poco redondeado, como una pelota a medio hinchar”.

Llegados a este punto, habrá lectores que dirán “bien, ¿y esto qué cojones significa?”. Una pista para comprenderlo es que el bajo abdomen es para la cultura japonesa el lugar que alberga los sentimientos. Aunque a lo mejor simplemente es que Hakuin nunca llegó a recuperarse del todo de esa crisis mental. Lo dejo a la interpretación de cada uno, como si fuera un koan.

Pero el autor que configuró con más nitidez el bushido sin duda fue Musashi Mjiyamoto (1587-1645) en El libro de los cinco anillos.  De él se dice que mató a su primer hombre a los 13 años y que nunca se peinó, tomó un baño, se casó, construyó una casa ni crió ningún hijo. Participó en más de 60 duelos y nunca perdió hasta que a los 29 años se retiró a una cueva, donde continuó perfeccionando su estilo durante las tres décadas siguientes y dejó escritos sus pensamientos. Sus principios fundamentales eran estos:

1. Gi: honradez y justicia en la acción.
2. Yu: valor heroico y bravura en la acción.
3. Jin: compasión o amor universal.
4. Rei: cortesía.
5. Melyo: honor.
6. Makoto: sinceridad absoluta.
7. Chugi: deber y lealtad.

Así mismo daba ciertos consejos sobre la compostura: hay que mirar siempre al frente alzando ligeramente la barbilla, formando un surco entre las cejas pero sin arrugar la frente, procurando no parpadear y cerrando ligeramente los ojos. Yo creo que esto hará a cualquiera irresistible ante las mujeres, habrá que practicarlo ante el espejo. También describe algunas posturas para el momento de entrar en combate, como la de  “El cuerpo del mono de brazos cortos” que consiste en que al estar cerca de un adversario, se le dé alcance pero no estirando los brazos sino acercando todo el cuerpo. Otra por ejemplo se denomina “Sujetar la almohada” —no con los dientes, ojo, ya que entonces estaríamos hablando de un “muerdealmohadas” y nos iríamos a otro ámbito—, un movimiento que consiste en prever la acción  que va a realizar el adversario e interrumpirla antes de que actúe, es decir, detener el ataque desde el inicio. De Mjiyamoto se dice que en cierta ocasión entró a una taberna y debido al mal olor que despedía y las moscas que revoloteaban a su alrededor (como decíamos la higiene no era una prioridad para él),  los lugareños le preguntaron dónde había robado las espadas de gran calidad que portaba, impropias de lo que parecía un mendigo. Entonces cogió unos palillos y realizó tres rápidos y certeros movimientos, que provocaron que tres moscas cayeran muertas sobre la mesa ante la estupefacción de los presentes. Era un peligroso samurái, no cabía duda.

Aunque este es un caso extremo, a menudo los samuráis no contaban con grandes riquezas ni lujos, ya que dedicarse al comercio era deshonroso y la avaricia estaba muy mal considerada. No obstante, aunque estuviera muriéndose de hambre debía aparentar suficiencia y fingir que se hurgaba los dientes con un palillo como si acabara de comer. A la manera de los personajes descritos por Quevedo en El Buscón, que se echaban migas de pan en la barba y ropas para aparentar que acababan de darse un festín.

Otro autor destacable es Daidoji Yuzan (1639-1730) cuyo libro El código del samurái comienza con estas palabras: “un samurai debe ante todo tener constantemente en mente, día y noche, desde la mañana de Año Nuevo, cuando toma sus palillos para desayunar, hasta la noche del último día del año, en que paga sus facturas, el hecho de que un día ha de morir. Esa es su principal tarea”. Otra exigencia ética esencial es la de honrar a sus padres, si no cumple este propósito difícilmente podrá posteriormente honrar a su señor. Debe tener una conducta recta, siendo consciente de que “hacer el mal es fácil y divertido” tal como nos dijo también Savater. Aconseja evitar el exceso de sexo, al que define como el gran engaño de la Humanidad. Los dedos de los pies nunca deben apuntar en dirección al señor —Yuzan lo considera un gesto de mala educación— y si oye hablar de él en cualquier conversación por informal que resulte debe ponerse en pie inmediatamente. El buen samurái ha de tener cuidado en la elección de los amigos y en el trato con ellos, ya que una excesiva familiaridad puede dar lugar a disputas. Debe evitar la fanfarronería y la maledicencia y preocuparse en no molestar a los vecinos con música o risotadas. Nunca dejará las cosas para el día siguiente y procurará ser puntual, estudioso y practicar la ceremonia del té. Por último: “también hay que evitar los haikus. Si te aficionas demasiado a esos versos cortos haiku que ahora están tan de moda, puedes fácilmente caer en la palabrería, el ingenio y la brillantez, incluso en compañía de colegas serios y reservados, y aunque esto pueda ser actualmente divertido en sociedad es una actitud que un samurái debe evitar.” Y quien dice haikus dice Twitter.

Los valores japoneses

Además de moscas Miyamoto también mataba nues, las quimeras japonesas

Bushido: el alma de Japón de Inazo Nitobe, es un libro de lectura amena muy recomendable, su autor demuestra una inteligencia aguda y una cultura muy amplia, aunque a veces resulta un tanto enervante su patriotismo tan exacerbado y carente de autocrítica. Pues bien, como el propio título da a entender, el bushido habría trascendido el ámbito de los guerreros y a la manera del sol que primero alumbra las cumbres y luego el resto del paisaje llegó a conformar los valores y el comportamiento de todos los japoneses. La antropóloga Ruth Benedict incidía en esta misma idea en El crisantemo y la espada, un libro que inicialmente fue un informe que le encargó el ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial para conocer mejor al enemigo. Por lo tanto, si invertimos los términos entonces al desentrañar la mentalidad japonesa tradicional también comprenderemos la específicamente samurái. Y bien, ¿cómo se comportan los japoneses? O se comportaban, mejor dicho, teniendo en cuenta su fuerte occidentalización desde hace unas décadas.

En Japón la vergüenza era el fundamento de la moral. Es decir, uno ha de portarse bien no porque se lo dicte su conciencia o para ganarse un lugar en el Cielo, sino para evitar la desaprobación de su entorno. También es fundamental para comprender la ética japonesa el giri, que podría traducirse como deber o “recta razón”. Que se subdivide en giri-hacia-el-mundo y giri-hacia-el-nombre-de-uno. El primero es el pago rigurosamente proporcional y equivalente de la deuda (on) hacia la familia o el señor, todos y cada uno de los favores. De esa manera, dice Benedict, recibir un regalo para un japonés era un compromiso incómodo, ya que exigía realizar otro equivalente al emisor (una idea que no nos es ajena tampoco y que Sheldon Cooper teorizó en un episodio de The Big Bang Theory).

El giri-hacia-el-nombre-de-uno está vinculado con el honor y la reputación, la necesidad de repara cualquier agravio sufrido (por eso evitaban maniáticamente cualquier situación que pudiera suponer una ofensa a los demás, como decir “no” a un ofrecimiento) y, en último término, lleva a reprimir todo lo posible la expresión de emociones. De esa manera, un padre podía pasarse varias noches escuchando la respiración de su hijo enfermo, pero eso sí, ocultándose tras una puerta para no revelar esa debilidad paternal.  A los niños se les educaba desde muy pequeños en el autocontrol, amonestándolos para que no llorasen por pequeños que fueran y si lo hacían las madres decían en su presencia frases a otros adultos como “¿Quieren llevarse a este niño? Nosotros no lo queremos” o bien les decían “¡qué niño tan cobarde, llora por un dolor insignificante!, ¿qué harás entonces cuando te corten un brazo en una batalla?”. Resulta muy ilustrativa al respecto la historia del conde Katsu, descendiente de una familia de samuráis, a quien cuando era niño un perro le desgarró los testículos. Mientras era operado su padre le amenazaba mientras tanto con una espada puesta contra su nariz: “si gritas morirás de una manera que al menos no será vergonzosa”. Pero pese a todo esto, la exigencia sobre los niños era mucho menor que sobre los adultos, según una idea extendida: “los niños no conocen la vergüenza, por eso son felices”. Una vez llegan a la adolescencia deben hacerse cargo plenamente del giri-hacia-el-nombre-de-uno, el honor.

Pero no nos desviemos del propósito inicial de este artículo, lo que es el fornicio propiamente dicho. En las zonas rurales un joven podía visitar a una chica por la noche, cuando su familia ya estaba durmiendo y ella estaba acostada, aunque para ello el pretendiente debía llevar una toalla en la cara cubriéndole el rostro. De esa manera, si era rechazado al día siguiente no se sentiría avergonzado. Aunque ella supiera perfectamente quién es, de una forma simbólica permanecía oculto e impedía así la humillación. Igualmente cuando se concertaba un matrimonio se debía hacer lo posible por presentar a la futura pareja de forma casual, de forma que un posible rechazo no fuera un deshonor para alguna de las familias. Así que se les hacía coincidir en algún parque, durante una visita a los cerezos en flor o en una exhibición de crisantemos, a ver si surgía la chispa o quedaban como amigos. En los matrimonios de clase alta el hombre podía tener posteriormente una querida que, en caso de tratarse de una gheisa, debía convertirse en su patrón y firmar un contrato. Por otra parte, si una virgen japonesa veía su virtud amenazada por algún asaltante entonces la única salida honrosa era el suicidio. Pero, una vez más, la vergüenza llegaba hasta tal punto que antes de cortarse el cuello, se ataba las piernas con un cinturón para evitar que encontrasen su cadáver en una postura impúdica.

El seppuku

Y ya que mencionamos el suicidio por honor, no podemos concluir este artículo sin aludir a la que quizá sea la costumbre más conocida y característica del samurái, el harakiri o seppuku. Si un samurái estaba en desacuerdo con una orden dada por su señor, en un primer lugar debía expresarse ese desacuerdo. Si el señor no cambiaba de parecer entonces, dado que el samurái no debía rectificar el suyo por una cuestión de honor pero tampoco podía continuar discrepando de su amo, entonces la solución era el suicidio. La comisión de un delito era castigada ofreciéndole al culpable ejecutarse a sí mismo de esta forma. Incluso según Kaibara Ekken (1630-1714) hasta un incidente tan aparentemente nimio como pelearte con una persona que ha perdido el control, debía pagarse con el seppuku. Era, en definitiva, la forma más honorable de morir, junto con la que sobrevenía en el campo de batalla.

La ceremonia que tenía lugar era calculada hasta el último detalle. El protagonista bebía sake y componía un último poema de despedida. A continuación, acudía al salón principal de un templo a presentarse ante los testigos. Una vez sentado en el centro, con un ayudante denominado kaishaku a su izquierda, se le entregaba una espada corta llamada wakizashi. Según la descripción de Richard Gordon Smith en Cuentos del antiguo Japón de un caso que presenció:

Con una voz que mostraba la emoción y la vacilación que es de esperar en un hombre que hace una revelación penosa, pero sin ningún otro signo revelador ni en su rostro, ni en sus movimientos, habló de la siguiente forma: “yo y y solo yo, fui quien dio injustamente la orden de abrir fuego contra los extranjeros en Kobe cuando trataron de huir. Por este crimen me abro el vientre y os suplico que estéis presentes para ser testigos del acto”. Se inclinó una vez más y dejó caer la parte superior de su ropa hasta la cintura, dejando su tórax al desnudo. Luego, con mucho cuidado, según la costumbre, colocó las mangas arrolladas por debajo de las rodillas, para impedir que su cuerpo cayese hacia atrás, puesto que un caballero noble japonés debe morir cayendo hacia delante. A continuación, lentamente, pero con mano firme, tomó la daga y la miró atentamente, casi con afecto. Durante un momento parecía recapacitar por última vez, pero enseguida se clavó el arma profundamente por debajo del pecho en el lado izquierdo y la movió lentamente hacia el derecho, luego la hizo girar dentro de la herida e hizo un ligero corte hacia arriba. Durante todo este proceso, no movió ni un sólo músculo de su rostro, solo cuando hubo sacado la daga, se inclinó hacia adelante y alargó el cuello, entonces una expresión de dolor cruzó por primera vez su cara, pero no profirió ni un sonido. En ese momento el kaishaku, que había permanecido sentado a su lado, se puso en pie de un salto y blandió su espada en el aire por un instante. Entonces hubo como un relámpago, un ruido sordo, horrible, como el sonido de algo que cae. Con un solo corte, de un tajo, había separado la cabeza del cuerpo”.

¹ Tal que así se escribió en El Quijote, aunque hoy esté en desuso y se prefiera el término selebro.

Borges y los regalos del universo

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Aleph de felicidades

Jorge Luis Borges, que logró dar al universo la ilusión de su enumeración innúmera en El Aleph, supo recibir también del mundo una heterogénea serie de regalos aparentemente caótica, aunque íntimamente cósmica. Prodigados y compartidos hacia al final de su vida con María Kodama, aquellos cómplices dones componen ahora una especie de Aleph de felicidades que se abre generoso a la complicidad de todos.

En el prólogo del Atlas “que ciertamente no es un Atlas” consideraba oportuno Borges comenzar hablando de la pluralidad de sus causas. Muchas son también, desde luego, las que ocasionaron el presente escrito, que se ideó en Buenos Aires, contemplando la biblioteca, los objetos y las imágenes del autor de El Aleph en la sede de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, bastante antes de que esta fuese abierta al público.

No intentaré, pues nadie es Borges, la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto de elementos tan infinito como el que me pareció percibir, por decirlo borgesianamente, en aquel instante intenso y gigantesco de mi vida, sin duda compuesto por millones de asociaciones sin fin.

Me limitaré a agradecer la invitación y la guía generosas de María Kodama, quien ya había tenido la gentileza de presentar en Buenos Aires mi primer libro sobre Borges, haciéndome sentir como un dantista a quien le presentase la obra, no el propio Dante, sino la misma Beatriz. O más bien, tratándose de un estudioso de Borges, haciéndome sentir como si aquella obra la presentase la tan expresamente invocada, en la producción del autor, María Kodama, y como si mi cicerone por el paraíso de curiosidades borgesianas fuese una unánime y sobrevenida Ulrica oriental.

Pocos años después, yo mismo tuve el honor de presentar a María Kodama en Santiago de Compostela, así como de guiarla, por lugares emblemáticos de la Galicia compartida con Carmen Blanco, como la catedral de Santiago, el Casco Viejo de Compostela, el Parque de la Herradura, las rosalianas orillas del Sar, el Paseo Marítimo de A Coruña, el Atlántico reflejado en las galerías de cristal, la bahía desde la Torre de Hércules, el Memorial de Paz y Libertad… Y en esas excursiones se completaron las mil y una historias borgesianas con que nos obsequió, minimalista y caudalosa, esta Scheherezade austral, haiku y saga como Japón e Islandia, pero también ecuménica y viajera como Buenos Aires y Santiago de Compostela.

Borges fue un escritor generoso con el universo, del que nada le fue ajeno. Es justo que el universo sea generoso con su memoria, que nunca podrá serle ajena, como prueba la colección de deleitables actos y curiosos objetos que siguen, escogidos entre los millones posibles, pues no hay un día en la vida de un ser humano, y tampoco en la de Borges, como él mismo pensaba, en el que no haya un momento para la desgracia, pero desde luego también para la felicidad.

Ojalá que esta miscelánea sea “nómada en el viaje, pero también en el pensamiento, pues el instinto libertario solo necesita del viaje interior”, tal como postula la ensayista María Lopo en su lúcido y policéntrico ensayo sobre el lugar.

Invocación a la musa lunar

María Kodama es la persona a la que Borges dedicó expresamente más textos y también la mujer que más veces invocó en su obra. La primera dedicatoria que le dirigió apareció en el poema La luna, de La moneda de hierro:

La luna

A María Kodama

Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

Pero será con Historia de la noche cuando Borges inaugure todo un microgénero destinando a María Kodam,a una dedicatoria que trasciende cualquier forma literaria con elementos minimalistas de la épica inaugural, del relato autobiográfico, del poema lírico en prosa, del personal ensayo encarnado y aun de la epigrafía numismática nominalista. Porque, escritor integral, Borges era el mismo creador genial en el cuerpo central de sus libros que en el paratexto conformado por prólogos, epílogos y, desde luego, dedicatorias como esta:

“Por Venecia de cristal y crepúsculo. Por la que usted será: por la que acaso no entenderé. Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía Spinoza, meras figuraciones de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama”.

Ahora bien, a partir de Historia de la noche, el nombre de María Kodama, allí evocado e invocado, se convertiría en un numen y también en un mantra en el resto de su obra. Así lo revela su siguiente poemario, La cifra, donde ensaya además su propia teoría de la dedicatoria: “De la serie de hechos inexplicables que son el universo o el tiempo, la dedicatoria de un libro no es, por cierto, el menos arcano”, asegura, pero, al mismo tiempo, entiende que, en la medida en que se trata de “un don, un regalo”, está marcada por el signo de la reciprocidad, pues “todo regalo verdadero es recíproco”. De aquí su magia nominativa:

“Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio”.

Fue para Borges, en efecto, María Kodama compañera en la vida, pues con ella vivió, viajó y se casó, y colaboradora en la obra, pues con ella tradujo varias lenguas germánicas, con ella compuso libros diversos, con ella articuló su personal biblioteca y con ella convivió su propia obra, como refiere la dedicatoria de su último poemario, Los conjurados, de nuevo marcada por la magia simbolista de la enumeración falsamente caótica y sus misterios:

“De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?  (…) En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!”

Y en el proteico Atlas evocó a su compañera de un modo que incluye teleológicamente a todos los lectores, porque sabe que se trata ya de una cartografía literaria que forma parte de muchas vidas:

“En el grato decurso de nuestra residencia en la tierra, María Kodama y yo hemos recorrido y saboreado muchas regiones, que sugirieron muchas fotografías y muchos textos. (…) María Kodama y yo hemos compartido con alegría y con asombro el hallazgo de sonidos, de idiomas, de crepúsculos, de ciudades, de jardines y de personas, siempre distintas y únicas. Estas páginas querrían ser monumentos de esa larga aventura que prosigue”.

No en vano, en el poema Los dones que se incluyó en Atlas y que conforma todo un tríptico con los anteriores Poema de los dones y Otro poema de los dones, Borges afirmó que “pudo una tarde descubrir la luna / y con la luna el álgebra de estrellas”.

El bastón de bambú traído de China

En el libro La cifra hay un poema que es a su vez cifra de la ligadura universal: El bastón de laca. Se inspira este texto en el bastón de bambú traído de China que María Kodama encontró para Borges en el proteico barrio de inmigrantes orientales de Chinatown, área que se extiende, o más bien se desparrama, por el Bajo Manhattan de Nueva York.

El bastón es leve e inolvidable como el zahir del cuento y como el propio poema que traza su historia y describe sus características: “María Kodama lo descubrió. Pese a su autoridad y a su firmeza, es curiosamente liviano. Quienes lo ven lo advierten; quienes lo advierten lo recuerdan”.

Borges adopta el regalo como una parte del país de Chuang Tzu, pensador este al que ya había aludido muy significativamente en el poema Las causas de Historia de la noche. Y no parece imposible que la laca de El bastón de laca pudiera contener polvo de las alas de una onírica mariposa encarnada si tenemos en cuenta las palabras de Borges: “Pienso en aquel Chuang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre”.

El mismo Borges reflexiona sobre el artesano que trabajó el bastón, un oriental “perdido entre novecientos treinta millones” del que nada sabe y del que nada sabrá, salvo que una ligadura, resinosa y traslúcida como la sustancia vegetal y animal de la que se fabrica el duro barniz que da brillo al cayado, los ata misteriosa e irremediablemente. Y entonces concluye: “No es imposible que el universo necesite este vínculo”.

Yo tuve el bastón en mis manos europeas y de algún modo sentí que me sumaba a una universal ligadura entre las de un asiático anónimo y las de un célebre americano. Ahora es la hora de que quien lea El bastón de laca o estas palabras sobre El bastón de laca sienta en paz la epifanía del ecuménico vínculo entre todos los seres del mundo.

Traducir anglosajón y enamorarse

Un hombre, casi un anciano, y una mujer, casi una niña, desentrañan juntos en una clase austral los épicos posos boreales de la memoria del mundo. Por algo Borges, utilizando primero la lengua inglesa, declaró en la breve memoria titulada Un ensayo autobiográfico: “el anglosajón era para mí una experiencia tan íntima como mirar un crepúsculo o enamorarse”.

Cuenta además, en la misma obra, que el inicio de sus clases de anglosajón tuvo lugar cuando propuso a sus alumnos de literatura inglesa empezar por el principio y recurrir al Anglo-Saxon Reader de Sweet y a la Anglo-Saxon Cronicle que yacían en “los estantes más altos de la biblioteca”. Entusiasmados e intoxicados por la lectura directa de los textos, evitaron la gramática y gritaron voces arcaicas por la calle partiendo juntos “hacia una larga aventura”.

De ella nacieron poemas estudiosos como Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona, incluido en El hacedor, y placeres estudiantes como el que relata en Un ensayo autobiográfico: “En lo personal, sabía que la aventura sería infinita, y que podría seguir estudiando el inglés antiguo el resto de mis días”. Y fue así como, “Al cabo de cincuenta generaciones”, tal como dice el primer verso del poema citado, comenzó a gozar del indecible e integral placer de estudiar, justo cuando caía en el crepúsculo de la ceguera, aquel primitivo “lenguaje del alba”. De este modo lo recuerda Un lector en Elogio de la sombra:

Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
me di al estudio del lenguaje de hierro
que usaron mis mayores para cantar
espadas y soledades

Borges asume en Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona el origen anglosajón de sus antepasados Haslam y se imagina usando aquellas “ásperas y laboriosas palabras” desde “antes de ser Haslam o Borges”.

Por todo ello y en consecuencia con tales aparentemente insólitos estudios e inauditos intereses para un escritor argentino, su libro El otro, el mismo contiene todo un ciclo heroico inspirado por aquellos cantares de gesta: Un sajón (449 A. D.), Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf, Hengist Cyning, Fragmento, A una espada en York Minster, las dos composiciones tituladas A un poeta sajón. Y a ello se sumarían otras piezas guerreras, como las teleológicas El pasado y Hengist quiere hombres, 449 A. D., de El oro de los tigres, o la numismática Nortumbria, 900 A. D. y la autoelegíaca Elegía de La rosa profunda.

Por lo demás, en sus obras en colaboración Antiguas literaturas germánicas, Introducción a la literatura inglesa y Literaturas germánicas medievales trata y cita abundantemente esta épica auroral, a menudo aludida en otros ensayos y a veces presente también en sus relatos. Eco de todo ello es, por ejemplo, El enemigo generoso, supuesto y premonitorio saludo de Muirchertach, rey en Dublín, a Magnus Barford, rey de Noruega que pretendía conquistar Irlanda, texto incluido en El hacedor.

Pero la traducción anglosajona tampoco fue solitaria, sino compartida con su entusiasta alumna y al mismo tiempo co-discípula en tal materia, María Kodama, con quien tradujo directamente al castellano la épica aliterada de aquel arcaico “idioma de consonantes ásperas y de vocales abiertas”, dando origen así al volumen Breve antología anglosajona.

En él se contiene un fragmento de la Gesta de Beowulf, “una Eneida vernácula”, pero también un combate que les recuerda a la Ilíada, elegías que remiten o anticipan a Whitman y a Kipling, un relato retomado por Longfellow y un diálogo salomónico que conectan con el Talmud y con Dante. Todo ello resuena en otros poemas posteriores de Borges como “un rumor de viejas espadas”, pero también como un rumor de nuevas emociones compartidas: la Elegía del recuerdo imposible y la prosa narrativa 991 A. D., ambos pertenecientes a La moneda de hierro.

Porque la Breve antología anglosajona de Borges y Kodama, además de ser un valioso compendio de épica medieval, fue y es también, para autores y lectores, una verdadera suma de felicidad estudiosa.

Los tigres en carne y verbo

Borges amó los tigres desde la infancia, cuando ya los dibujaba y buscaba en carne e imagen sin cesar, tal como relata en la prosa rayada Dreamtigers, incluida en El hacedor: “En la infancia yo ejercí con fervor la adoración del tigre (…) Yo solía demorarme sin fin ante una de las jaulas en el Zoológico; yo apreciaba las vastas enciclopedias y los libros de historia natural, por el esplendor de sus tigres”.

Y esa tigrefilia duró toda la vida y ocupó mucha obra, comenzando por El hacedor, donde comparecen tigres soñados (Dreamtigers), tigres cíclicos (Mil novecientos veintitantos), tigres de Sumatra y de Bengala (El otro tigre), tigres que perseveran en su ser (Borges y yo)… No extraña, pues, que en Otro poema de los dones, del libro El otro, el mismo, dé las gracias al universo “por las rayas del tigre”. Ni tampoco que convoque a otros tigres en Elogio de la sombra (Juan, I, 14): “Mañana seré un tigre entre los tigres”.

Pero será El oro de los tigres el libro que vuelva a darle protagonismo al felino en cuestión, feroz entre sus Tankas, pirético en Susana Boca y simbólico en la ígnea composición que da título al libro, donde se evoca “el tigre de fuego de Blake”. Y todavía en La rosa profunda volverá Borges a “la piel gastada que fue de tigre” (Inventario), al tigrero americano del jaguar (Simón Carvajal), al tigre de los libros de la infancia (All our yesterdays), en fin, al “tigre de oro” (A un César y Otra versión de Proteo), sin olvidar “el tigre, delicado como el nardo” (El Oriente).

Pero el catálogo de tigres no es menos importante en Historia de la noche, donde “hay razones más terribles que tigres” (Alguien), donde refulge “el esplendor del cadencioso tigre” (Leones) o donde “un tigre tiene que morir en Sumatra” (La espera). Además, en este libro aparece El tigre, texto en el que, partiendo del zoológico en su infancia, evoca al “tigre arquetipo”, al tiempo “el tigre del Oriente y el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan”. Los niños lo veían “sanguinario y hermoso”, pero su beatífica hermana Norah sentenció “Está hecho para el amor”. Borges asociará siempre esta dulce observación al verso de su maestro Rafael Cansinos Assens: “Yo seré como un tigre de ternura”.

Tampoco olvidan al tigre los poemas de los últimos poemarios de Borges: Al adquirir una enciclopedia y La fama en La cifra, Las hojas del ciprés en Los conjurados. En paralelo, uno de sus últimos relatos, Tigres azules, comienza rememorando su antigua fascinación por el tigre, protagonista del relato en una no menos fascinante variante fantástica: “Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y un arquetipo eterno del mal; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia”.

Y tampoco olvida al felino rayado, por supuesto, el álbum Atlas, donde se hace recuento en Mi último tigre: las imágenes visuales de las enciclopedias de la infancia, las imágenes verbales de Blake, de Chesterton y de Kipling, la imagen platónica del “tigre trazado por el pincel de un chino, que no había visto nunca un tigre, pero que sin duda había visto el arquetipo del tigre”.

Es en este texto donde relata Borges su visita al zoológico de Cuttini en Buenos Aires y su intenso encuentro con un tigre real: “Este último tigre es de carne y hueso. Con evidente y aterrada felicidad llegué a ese tigre, cuya lengua lamió mi cara, cuya garra indiferente o cariñosa se demoró en mi cabeza, y que, a diferencia de sus precursores, olía y pesaba.” Pero, aun así, el último tigre no resultó “más real que los otros”, como prueba que, pasado el tiempo, su “imagen vuelve como vuelven los tigres de los libros”.

María Kodama acompañó a Borges en aquella aventura, que ella también relató comentando la foto junto al tigre que aparece en la edición ampliada de Atlas. Según aquella, el autor de El oro de los tigres estaba “loco de alegría” por ir y quedó encantado con la insólita experiencia: “Al terminar la visita, emocionado, Borges me dijo que nadie en su vida le había hecho un regalo tan maravilloso e inolvidable como el que acababa de materializar el sueño de su niñez”.

Con estas palabras de Atlas se cerraría, pues, el círculo borgesiano del tigre si no fuera porque María Kodama nos cuenta que, cuando la tigresa Rosie “puso las dos patas sobre los hombros de Borges, que le acariciaba el flanco mientras ella le lamía la cabeza como si fuera uno de sus cachorros”, el homenajeado no le habló a la fiera, sino, impresionado por las garras, peso y olor de esta, a la propia María Kodama.

Al igual que el protagonista del cuento La escritura de Dios descubrió que la divinidad proporcionó a la humanidad una sentencia mágica “confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares”, tal vez nos sea dado comprender que Borges reveló finalmente que el tigre real era, también, una experiencia en común y, sobre todo, un regalo esencialmente compartido.

El tigre de cerámica azul

En el abismal poema en prosa narrativa Las hojas del ciprés, incluido en el último poemario de Borges, se relata una pesadilla de la que, en un principio, no salvan al personaje ni los felinos familiares: “El gato Beppo nos miraba desde su eternidad, pero nada hizo para salvarme. Tampoco el tigre de cerámica azul que hay en mi dormitorio”.

El tigre de cerámica pintada de azul celeste, con nubes blancas y ramas verdes, habitualmente colgado en la cabecera de su cama, es un regalo de María Kodama que tal vez lo salvaba todas las noches, pero no como un filtro atrapasueños, sino como un verdadero cazador de sueños, fuesen pesadillas o fuesen maravillas, acaso porque, como escribió Shakespeare en La tempestad, estamos hechos de la misma materia que los sueños. Y no es casual tampoco que entre los nombres que se daban a sí mismos Borges y Kodama estuviesen también los de Próspero y Ariel.

El cuento Tigres azules parte de “que en la región del delta del Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie”. Pero el azul azulado, por supuesto no azulino ni azuloso, partía a su vez del cielo que resplandecía sobre la cama de Borges con apariencia de tigre, que sin duda es la forma más borgesiana del firmamento.

“Soñado fue en Islandia”

Borges se interesó pronto por la cultura escandinava y por sus metáforas codificadas, pues ya publicó en 1933 Las kenningar, ensayo que, revisado, incluyó en Historia de la eternidad. Y no hubo década en la que no abordara de algún modo el tema, pues entre sus obras en colaboración se cuentan las citadas Antiguas literaturas germánicas, publicada en los años cincuenta, y Literaturas germánicas medievales, publicada en los años sesenta. Se trataba siempre de un terreno desconocido e infrecuentado para el mundo no especializado en el área y desde luego de un interés insólito en un escritor hispanoamericano.

Dentro de las literaturas germánicas medievales, Borges apreció sobre todo la épica escandinava, como dejó claro en Otras inquisiciones, donde equipara las Sagas nórdicas a la Divina Comedia y a Macbeth. En este contexto se forja su interés y su admiración por Islandia y sus Sagas y Eddas medievales, a las que valora por su carácter conciso, dramático y cinematográfico. De aquí la presencia de éstas en ensayos, relatos, poemas y viajes, obra y vida entre la que es difícil distinguir.

En cualquier caso, al margen de otras numerosas alusiones, la isla boreal es la protagonista de los poemas A Islandia, de El oro de los tigres; En Islandia el alba, de La moneda de hierro, e Islandia, de Historia de la noche. Y a su mítico monstruo marino o “verde serpiente cosmogónica” dedicó la composición onírica Midgarthormr, de Los conjurados y Atlas: “Soñado fue en Islandia”.

A Islandia recuerda el día en que su padre dio “al niño que he sido y que no ha muerto / una versión de la Völsunga Saga”. Y de esta obra tomará la cita inicial y el argumento del relato Ulrica, incluido en El libro de arena: “Hann tekr sverthit Gram ok / leggr i methal theira bert” (“Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”). Tales palabras lo acompañarán hasta el final, ya que serán grabadas, por decisión de su viuda, en la tumba de Borges en Ginebra, con la inscripción “De Ulrica a Javier Otálora”, por supuesto alusiva a los personajes del relato que representan claramente a María Kodama y a Borges.

El principal referente literario islandés para Borges, como era de esperar en un medievalista, es el poeta, historiador, jurista y político Snorri Sturluson, cuyo trágico destino evocó en el poema precisamente titulado Snorri Sturluson de El otro, el mismo. Sobre su obra Heimskringla, crónica de los reyes de Noruega, escribió Borges también Einar Tambarskelver (Heimskringla I, 117), poema incluido en La moneda de hierro. E incluyó y prologó la Saga de Egil Skallagrimsson, atribuida a Snorri, a partir de la cual escribió la elegía Brunanburth, 937 A. D.,  incluida en La rosa profunda. No es de extrañar, pues, que, el primero de los Talismanes que enumera en el poema así titulado en El oro de los tigres sea precisamente “Un ejemplar de la primera edición de la Edda Islandorum de Snorri, impresa en Dinamarca”.

Mas el propio Borges quiso adentrarse en la traducción del islandés antiguo, al que llamó “latín del Norte” en el poema A Islandia, donde afirma su vano empeño de desentrañar tal lengua como última e ilusionada “empresa infinita”. El autor escogido para traducir fue el propio Snorri Sturluson y la compañera en la aventura fue una vez más la propia María Kodama. Así lo testimonia su versión conjunta de La alucinación de Gylfi (1984), “suerte de fantasmagoría o de fábula” que forma parte de la llamada Edda Menor o Edda Prosaica a la manera de una irónica cosmogonía de la mitología germánica.

En el inventario de aficiones presentes en el Epílogo a sus Obras completas en colaboración de 1979, Borges menciona su primera visita a Islandia, organizada privadamente por María Kodama, que había tenido lugar en 1971 y que tanto habría de inspirarlo: “El culto del Norte, que me movió a emprender, como Willian Morris, una peregrinación a Islandia”. María Kodama cuenta como allí fue reconocido Borges por cuatro hombres de casi dos metros, que resultaron ser escritores y que los rodearon en un restaurante. Uno de ellos se arrodilló y besó la mano de Borges, ante lo cual este preguntó si debía darle un bastonazo; pero, por supuesto, ella le aconsejó divertida que no lo hiciese, sobre todo dado su tamaño.

Esa Islandia daría decisivo impulso a su relato Ulrica, de insólito tema amoroso entre su narrativa, aunque suceda en York y lo protagonice una rubia ibseniana noruega vestida de negro que valoraba la versión islandesa de Sigurd y Brynhild en la Völsunga Saga por encima de la alemana de Siegfried y Brünnhilde en el Cantar de los Nibelungos: “Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”.

Y más amor contienen los poemas A Islandia, de El oro de los tigres, y Gunnard Thorgilsson (1816-1879), de Historia de la noche: “Yo quiero recordar aquel beso / con el que me besabas en Islandia”. Acaso Islandia le proporcionó amor puro igual que le permitió recobrar “las formas puras de la geometría euclidiana” abrazando una cilíndrica columna del Hotel Esja, en Reikiavik, tal como relató en Atlas.

Con María Kodama volvería a la isla para recibir en 1979 la Cruz Islandesa del Halcón en el grado de Comendador con estrella, para casarse por el rito ancestral del culto a Odín, oficiado por un sacerdote pagano, y para sentir la “Nostalgia del presente” del poema así titulado en La cifra:

En aquel preciso momento el hombre se dijo:
qué no daría por la dicha
de estar a tu lado en Islandia
bajo el gran día inmóvil
y de compartir el ahora
como se comparte la música
o el sabor de una fruta.
En aquel momento
el hombre estaba junto a ella en Islandia.

Bach en Venecia y Brahms en azul

Aunque Borges no escribió mucho sobre la música clásica, dio una conferencia titulada La literatura alemana en la época de Bach, en la que contrasta “la gran música de Juan Sebastián Bach con la pobre literatura de Alemania en aquella época”, y escribió el encomiástico poema titulado A Johannes Brahms, publicado en La moneda de hierro. Y es que el barroco Bach y el romántico Brahms fueron, en efecto, sus principales referentes en la gran música.

Recuerda María Kodama que asistió con Borges a un concierto de música de Bach interpretado al órgano por un japonés en la Plaza de San Marcos de Venecia, pues, aunque le había propuesto que quedase con unos amigos charlando mientras tenía lugar la actuación, él prefirió acompañarla. Ella pensaba estar pendiente de él y le dijo que la avisase si se aburría o si se cansaba, pero se dejó llevar por la música y se olvidó de dónde estaba y con quién. Así que cuando terminó el concierto, se disculpó ante Borges de no haber pensado en él durante su encantamiento, pero se encontró con una respuesta inesperada:

—Yo no sé si la música me gustó o no me gustó, pero lo que me gustó fue todo lo que usted me transmitió sintiendo esa música y por eso fue un concierto maravilloso.

No se conocen imágenes de Borges y Kodama en tal concierto, pero sí una famosa instantánea que les tomó el fotógrafo italiano Fulvio Roitter en el mítico y crepuscular Cafe Florian de la misma Plaza de San Marcos de Venecia: en ella la pareja es captada charlando en una espontánea escena de cafetería, mientras que otra pareja visible en perspectiva de profundidad parece también departir despreocupadamente.

En el texto que dedicó en Atlas a Venecia, Borges recuerda numerosos habitantes o pasajeros de la ciudad de las “melodiosas” góndolas, que para él tienen algo de violines y de asociable a la música. Pues bien, cada uno de los personajes aludidos parece haber puesto algo en la sinfonía de tiempo y espacio captada por la foto: Dandolo, marco histórico; Petrarca, atmósfera idealizadora; Carpaccio, naturalidad cotidiana; Shakespeare, cariz escénico; Byron, intimidad romántica; Ruskin, belleza vetusta; James, ambiente misterioso; Proust, finura decadente… Y Borges, por supuesto, “cristal y crepúsculo”.

Y la transparencia del vidrio sonoro vino también con Brahms: “—Fuego y cristal— de tu alma enamorada”. Por eso quiso “cantar la gloria / que hacia el azul erigen tus violines”. Y por eso se dejó llevar por “el río que huye y perdura”. Tocata y fuga de Bach en Venecia y sinfonía de Brahms en azul. Tal vez lo demás sea ruido, tal vez lo demás sea silencio.

Mick Jagger se arrodilla ante Borges

Es sabido, porque lo dejó escrito, que a Borges le gustaban las milongas sudamericanas y los viejos tangos de la Guardia Vieja anteriores a Gardel, como también Bach y Brahms, el jazz y el blues o la música medieval y el folklore griego y japonés. Pero, más sorprendentemente, supimos por María Kodama que también le gustaba la música rock y que escuchaba con gusto a Beatles, Rolling Stones y Pink Floyd.

Del rock valoraba, sobre todo, su potente energía, su ánimo estimulante y su espíritu lúdico, sin duda capaces de contribuir al estado de felicidad de los oyentes. Prueba de ello es que prefiriese que en sus cumpleaños sonase The wall de Pink Floyd en lugar del consabido Cumpleaños feliz. María Kodama asegura que vieron juntos infinidad de veces la película The Wall, hasta el punto de que llegó a saber de memoria sus diálogos.

Mas este gusto por la fuerza vital y terrible de los grupos de rock se vio correspondido por Mick Jagger. En efecto, el compositor y cantante de los Rolling Stones aparece leyendo una traducción inglesa del cuento El Sur en la psicodélica película Performance, donde se muestra además el retrato de Borges que figura en la sobrecubierta del libro A Personal Anthology. Finalmente, el filme termina con una explosiva imagen de Borges en forma de espejo roto a modo de clave simbólica de toda esta laberíntica y borgesiana película, cuya trama recuerda también la del relato La muerte y la brújula.

Pues bien, como si de una nueva performance se tratase, cuenta María Kodama que, en una ocasión, Borges y Jagger se cruzaron casualmente en el Hotel Palace de Madrid y que el músico se arrodilló ante el escritor, llamándole maestro y tomándole la mano. Borges, bastante asombrado, le preguntó quién era y al oir la respuesta, a su vez dejó asombrado a Jagger cuando lo identificó como miembro  de los Rolling Stones.

Fuerza vital y terrible belleza. Satisfaction.

Llorar con la belleza de Samotracia

Cuenta María Kodama en sus apuntes Borges en la memoria, que cierran la edición española de Un ensayo autobiográfico, que, siendo niña, le preguntó a su padre, Yosaburo Kodama, japonés sintoísta descendiente de samuráis y amante del arte, qué era la belleza. Y este le regaló un libro, que ella conservó siempre, con reproducciones de esculturas clásicas, entre las que se encontraba la Victoria de Samotracia, de la que le dijo “que eso era la belleza”.

La niña se sorprendió de que la célebre escultura no tuviese cabeza y de que, por tanto, no pudiese verse su cara, pero el padre le explicó, de un modo que le resultó inolvidable, fascinante y maravilloso, que la belleza no era una cabeza o una cara, sino otra cosa: “me pidió que mirara los pliegues de la túnica, agitados por la brisa del mar: detener ese movimiento para la eternidad es la belleza”.

“Fue la primera lección de estética que recibí en mi vida”, repitió y repite a menudo María Kodama, quien, por supuesto, recordó muchas veces aquella iniciática experiencia y quien, por supuesto también, se la relató a Borges. Así que cuando vieron juntos la Victoria de Samotracia en lo alto de la escalinata del Museo del Louvre de Paris, en el caso de ella por primera vez, compartieron “momentos de maravillosa intensidad”.

En efecto, afectada por el llamado síndrome de Stendhal, María Kodama sintió una “intensidad casi dolorosa”: “Fue como si oyera la voz de mi padre, y sentí que las lágrimas corrían por mis mejillas porque era la revelación de la belleza”. Pero más allá del síndrome de Stendhal sintió la empatía del amor: “De pronto, la presión de la mano de Borges en mi brazo hizo que volviera la cabeza y vi que también lloraba de emoción”.

Acaso ambos comprendieron entonces lo mismo que la poeta Olga Novo cifró en sus reiterados versos candentes: “el tiempo, amor, el tiempo no existe”. Porque la belleza, para entonces, no estaba sólo en el helenístico mascarón de proa, sino en el entrañable amor que la pareja llevaba dentro.

Borges y Cortázar ante Goya

Borges y Cortázar se encontraron en el Museo del Prado de Madrid, en 1976, ante una de las llamadas pinturas negras de Francisco de Goya, concretamente ante el gigantesco Perro semihundido que había formado parte de los muros decorados de la casa del pintor, la llamada Quinta del Sordo. Ambos escritores y el también argentino Manuel Mujica Lainez estaban en España para grabar unos programas de televisión, pero sólo se encontraron casualmente en la sala de Goya.

Cuenta María Kodama que, justo cuando estaba mirando el Perro semihundido, una de sus pinturas preferidas, vio a Cortázar visitando la sala y se lo dijo a Borges. Este le preguntó si quería saludarlo y ella dijo que si él quería ella también quería. Borges asintió en el momento en que Cortázar lo vio y se acercó para saludarlo amablemente.

El diálogo entre los dos escritores fue muy cordial, pues Cortázar recordó a Borges que en su juventud, hacía treinta años, le había llevado su primer cuento, Casa tomada, y destacó la generosidad de este publicándoselo en la revista Los Anales de Buenos Aires, en 1946, con una ilustración de su hermana Norah. Borges rió y le dijo que se había demostrado que no se había equivocado y que había sido profético.

María Kodama recuerda entusiasmada aquel encuentro: “Fue lindísimo, divino, maravilloso, único…, uno de esos instantes irrepetibles que nos regala la vida: ¡Borges y Cortázar juntos y ante mi cuadro preferido de Goya! Tenía conmigo a dos de los escritores a quienes yo más admiraba y amaba… ¡y justo delante de uno de mis cuadros favoritos! Goya, Borges, Cortázar y el Perro semihundido reunidos: fue realmente mágico. Algo verdaderamente perfecto”.

Kafka dicta en un sueño a Borges

Borges, que se inspiraba a menudo en sus propios sueños para crear, despertó una mañana en Estados Unidos y anunció a María Kodama que le iba a dictar un poema, que se tituló precisamente Ein traum (Un sueño, en alemán). Luego se editó y se reeditó en el libro La moneda de hierro, pero, contra lo que era habitual, Borges nunca corrigió tal poema, algo inimaginable en su quehacer tan minuciosamente perfeccionista, lo que suscitó la curiosidad de su compañera, que acabó por preguntarle los motivos de semejante excepción.

Entonces Borges respondió: “Yo no puedo corregir ese poema, porque no es mío, sino de Kafka, que me lo dictó en el sueño, así que hasta que vuelva a soñar con Kafka y me diga lo que debo corregir, no puedo modificar nada”.

Y nada se modificó:

Lo sabían los tres.
Ella era la compañera de Kafka.
Kafka la había soñado.
Lo sabían los tres.
Él era el amigo de Kafka.
Kafka lo había soñado.
Lo sabían los tres.
La mujer le dijo al amigo:
Quiero que esta noche me quieras. 
Lo sabían los tres.
El hombre le contestó: Si pecamos,
Kafka dejará de soñarnos.
Uno lo supo.
No había nadie más en la tierra.
Kafka se dijo:
Ahora que se fueron los dos, he quedado solo.
Dejaré de soñarme.

Un poeta argentino, que escribe en español, sueña en Estados Unidos un poema dictado por un narrador judío, nacido en Checoslovaquia, que escribía en alemán. La hija del japonés Yosaburo Kodama y de la argentina, de origen germano-español, Maria Antonia Schweitzer, es testigo del hecho y copia el resultado. Con el tiempo, la argentino-japonesa promueve simposios bienales sobre Kafka y Borges en Praga y Buenos Aires. El mundo se parece más al mundo, ahora.

Cinco alunados en globo

Uno de los regalos que más entusiasmó a Borges de los que le ofreció el universo fue la experiencia de montar en globo aerostático en el valle de Napa, (California), sobre la que escribió el texto titulado El viaje en globo, incluido y fotográficamente ilustrado en Atlas.

Frente a la imposibilidad de la levitación y al tedio del avión, Borges reivindica allí el vuelo en globo como lo que más podría asemejarse al vuelo de los pájaros o al vuelo de los ángeles, uno de los sueños más antiguos y una de las ansiedades más elementales del ser humano. Y la palabra clave de su experiencia es, precisamente, “felicidad”, la “felicidad casi física” que compartió con María Kodama la madrugada que presenció el despliegue del gran globo de nylon en el valle de Napa hasta alcanzar la forma de “una pera invertida como en los grabados de las enciclopedias de nuestra infancia”, para luego partir hacia el cielo acariciados por el viento y por la imaginación.

Subieron cinco pasajeros, tan solo cargados con champaña para ofrecer y brindar tras el descenso, y juntos compartieron “un viaje por aquel paraíso perdido que constituye el siglo diecinueve”. Porque, para Borges, aquel viaje en el espacio de la Tierra lo fue también en el tiempo de la Luna: “Viajar en el globo imaginado por Montgolfier era también volver a las páginas de Poe, de Julio Verne y de Wells”.

Cinco selenitas de la imaginación espacial trascendieron el tiempo con Borges: los dos hermanos Mongolfier, con su pionero invento en la Francia del siglo de las luces; Edgar Allan Poe, con su globo trasatlántico y su globo a la luna; Jules Verne, con sus cinco semanas en globo sobre África Central; H. G. Wells, con su globo lunar atravesando cráteres intercomunicados en una especie de esponja rocosa.

Japón junto al haiku

El poema Shinto, de La cifra, sintoniza con el sintoísmo japonés recordándonos: “Ocho millones son las divinidades del Shinto / que viajan por la tierra, secretas”. En la misma onda, De la salvación por las obras, el cuentecillo que Borges dedicó en Atlas al Japón, narra que las divinidades del Shinto, cuyos rostros son “kanjis que no se dejan descifrar”, habían decidido borrar a los seres humanos de la faz de la tierra debido a la atrocidad bélica que los caracteriza, pero finalmente rectifican tras oír un perfecto haiku: “Así, por obra de un haiku, la especie humana se salvó”.

Los seis Tankas, de El oro de los tigres, y los Diecisiete haiku, de La cifra, prueban la confianza de Borges en las formas breves de la poesía japonesa. “Es curioso ver que las tres literaturas por las que Borges sintió más atracción, surgen en islas: Inglaterra, Islandia y Japón”, recuerda María Kodama en el prólogo de la selección de textos de El libro de la almohada, de Sei Shonagon, efectuada con Borges a partir de una traducción inglesa del original japonés.

Desde luego, el Oriente en general y el Japón en particular suscitaron a menudo el interés de Borges, como prueban referencias diversas dispensadas a su admirado Ryūnosuke Akutagawa; relatos como El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Sukéy, de Historia universal de la infamia; ensayos como su presentación de Cuentos de Ise, de Ariwara no Narihira, o poemas como El go, de La cifra, sobre el homónimo juego astrológico nipón.

Incluso, fue el propio Borges quien introdujo a María Kodama en la cultura y en la tradición de su propio país de origen, sobre cuya mitología le regaló un libro iniciático, aunque enseguida ambos compartieron la misma pasión en lecturas, viajes y traducciones. Por su parte, la propia María Kodama prologó en solitario importantes obras japonesas medievales, como la novela Historia de Genji, de la narradora y poeta Murasaki Shikibu, y el poemario Hojoki, canto a la vida desde una choza, del ermitaño budista Kamo-no-Chomei.

Una de las incursiones comunes fue, desde luego, la citada versión del informal anecdotario de Sei Shonagon, dama de corte del siglo X, llamado “libro de almohada” por tratarse de manuscritos habitualmente guardados en los cajones de madera de los lechos. Tal obra es testimonio de la vida cortesana medieval en Japón y tiene valor antropológico, etnográfico e intrahistórico, pero también lo es de una personalidad femenina observadora, sutil, lúdica y a veces frívola, desconsiderada o cruel.

Desde luego, a Borges tuvo que fascinarlo la miscelánea estructura de esta curiosa obra, dotada de decenas de enumeraciones aparentemente caóticas sobre los temas más variados, pero personalizadas por el orden del gusto, del disgusto y del deseo, como ocurre con las sorprendentes relaciones de cosas odiosas y de cosas adorables, de cosas elegantes y de cosas inconvenientes, de cosas espléndidas y de cosas vergonzosas, de cosas placenteras y de cosas desagradables, de cosas infrecuentes y de cosas incómodas, es más, de cosas que tienen que ser grandes o chicas, de cosas que pierden y de cosas que ganan al ser pintadas, de cosas que dan la sensación de limpieza o de suciedad, de cosas que están lejos aunque estén cerca o que están cerca aunque estén lejos… Porque este libro nos recuerda que hay cosas que uno tiene prisa de ver o saber y hay cosas que sorprenden y afligen, como hay cosas que caen del cielo y cosas que han perdido poder.

En esta particular clasificación de las cosas del mundo cotidiano hay también espacio para los árboles, para los insectos, para los meteoros y para los temas poéticos, porque todo es susceptible de relacionarse según el parecer de Sei Shonagon, quien en su escrito y en su vida derrocha “pasión, delicadeza y cortesía”, como concluye María Kodama comparándola con Borges en ética y en estética.

Entre las cosas intensas que Borges y María Kodama vivieron juntos se cuentan, desde luego, sus tres viajes, en 1979, 1980 y 1984, al Japón, donde compartieron la paz de ceremonias de purificación zen, vistieron los  típicos kimonos, durmieron en el suelo del austero ryokan, hablaron con monjes budistas y sintoístas, oyeron música tradicional japonesa y tocaron los tankas del poeta Basho, grabados en piedra donde los escribió. Fallecido Borges, María Kodama pondría especial empeño en mantener esta sintonía argentino-japonesa con múltiples actividades en la Fundación Internacional que lleva el nombre del escritor.

La división de lo que hay, multiplicado por lo que no hay, es una suma. La presencia de Borges en Japón, y la ausencia de María Kodama de su país de origen, del que atesoró su discreta tendencia al silencio respetuoso y a la soledad serena, hizo florecer feliz el haiku junto a la isla.

Perdidos en el laberinto de Cnossos

Aunque Borges no viajó a Grecia hasta recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Creta en 1984, él mismo afirmó en su discurso de aceptación que tenía la sensación de estar volviendo a Creta o la de haber estado siempre en Grecia, así como la de que quedaría allí para siempre, aun cuando su cuerpo estuviese ausente. La razón es muy obvia: Grecia fundó la filosofía y la literatura de Occidente en las que se formó el escritor y Creta aportó el mito del laberinto, que aquel conoció de niño al iniciarse en la mitología helena y que sería una constante en sus lecturas, desde los clásicos de la Antigüedad hasta el lúdico Stevenson y el angustiado Kafka.

De hecho, toda la obra de Borges utiliza el laberinto como símbolo, por lo que no es de extrañar que escribiese el temprano artículo Laberintos, sobre el concepto e historia del mito, ni que su principal compilación de cuentos traducidos al inglés se titulase precisamente Labyrinths.

En efecto, Borges recreó directamente el mito del Minotauro de Cnossos en el relato La casa de Asterión y dio título o forma de laberinto a los cuentos Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, El jardín de los senderos que se bifurcan, La muerte y la brújula, Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto y Los dos reyes y los dos laberintos, aparte de otros muchos ejemplos presentes en su narrativa.

Y no menos atención por el símbolo mostró en su poesía, como revelan desde el título las composiciones Laberinto y El laberinto, de Elogio de la sombra, entre otras muchas: El palacio, en El oro de los tigres; Efialtes, en La rosa profunda; East Lansing 1976 y La moneda de hierro en el libro homónimo de este último poema; Las causas, en Historia de la noche; El ápice y El go, en La cifra; La suma y El hilo de la fábula, en Los conjurados

Además, el laberíntico texto titulado El laberinto y publicado en Atlas muestra a Borges perdido en el dédalo con María Kodama, su Ariadna en Cnossos: “Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto”. Tal es además el tema del citado poema en prosa El hilo de la fábula, precisamente escrito y fechado en Cnossos.

Pero el interés de Borges por el laberinto no se debe a lo que este mito pueda tener de pesadilla existencial, sino más bien de consolación intelectual, tal como dejó claro en la propia Creta: “el laberinto no me produce sólo temor sino también una suerte de esperanza. Porque si el mundo es caos, estamos perdidos. Pero si es un laberinto, entonces queda alguna esperanza; existe un propósito: un plan secreto dentro de este caos aparente”.

El epílogo de El hacedor, como luego el mencionado poema La suma, presenta a un hombre que “se propone la tarea de dibujar el mundo” y, tras dedicarle la vida a esta, “descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Claro que, del mismo modo que Borges llegó a asociar el laberinto a la ciudad de Venecia, tal vez la imagen que acabó trazando no fuera la suya, sino la más amada. En cualquier caso, María Kodama inauguró en la ciudad de Venecia, veinticinco años después de la muerte del escritor, el gran laberinto de doce mil arbustos siempreverdes, bosque de boj diseñado por el laberintólogo Gilbert Randoll Coate, que de algún modo retrata vegetalmente al autor de El jardín de senderos que se bifurcan.

Ginebra, la ciudad propicia a la felicidad

La familia de Borges se estableció en Ginebra entre 1914 y 1918, años decisivos para la formación del futuro escritor. Y en 1919, 1920 y 1923 todavía volverá el joven Borges a dicha ciudad por distintos motivos. Muchos años después y acompañado de María Kodama, en 1985, se instalará en Ginebra hasta su fallecimiento, acaecido al año siguiente. El texto dedicado a Ginebra en Atlas resume toda aquella trayectoria juvenil e incluso se proyecta hasta después de la muerte: “Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo”.

Más también dice allí que, de todas las ciudades del planeta y de todas las patrias que lo acogieron, “Ginebra me parece la más propicia a la felicidad”. Ahora bien, aparte de las razones personales, Borges admiraba la acogida que dio la internacional urbe a los grandes pensadores que allí se instalaron y a los refugiados de la Primera Guerra Mundial, así como el respeto y la discreción que la caracterizan.

Y apreciaba además el confederalismo de la multicultural Suiza, estado compuesto por veintidós cantones de diferentes lenguas y religiones: “El de Ginebra, el último, es una de mis patrias”. Así lo dice en el poema Los conjurados, último de su último poemario, titulado también Los conjurados para hacer más visible su testamentario mensaje final de armonía humana y concordia universal.

Los conjurados resume la formación de la Confederación Helvética, desde que, en la Edad Media, “hombres de diversas estirpes, que profesan / diversas religiones y que hablan en diversos idiomas” comenzasen a tomar “la extraña resolución de ser razonables”, olvidando sus diferencias y acentuando afinidades. Y esta visión quiere ser visionaria: “Mañana serán todo el planeta. / Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético”.

En consecuencia, Borges adoraba el plato de madera decorado con los blasones de los veintidós cantones suizos en torno al escudo helvético que le había regalado María Kodama. Por eso lo tenía al lado de su cama, representando a su civilizada patria federalista o, al menos, al arquetipo de su utopía. Y el plato cantonal lo representaba próximo y espléndido como el de la brioche que María Kodama adquirió en una de las panaderías ginebrinas Aux Brioches de la Lune y que ahora se exhibe, cual canon, en el Atlas de arquetipos universales de la pareja.

Cuentos para una inglesa desesperada
La Ciudad junto al río inmóvil
Todo verdor perecerá
Rodeada está de sueño
Triste piel del universo
La noche enseña a la noche

La rosa sin por qué

A lo largo de su vida y de su obra, el agnóstico Borges se mostró muy interesado por el misticismo en general y por el misticismo germánico en particular, como prueban sus escritos sobre los alemanes Eckhart y Czepko o sobre el sueco Swedenborg. En este contexto, sobresale la atención prestada a Angelus Silesius, autor de El peregrino querubínico o Rimas espirituales, gnómicas y epigramáticas conducentes a la contemplación divina, a quien descubrió ya durante su juventud en Ginebra.

En efecto, Borges menciona a Silesius en diversas entrevistas, en algún ensayo de Inquisiciones y de Otras inquisiciones y en numerosos poemas: Otro poema de los dones, de El otro, el mismo; Al idioma alemán, de El oro de los tigres; G. A. Bürger y The things I am, de Historia de la noche.

Ahora bien, la más reiterada referencia de Borges a Silesius es, sin duda, la que remite al dístico Sin por qué: “La rosa es sin por qué, florece porque florece. No se percibe, no se pregunta si la ven”. En efecto, ya está presente en el artículo juvenil Elementos de preceptiva y reaparece en conferencias de madurez como La poesía, publicada en Siete noches. Por supuesto, Borges no fue el único en reparar en esta cifra estética como divisa, pues incluso su amigo y admirador José Ángel Valente escogió, al final de su vida, el dístico que la contiene como su poética preferida, que cifró así: “La rosa es sin por qué, florece porque florece, / no se inquieta por ella misma, no desea ser vista”.

En consecuencia, Borges arrastró a María Kodama a traducir del alemán y a prologar juntos Cien dísticos del Viajero querubínico de Ángelus Silesius, una aventura en la que el poeta argentino retomó la lengua que había aprendido autodidácticamente en Ginebra para leer a Schopenhauer y a Nietzsche y para luego pasar tantas noches llenas “de Hölderlin y de Angelus Silesius”, como escribió en Al idioma alemán.

María Kodama recordaba esta aventura traductora descubriendo venturosa, como por cierto tiempo antes el citado Valente, la curiosa talla de ángeles con anteojos en el retablo barroco de una iglesia compostelana. Un elemento más en el aleph de felicidades que también incluyó con asombro la joven poeta de culto Tera Blanco de Saracho en su borgesiana Fantasía aleph:

Gigantes bebiendo flores heladas y helechos.
Gnomos por tus ojos.
Ángeles con gafas.
Polvo en el espejo.
Montañas de luz extraterrestre.
Pueblos enteros a caballo.
Manos en flor y vida en Venus.
Nada es fantasía mía.

Modificando el desierto

En su ensayo El idioma analítico de John Wilkins, incluido en Otras inquisiciones, Borges hizo célebres las delirantes y arbitrarias clasificaciones del Emporio celestial de conocimientos benévolos, enciclopedia china que cita a través de Franz Kuhn, de la que procede el fragmento que Michel Foucault convertiría en ejemplo del absurdo categorial:

En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.

No otra es ni podía ser la estructura de este catálogo de regalos del universo, cuya inconmensurable composición se parece a la del arenal del desierto. Pero Borges recordó en su brevísimo testamento El desierto, provocado por su estancia en Egipto e incluido en Atlas, que cuando tomó un puñado de arena y lo arrojó luego a poca distancia fue consciente de que estaba modificando el Sahara: “El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas”.

En el mensaje de paz y amor que María Kodama destina a Borges al final de la edición póstuma de Atlas, puede leerse: “seremos otra vez Paolo y Francesca, Hengist y Horsa, Ulrica y Javier Otálora, Borges y María, Próspero y Ariel, definitivamente juntos, sólo para la eternidad”. Pues bien, más allá de los nombres que se daban, ya son eternos y ya están juntos cada vez que los leemos, pensamos, viajamos o imaginamos.

Los felices por estar juntos, aunque sea en el infierno de Dante; los felices por fundar juntos el primer reino anglosajón, aunque no sepan que lo hacen para fundar la literatura inglesa, porque todavía hablan su antecedente germánico; los felices por amar juntos, aunque sea, con otros nombres, en un cuento de Borges; los felices por viajar juntos por la vida, aunque sean tan distintos en origen y edad como los viajeros de Atlas; los felices aventureros por las islas cual mago humanista y espíritu andrógino, aunque a veces los envuelva la tempestad de Shakespeare…

María Kodama refirió muchas veces su complejísima relación con Borges, tan fuera de lo común y de lo convencional, tan abierta a lo imprevisto y a lo desconocido, y que solamente encuentra expresión cabal en la Ilíada de Homero, cuando Andrómaca trata de enternecer y de retener a Héctor, para que no vaya a morir por Troya, diciéndole: “Héctor, tú eres ahora mi padre, mi venerable madre y mis hermanos, / pero sobre todas las cosas eres el amor que florece”.

“Amo pero no tengo amo”, escribió definitivamente Carmen Blanco. Por eso el amor que florece, como los cerezos en el Japón, de María Kodama, educada por su padre en los principios de Gandhi y de Bertrand Russell, asistió feliz al retorno de Borges a los ideales pacifistas de su juventud. Ella misma recuerda la fraternidad pacifista de los poemas juveniles en Borges en la memoria: “Políticamente, Borges en su juventud fue anarquista, librepensador siempre a favor del pacifismo”.

En efecto, Borges se manifestó radicalmente pacifista al final de su vida, hablando en Milán en 1985: “Creo que todas las armas son nefastas, soy pacifista. (…) Opino que toda guerra es injustificada”. Y este pacifismo lo llevó incluso a reconsiderar la ética, aunque no la estética, de su amada épica: “Desgraciadamente, los poetas han dado en cantar la guerra. En fin, la épica es admirable, pero el tema no es admirable”. Por eso el antiguo cantor de espadas y cuchillos acabó declarándose contrario a todas las armas: “Estoy contra la bomba y contra la espada, y contra todas las armas, incluso las armas ilustres y antiguas de las asirios, de los persas o de los griegos”.

Encontrar la paz y encontrarse en la paz es también un regalo del universo. “Pensar en él es pensar en un amigo íntimo, que no hemos visto nunca pero cuya voz conocemos, y que extrañamos cada día”, dijo Borges de Wilde. Sin desdecir de mi admiración máxima por Homero y por Sófocles, por Safo y por Virgilio, por Dante y por Shakespeare, por Goethe y por Dostoievski, por Keats y por Hölderlin, por Poe y por Rimbaud o por Kafka y por Breton, yo podría decir lo mismo de Cervantes y Tolstoi, de Whitman y Verne, de Rosalía y Dickinson o de Borges y Borges.

Así fue sobrevivir a Hiroshima

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Hiroshima Hz
Yoshitaka Kawamoto
tenía trece años. Estaba en el colegio —como todos los demás niños de la ciudad— cuando sucedió, a las ocho y cuarto de la mañana. Su escuela estaba aproximadamente a un kilómetro del epicentro de la explosión. Fue el único chaval de su clase que sobrevivió. Mientras estaba tranquilamente sentado en su pupitre, uno de sus compañeros de clase le llamó la atención a susurros sobre algo que estaba sucediendo en el exterior. Había visto a través de la ventana un bombardero estadounidense que se acercaba, volando extrañamente solitario:

«Mi compañero de clase murmuró algo. Señalando hacia la ventana, me dijo: “¡Viene un B-29!”. Apuntó con el dedo. Así que empecé a incorporarme en mi silla para conseguir verlo. Le pregunté “¿dónde está?”. Miré hacia la dirección en que él señalaba, intentando ponerme de pie. Todavía no me había erguido cuando sucedió. Todo lo que recuerdo es un pálido resplandor que duró dos o tres segundos. En ese mismo momento me desmayé. No sé cuánto tiempo pasó hasta que recuperé el conocimiento. Era horrible. Horrible. El humo entraba por algún resquicio entre los escombros y un polvo arenoso flotaba por toda la estancia. Yo estaba atrapado bajo los escombros y sentía mucho dolor, que fue probablemente el motivo por la que recuperé la consciencia. No podía moverme, ni siquiera un centímetro. Entonces escuché a unos diez de mis compañeros que habían sobrevivido y empezaron a cantar el himno de la escuela. Lo recuerdo bien. Podía oír sollozos, alguien estaba llamando a su madre. Los que todavía estaban vivos cantaron el himno de la escuela durante tanto tiempo como pudieron… y creo que yo también me uní al coro. Pensábamos que alguien vendría a ayudarnos, por eso cantábamos tan alto. Pero nadie vino. Empezamos a dejar de cantar uno tras otro. Al final me quedé cantando yo solo»

Sus compañeros, atrapados como él en la penumbra del aula derruida, fueron muriendo uno a uno y sus voces se fueron apagando.

"Little Boy", el quinto jinete del Apocalipsis.

“Little Boy”, el quinto jinete del Apocalipsis.

Todos los japoneses estaban familiarizados con el B-29, modelo de bombardero estadounidense acerca del que tanto les habían prevenido. Si veían aparecer un escuadrón de aquellos aviones, podían esperar una lluvia de bombas sobre la ciudad. De hecho, aquella misma mañana las autoridades militares habían decretado una alerta aérea al detectar aviones en el radar, pero cuando se dieron cuenta de que únicamente un par de bombarderos estaban sobrevolando el territorio, revocaron la alarma. Con únicamente un par de aviones no puede efectuarse un bombardeo importante sobre una ciudad. Al ser retirada aquella alerta aérea, los habitantes de Hiroshima continuaron con su rutina habitual. Los adultos acudieron a sus trabajos y los niños fueron a clase. Los militares japoneses, muy escasos ya de combustible para sus cazas, no se molestaron en lanzar ninguna misión de intercepción para detener a aquellos dos B-29 aislados. Se limitaron a disparar algunas salvas de fuego antiaéreo. Los bombarderos estadounidenses se acercaron a la ciudad sin mayores problemas.

Algunos ciudadanos locales, que casualmente miraban al cielo en aquel momento, vieron el primer B-29 acercándose  por el horizonte. Aquella era una escena peculiar. No despertó una gran alarma entre quienes pudieron verlo, sino más bien un sentimiento de perplejidad: un bombardero volando en solitario se salía de las costumbres de la guerra y no parecía tener demasiado sentido. ¿Qué hacía allí aquel avión sin el acompañamiento de su consabido escuadrón? ¿Acaso se había perdido?

Toshiko Saeki era una mujer de veintiséis años, madre de dos hijos, que casualmente no estaba en el propio centro de Hiroshima sino en las afueras, de visita en casa de sus padres. Ella fue una de las primeras personas de la región que vio acercarse al primer avión:

«Recuerdo un que un avión apareció desde detrás de unas montañas que estaban a mi izquierda. Lo miré, era un B-29. Pensé que resultaba bastante extraño ver un bombardero volando a solas, especialmente teniendo en cuenta que había artillería antiaérea abriendo fuego contra él. Tan pronto ese avión desapareció por el otro lado, vino otro desde la misma dirección. Aquello me pareció algo muy, muy extraño. Me pregunté qué era lo que iba a pasar»

Cuando el Enola Gay —que así se llamaba el primer bombardero— llegó a la altura del centro de Hiroshima, dejó caer algo. Un objeto se desprendió del avión pero inmediatamente después se abrió un paracaídas. En silencio, sin más sonido que el viento ni otras señales amenazantes que pudieran sugerir algún tipo de peligro, la misteriosa “entrega” fue descendiendo lentamente en una gentil caída. ¿Qué podrá ser?, se preguntaban los que contemplaban la sorprendente secuencia. ¿Qué es lo que los americanos nos están enviando con un paracaídas? Obviamente, pensaban, no puede tratarse de una bomba. De entre todas las cosas de la guerra las bombas serían las últimas en llevar un paracaídas incorporado. Los testigos observaron el descenso, pues, arrastrados por una confusa curiosidad. No tuvieron mucho más tiempo para interrogarse sobre la naturaleza de aquel sorprendente envío. Cuando el misterioso objeto con paracaídas estaba a unos seiscientos metros de altura sobre la ciudad, estalló en pleno cielo. Un súbito resplandor —cegador, al que no se podía mirar directamente— lo llenó todo. Para quienes estaban en el exterior y miraron directamente, fue como si el mundo entero se hubiese llenado de una luz blanca.

El tronco del hongo nuclear, fotografiado desde abajo por el reportero Yoshito Matsushige.

El tronco del hongo nuclear, fotografiado desde abajo por el reportero Yoshito Matsushige.

Aquel objeto silencioso que descendía grácil ayudado de un paracaídas era una bomba atómica. Era la segunda explosión atómica artificial del planeta Tierra. La primera vez en la historia de la Humanidad en que un arma nuclear era utilizada por seres humanos sobre otros seres humanos indefensos.

Decíamos que la escuela de Yoshitaka Kawamoto y sus infortunados compañeros, estaba a algo menos de un kilómetro del epicentro de la explosión, por lo que fue completamente arrasada. Pero los efectos directos llegaron mucho más lejos. A casi cuatro kilómetros de distancia, el joven meteorólogo Isao Kita estaba ya en su oficina a las ocho y cuarto, recibiendo un mensaje de radio. Sentado cerca de una ventana, detectó un repentino fulgor con el rabillo del ojo. No le pareció un resplandor especialmente intenso, era como si alguien hubiese disparado el flash de una cámara cerca de la ventana. Se giró, movido por la curiosidad. Entonces sus ojos vieron un extraño y silencioso espectáculo que él mismo calificaría después de “asombroso”, algo que —especialmente dedicándose al estudio del clima— lo dejó completamente atónito: las nubes estaban expandiéndose a toda velocidad por el cielo azul, “como si una flor hubiese florecido de repente en el firmamento”. Él no lo sabía, pero aquel era el efecto de la tremenda onda expansiva de la explosión atómica, que estaba arrastrando las nubes a toda velocidad.

Fascinado por la bella e inesperada visión, Isao Kita ni siquiera sintió la necesidad de ponerse a cubierto. En aquellos breves instantes no cayó en la cuenta de qué era lo que estaba sucediendo. Semejante fenómeno atmosférico lo hipnotizó. Sin embargo, justo a continuación notó otra cosa, mucho más desagradable: una repentina ola de calor. Un calor insoportable, torturante, asfixiante. Pese a que su ventana estaba cerrada, el calor traspasó el cristal y el joven meteorólogo se sintió instantáneamente sofocado, como “si hubiese puesto la cara justo frente a la puerta de un horno”. La confusión se apoderó de él mientras se debatía para intentar hacer frente a aquel calor infernal: “de haber durado un poco más, no lo hubiera podido soportar”. Aquel era el segundo efecto que un observador lejano nota en una detonación atómica: primero la luz, que viaja más rápido y llega instantáneamente. Casi al momento se presenta también ese intensísimo calor, la radiación térmica emanada por el proceso nuclear.

Fue entonces, al notar aquel aumento súbito de la temperatura, cuando Isao Kita supo que algo muy grave estaba pasando. Metidos en una larga guerra y expuestos a la aviación estadounidense, los japoneses habían sido frecuentemente sometidos a ejercicios militares y simulacros de alerta frente a la posibilidad de bombardeos. El meteorólogo recordó los ejercicios: se lanzó al suelo cubriendo sus ojos y oídos con las manos, tal y como se le había instruido. Empezó a contar: uno, dos, tres… para medir el tiempo ante la llegada de un previsible estallido sonoro. Algo que puede parecer una muestra de frialdad, aunque estaba petrificado por el pánico. Pero fue un acto reflejo: es lo que acostumbran a hacer en su profesión cuando ven un relámpago y esperan el consiguiente trueno; así calculan la distancia desde el lugar donde ha caído el rayo. Para un meteorólogo como él, incluso en mitad de aquella confusión y de la desesperación causada por el intolerable calor, era aquella una respuesta puramente automática. Uno, dos, tres, cuatro… cuando había llegado a cinco empezó a oír un sonido “gimiente”. Después, llegó el tercer efecto de la explosión: la onda expansiva. Los cristales de la ventana saltaron hechos pedazos. El edificio entero fue sacudido.

Mientras, en las afueras, Toshiko Saeki continuaba de pie ante la casa de sus padres. Había observado pasar los dos aviones con mirada interrogativa cuando vio también aquel resplandor en la distancia. A continuación, la radiación térmica. Incluso estando a bastante más distancia del epicentro, aquella invisible pero ardiente oleada le resultó igualmente aterradora. Sintiéndose repentinamente asfixiada, se lanzó al suelo, tratando desesperadamente de huir del insoportable calor. Reducida durante unos segundos a un amasijo de órganos que intentan sobrevivir al horroroso aumento de temperatura, confiesa que en aquellos confusos instantes “llegué a olvidarme de mis hijos”. Mientras se debatía en el suelo para intentar respirar, llegó el estampido. La casa de sus padres fue golpeada por una onda expansiva que, aunque venía de lejos, causó considerables destrozos. Toshiko se giró para mirar hacia la casa: la mitad del techo se había hundido y la otra mitad había saltado por los aires. Las puertas y ventanas habían volado. En cuanto pudo recuperarse un poco, se dijo que si aquello había sucedido allí, lejos del centro de Hiroshima, qué no habría pasado en la propia ciudad.

Así queda una ciudad tras la explosión de una única bomba no mayor que un utilitario.

Así queda una ciudad tras la explosión de una única bomba no mayor que un utilitario.

El médico militar Hiroshi Sawachika tenía su puesto de trabajo a unos cuatro kilómetros del epicentro, más o menos la misma distancia desde la que vivió la explosión el meteorólogo Isa Kita. A las ocho y cuarto de la mañana Hiroshi acababa de entrar en su oficina: atravesó la puerta, dio los buenos días a sus subordinados y comenzó a caminar hacia su escritorio. Todavía no se había sentado cuando, a través de las ventanas, vio producirse un extraño fenómeno. El exterior apareció repentinamente bañado en un resplandor de color “rojo brillante”. Mientras miraba asombrado, un súbito e intenso calor asaltó sus mejillas. Sin entender del todo lo que estaba ocurriendo— pero actuando como en un reflejo debido a su formación militar— ordenó a todos los presentes que evacuasen instantáneamente la oficina. No tuvieron tiempo. Apenas las palabras hubieron emanado de su boca, todos salieron despedidos por los aires, empujados por la onda expansiva:

«Tan pronto di el grito, me sentí ingrávido, como si fuese un astronauta. Estuve inconsciente unos veinte o treinta segundos. Cuando recuperé el sentido me di cuenta de que todos los presentes, incluido yo mismo, estábamos tendidos en un mismo lado de la habitación. No quedaba nadie en pie. Los escritorios y sillas también habían volado y estaban amontonado en el mismo lado. Ya no había cristales en las ventanas, incluso los marcos habían desaparecido. Me acerqué a las ventanas para averiguar dónde había tenido lugar el bombardeo. Entonces vi la nube en forma de hongo»

Más cerca del epicentro, a algo menos de tres kilómetros, estaba la casa del fotógrafo Yoshito Matsushige, que trabajaba como reportero gráfico para un diario local. Acababa de desayunar; todavía sin vestir, se sentó dispuesto a leer tranquilamente el periódico. Fue entonces cuando a través de las rejas de su ventana brilló un silencioso fogonazo. Yoshito se vio repentinamente deslumbrado: “fue, cómo lo diría, como sí el mundo a mi alrededor se hubiese vuelto de un blanco brillante”. Quedó inmediatamente cegado “como si hubiesen disparado un flash de magnesio justo ante mis ojos”. Cuando llegó la onda expansiva, que lo sorprendió con el torso desnudo, “fue como si centenares de agujas se me estuviesen clavando a la vez”. Fragmentos de las paredes y el techo volaron por los aires.

Aún más cerca de la explosión, a solamente un kilómetro del epicentro, se encontraba la vivienda de Akira Onogi, un adolescente de dieciséis años. Había estudiado en el instituto hasta que, por las desesperadas necesidades del gobierno militarista del Japón, fue movilizado para trabajar en una factoría naval de Mitsubishi. Pero aquel lunes era su día libre, así que aquella mañana, aunque se había levantado temprano, se había quedado en casa y estaba leyendo cómics con un amigo. Ambos estaban tendidos en el suelo, leyendo, cuando un intenso “resplandor azul” llegó desde el exterior. Más tarde describió aquel brillo repentino como parecido al que se produce en la chispa eléctrica de un tren o en un cortocircuito (resulta curiosa la manera en que cada testigo, según la distancia, ubicación y el momento, recordase el destello de un color distinto). Akira apenas tuvo tiempo de preguntarse qué era aquello, porque justo después la onda expansiva arrasó la vivienda, levantó a los dos chavales por el aire y los arrojó hacia la habitación vecina.

Todavía más próxima —sobrecogedoramente próxima— fue la experiencia de Akiko Takakura, una jovencita de veinte años que trabajaba como chica de la limpieza en el Banco de Hiroshima. Al levantarse aquella mañana había descartado salir de casa a causa de la anuncida alerta por ataque aéreo, pero cuando esa alarma fue retirada, se vistió y se dirigió a su puesto de trabajo. Estaba ya en el interior del banco. Apenas había empezado sus tareas —estaba limpiando el polvo de los escritorios— cuando tuvo lugar la explosión. El local estaba a solamente trescientos metros del epicentro.

Sin palabras.

Esto fue todo lo que quedó de una ciudad de más de 250.000 habitantes: nada.

Todo lo que Akiko pudo ver fue un intenso “flash de magnesio” que lo convirtió todo en un mar de luz. Perdió el conocimiento casi inmediatamente. Fue una de las pocas personas en el banco que sobrevivió —aunque bastante malherida— gracias a las gruesas paredes reforzadas del establecimiento. Aunque muchos otros murieron al instante o poco después. En el exterior del edificio, lógicamente, no había esperanza alguna estando tan cerca del “ojo del huracán”. Por ejemplo, un hombre aguardaba sentado en los escalones de la entrada del banco, en plena calle: a trescientos metros del epicentro, a seiscientos metros bajo la bomba que descendía en paracaídas. Probablemente lo último que vio en su vida fue también un resplandor blanco. Décimas de segundo después, si llega, ya estaba muerto. Tras la explosión nada quedó de él excepto su “sombra” proyectada en aquellos escalones, que permaneció impresa en el cemento como tétrica huella de su muerte. Es una de las imágenes más célebres y más sobrecogedoras del primer bombardeo atómico de la historia.

Cuatro kilómetros más allá, el médico Hiroshi Sawachika seguía contemplando con fascinado espanto el enorme hongo que se alzaba en la distancia, y que seguiría alzándose durante algún tiempo más. Entonces se dio cuenta de que su camisa, antes blanca, aparecía de un color rojo brillante. “Me pareció extraño porque sabía que no estaba herido”. Pero mirando hacia atrás vio a la chica que había quedado tendida junto a él, completamente acribillada por los pedazos de cristal que habían volado de las ventanas, desangrándose. Los estallidos de las ventanas fueron una de las muchas causas de heridas —leves y graves, e incluso mortales— en el mismo momento del estallido, incluso en edificios bastante alejados del epicentro.

Llorando

“Imperativo estratégico”

Mientras, el adolescente Akira Onogi, que momentos antes había estado leyendo tebeos, recuperaba la consciencia para encontrar su casa casi completamente a oscuras por culpa del polvo que llenaba el ambiente. Se halló tendido entre escombros, con tierra y pedazos de tejado sobre él. Viendo el estado de la vivienda, quedó completamente convencido de que una bomba había caído directamente sobre su casa, porque solamente así podía explicarse el nivel de destrozos. Poco podía imaginar el pobre chaval que la explosión había tenido lugar a más de un kilómetro de distancia y a seiscientos metros de altitud. Akira miró hacia arriba y descubrió un agujero en el tejado, por el que se veía el cielo: aquello pareció confirmar su creencia de que la bomba había explotado justo allí. Salió a la calle, buscando a su familia. Lo que vio lo dejó helado: no era solamente su casa la que estaba destrozada. Todas las casas, hasta donde alcanzaba su vista, habían sido derruidas. Todas. Todas a la vez. Ni siquiera supo qué pensar. Aquello parecía irreal.

Caminando sobre los escombros de su propia casa, escuchó una voz que pedía ayuda. La voz venía de abajo, de entre los restos. Empezó a quitar escombros con sus propias manos para intentar liberar a su madre y a sus tres hermanas. Un poco más tarde, Akira vio al vecino de al lado, que también buscaba a su familia. El hombre estaba casi completamente desnudo. A poco más de mil metros del epicentro, sin la protección de las paredes, la onda térmica le había destrozado no solamente la ropa, sino que la piel de todo el cuerpo se le estaba desprendiendo. De hecho, jirones de piel suelta colgaban de las puntas de sus dedos. Akira se acercó a él y se interesó por su estado: el hombre ni siquiera pudo responder.

Imaginen por un momento lo que suponía estar "allí debajo".

Imaginen por un momento lo que suponía estar “allí debajo”.

Después, un grupo de vecinos escucharon los gritos de una niña que pedía ayuda para su madre. Acudieron en su auxilio y encontraron a la mujer atrapada por una viga, caída sobre la parte inferior de su cuerpo. Un grupo de vecinos —entre ellos el propio Akira— intentaba mover la viga sin éxito cuando se desató uno de los muchos incendios repentinos que empezaban a propagarse por la ciudad. La oleada de calor había recalentado materiales y sustancias, los incendios habían comenzado y crecían por minutos. El fuego empezó a rodear a los que intentaban ayudar a la mujer, hasta que tuvieron que desistir y echarse hacia atrás, dejándola a su suerte, todavía aprisionada por la viga. La mujer estaba aún consciente, mirándolos. Ellos entrelazaron las manos, inclinándose, suplicando perdón por verse obligados a abandonarla en mitad de las llamas.

El fotógrafo Yoshito Matsushige también despertó en mitad de una oscuridad provocada por la intensa nube de polvo que había llenado su vivienda. Vio las paredes a medio derruir, con grandes agujeros que daban al exterior. Calculaba que habían pasado unos cuarenta minutos desde la explosión. Entre los escombros consiguió localizar algo de ropa para vestirse e incluso su cámara, que todavía funcionaba. Se la llevó consigo y salió a la calle dispuesto a dirigirse al periódico para el que trabajaba. Al salir se encontró el mismo panorama desolador, el que imperaba en toda la ciudad. Viviensas arrasadas, fuego, cadáveres, calor, un ambiente opresivo y una atmósfera llena de humo; heridos que iban y venían en procesión, o que suplicaban ayuda tendidos en plena calle. Vio una aglomeración de gente junto a una comisaría. Entre ellos había un nutrido grupo de colegialas de secundaria que habían sido movilizadas para un ejercicio de evacuación: la explosión las había sorprendido en plena calle y habían sido alcanzadas de pleno por la radiación térmica. Les había provocado ampollas de enorme tamaño en rostro, brazos, piernas, espalda… en todas partes. Parecía difícil que pudieran sobrevivir a semejantes heridas.

Yoshito empezó a alzar su cámara para fotografiar lo que estaba viendo, pero no lo tuvo fácil:

«Cuando vi todo esto, pensé que debía hacer una fotografía, así que levanté mi cámara. Pero no pude apretar el botón. Porque aquella escena era tan patética… y aunque yo también era una víctima de la misma bomba, solamente había sufrido heridas menores por fragmentos de cristal, mientras que aquellas personas estaban muriéndose. Era una visión tan cruel que no podía forzarme a apretar el botón. Estuve allí de pie, debatiéndome, durante unos veinte minutos… hasta que finalmente reuní el valor suficiente para sacar la fotografía. Después, caminé unos cuatro o cinco metros para intentar tomar una segunda. Incluso hoy recuerdo claramente cómo el visor de la cámara estaba borroso a causa de mis propias lágrimas. Sentía que todos me miraban y pensaban con rabia: “ahí está, sacándonos fotografías, sin prestarnos ninguna ayuda”. Aun así, tenía que apretar el pulsador, así que endurecí mi espíritu y finalmente hice la segunda foto. Aquella gente debió pensar que yo era verdaderamente un individuo sin corazón»

Atrapado entre los escombros de lo que hasta unos minutos antes había sido su aula, habíamos dejado a Yoshitaka Kawamoto en la penumbra, escuchando cómo las voces de sus compañeros se iban a apagando una tras otra. Al final se dio cuenta de que quizá era el único que quedaba con vida, porque era el único que seguía cantando:

«Empecé a sentir pánico. Intenté liberarme, empujando los escombros poco a poco, empleando todas mis fuerzas para ello. Finalmente pude abrir un hueco: con mi cabeza asomando por entre los escombros me di cuenta de la magnitud de los daños. El cielo sobre Hiroshima estaba oscuro. Algo parecido a un tornado o una gran bola de fuego estaba arrasando la ciudad. Yo únicamente tenía una herida en la boca y algunas en los brazos. Perdí bastante sangre por la boca, pero más allá de eso estaba bien. Pensé que conseguiría salir. Sin embargo, me asustó la idea de escapar solo. Habíamos efectuado simulacros militares cada día y nos habían dicho que huir en solitario era un acto de cobardía, así que pensé que debería llevarme a alguien conmigo. Me arrastré por los escombros buscando a alguien que aún estuviese con vida. Entonces encontré a uno de mis compañeros de clase , todavía vivo, tendido en el suelo. Le sostuve en mis brazos. Esto es muy duro de recordar… su cráneo estaba abierto, la carne estaba colgando de su cabeza. Solamente le quedaba un ojo, que me estaba mirando fijamente. Se puso a murmurar algo, pero no conseguía entenderle. Empezó a morderse la uña de un dedo. Le quité el dedo de la boca y después sostuve su mano en la mía. Entonces empezó a intentar alcanzar el bloc de notas que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, así que le pregunté: “¿quieres que me lleve esto y se lo dé a tu madre?”. Asintió con la cabeza, aunque estaba a punto de perder el conocimiento. Pero aun así puede escucharle llorar, diciendo: “mamá, mamá”»

Los habitantes de Hiroshima no imaginaban el infierno que aquel solitario avión iba a desplegar sobre ellos.

Los habitantes de Hiroshima no imaginaban el infierno que aquel solitario avión iba a desplegar sobre ellos.

Los incendios que se habían declarado por todas partes se incrementaban en intensidad. La ciudad aparecía bajo una luz amarillenta (“el amarillo de un desierto”), a causa del humo y la ceniza que se elevaban en la atmósfera y que cubrían una buena parte de Hiroshima. Para el adolescente Akira Onogi la vida había sufrido una tremebunda metamorfosis: de leer cómics tendido en su cuarto, a verse en mitad de un infierno que era peor que una pesadilla. Caminó por las apocalípticas calles hasta llegar al río. Las aguas venían cubiertas de restos flotantes de las viviendas que habían volado en pedazos, y peor aún, de cadáveres arrastrados por la corriente. Ni siquiera podía verse el agua. El jovencísimo Akira recuerda cómo los presentes apenas podían volver la mirada hacia el siniestro panorama del río, así que se miraban unos a otros. Contemplando a quienes estaban a su alrededor, vio mucha gente con la piel desollada que pedía auxilio entre lamentos. Se le quedó grabada la imagen de un niño de unos seis años, al que le faltaba una pierna y saltaba sobre la que todavía le quedaba, intentando atravesar el puente.

También Isao Kita, el meteorólogo, veía pasar gente sin ropas, sangrando, y a muchos que llevaban a otros heridos sobre los hombros. Contemplando el interminable desfile de gente maltrecha, empezó a entender la magnitud de lo que acababa de suceder. Muchos de los que estaban relativamente ilesos se sintieron avergonzados “por no haber sufrido peores heridas”. Es la culpa traumática de haber quedado relativamente indemne en mitad de semejante desastre. Más cuando pudo ver Hiroshima desde lo alto de una colina cercana y comprobó que “la ciudad entera había desaparecido”.

Yoshitaka Kawamoto había abandonado por fin las ruinas de su escuela y, muy asustado, caminaba entre multitudes de heridos que le suplicaban que les llevase con él. “Yo corría y todas esas manos intentaban agarrarme de los tobillos. Yo era un niño. Estaba aterrorizado y dolorido. Así que hice lo que pude para librarme de ellos y —esto resulta terrible de contar— llegué a darles patadas a aquellas manos para quitármelas de encima”. En su huída a ninguna parte fue asaltado por una sed repentina, intensísima, desesperante; la misma sed que empezaron a sentir todos los demás supervivientes. Por ningún lado había agua potable. Al final no pudo evitar acercarse a la orilla del río y beber “aquel agua embarrada”. Para poder beber, tuvo que apartar los cadáveres flotantes con sus propias manos: “ni siquiera puedo encontrar las palabras para describirlo, todo aquello era horrible”. Bebió de entre los muertos, pero había algo incluso peor: naturalmente, no sabía una palabra sobre radioactividad. No enfermaría hasta dos semanas después. De todos modos, en aquel mismo momento se sentía ya exhausto. Mientras trepaba para regresar de la cuenca del río se dio cuenta de que su cuerpo no proyectaba sombra. Agotado, se dejó caer y se giró para ver qué era lo que estaba ocultando el sol. Solo entonces lo vio:

«No podía moverme. No podía encontrar mi sombra. Miré hacia arriba. Vi la nube, aquella nube en forma de hongo, haciéndose más grande en el cielo. Era muy brillante. Había fuego dentro de ella. Capturaba la luz y mostraba todos los colores del arco iris. Rememorando el pasado, la verdad es que resulta extraño, pero podría decirse que era algo hermoso. Mirando aquella nube pensé que nunca podría volver a ver a mi madre, que nunca podría volver a ver a mi hermano pequeño. Y entonces perdí el conocimiento»

Empezó a llover. Era la “lluvia negra”, el modo en que la maltrecha atmósfera inferior devuelve a tierra muchos de los isótopos radioactivos que flotaban en ella como ponzoñoso despojos de la explosión. Por toda la ciudad, miles de personas abrieron sus bocas para intentar recoger la lluvia, tanta era la sed que tenían. Pero ni con la lluvia podían saciarla y desde luego desconocían los peligros que conllevaba tragarse aquella lluvia contaminada. Pero incluso de haberlo sabido, era tal la sensación de sed que probablemente muchos de ellos hubiesen intentando beber de todos modos. La “lluvia negra” no sirvió para aplacar la sed, tampoco hizo mucho por extinguir los incendios.

Akihiro Takahashi tenía catorce años: él y sus compañeros de clase habían visto cómo se acercaba el B-29 cuando hacían gimnasia en el patio de la escuela. Mientras señalaban el avión movidos por la curiosa excitación adolescente, los profesores salieron corriendo del edificio y les ordenaron echarse al suelo. Akihiro se tiró y, estando cabeza abajo, no llegó a ver nada. La tremenda explosión que los sorprendió al aire libre lo hizo saltar una distancia de diez metros. El calor redujo sus ropas a jirones y quemó extensas partes de su piel. Pero sobrevivió. Fue uno de los pocos alumnos de toda la clase que salieron vivos de la deflagración. Se levantó, dolorido por las quemaduras, y vio el desolador panorama. Ruinas, cadáveres. Junto a un compañero apellidado Yamamoto, dejó la escuela intentando volver a casa. Akihiro iba caminando absorbido por su propio dolor y por los horrores que contemplaba a su alrededor, así que cuando quiso darse cuenta, estaba caminando a solas y Yamamoto había desparecido; probablemente se había desplomado en algún punto del camino, incapaz de seguir.

También alcanzó el río y, sintiendo que su cuerpo entero ardía, se remojó varias veces en él, sin importarle el estado del agua repleta de deshechos y cadáveres. Aquella agua le pareció una bendición, “un tesoro”. Más adelante, la casualidad quiso que se encontrase a otro compañero, Tokujiro Hatta. Hubo un detalle en su amigo que le llamó la atención: tenía las plantas de los pies seriamente quemadas. Se preguntó qué clase de explosión había sido aquella, que podría producir quemaduras incluso en el interior de los zapatos. Le ayudó a incorporarse, y alternando ratos de gatear con ratos de caminar apoyándose únicamente en los talones, consiguió acompañarlo hasta encontrar a algunos familiares. Después, la lotería de la muerte hizo su trabajo. Akihiro Takahashi, tras dos años de intenso tratamiento, sobrevivió a sus heridas y a los efectos de la radioactividad, aunque durante el resto de su vida tuvo que lidiar con problemas físicos, viendo a médicos de diversa índole y preocupándose por el momento en que la enfermedad definitiva terminase manifestándose para acabar con él. Sus dos amigos, Yamamoto y Hatta, tuvieron menos suerte: ambos fallecieron al poco tiempo a causa del síndrome de intoxicación radioactiva aguda. De sus sesenta compañeros de clase, que estaban haciendo gimnasia al aire libre a kilómetro y medio de la explosión atómica, únicamente diez pudieron contarlo.

Sin palabras.

Sin palabras.

Mientras Akihiro vagaba por las calles con el cuerpo quemado, el médico militar Hiroshi Sawachika ya estaba ayudando a atender la pléyade de afectados, que aparecían en riadas humanas luciendo un aspecto espectral: “eran como fantasmas”. Entró en una habitación repleta de heridos y experimentó una sensación indescriptible:

«Cuando entré, encontré la habitación llena de un olor muy parecido al del calamar seco cuando lo fríen a la plancha. Era un olor muy fuerte. Es una triste realidad que el olor que los seres humanos desprenden cuando se queman sea el mismo que el del calamar seco a la plancha. El calamar, eso que nos gusta tanto comer. Era un sentimiento extraño. Un sentimiento que nunca había experimentado antes. Aún puedo recordar aquel olor con toda claridad»

Hiroshi, a pesar de haber sido también una víctima y estar lógicamente agotado, atendió entre dos mil y tres mil personas ese mismo día. Sintió que la jornada no iba a terminar jamás. Y de entre todas las víctimas algunas se le quedaron especialmente marcadas, sobre todo una que le agarró la pierna en la sala donde esperaban los heridos:

«Sentí que alguien me tocaba la pierna, era una mujer embarazada. Dijo que estaba segura de que iba a morir en unas pocas horas. Dijo: “sé que voy a morir. Pero puedo sentir que mi bebé se está moviendo. Quiere salir. No me importa si yo muero, pero si sacan ahora al bebé no tiene por qué morir conmigo. Por favor, ayude a mi bebé a vivir”. No había obstetras allí, no había sala de partos. No había tiempo para encargarse de su bebé. Todo lo que pude hacer fue decirle que volvería más tarde cuando todo estuviese listo para ella y su niño. Eso la alegró… pareció tan feliz. Pero tuve que volver a mi trabajo, ocupándome de los heridos uno por uno. Había tantos pacientes que sentí que estaba luchando contra el tiempo. Se estaba haciendo de noche. Y la imagen de la mujer embarazada nunca abandonó mi mente. Más tarde fui hacia el lugar donde me la había encontrado; ella seguía tendida en el mismo sitio. Le di un golpecito en el hombro… pero no dijo nada. La persona que estaba tendida junto a ella me contó que se había quedado en silencio hacía apenas un rato. Todavía hoy recuerdo este incidente porque no pude cumplir el último deseo de aquella mujer tan joven»

La ciudad de Hiroshima tenía 255.000 habitantes a las ocho y cuarto de la mañana del lunes 6 de agosto. Aunque resulta difícil estimar las cifras con total precisión, entre 50.000 y 70.000 murieron ese mismo día, como consecuencia directa de la explosión. Durante las semanas y meses siguientes fallecieron otras varias decenas de miles más. Cinco años después, se estima que entre un 60% y un 75% de los habitantes que Hiroshima tenía antes del bombardeo habían muerto. Todo ello como resultado de un artefacto de unos tres metros de longitud. Un artefacto que ahora, en pleno 2013, es virtualmente un juguete en comparación con las armas nucleares de las que todavía disponen unas cuantas naciones.

No solamente los efectos fisiológicos, sino la pobreza y el hambre, prolongaron la agonía de muchas personas. Incluso aquellos que sobrevivieron con relativa buena salud tuvieron problemas para volver a la realidad. El trauma psicológico fue tremendo. Muchos de ellos desarrollaron numerosas fobias. Algunos fueron incapaces de permanecer junto a una ventana durante años o incluso durante décadas, recordando aquellas lluvias de cristal que los habían herido y que habían costado la vida a algunas personas que los rodeaban. Otros no podían evitar sobresaltarse al ver el flash de una cámara o una chispa eléctrica, lo que volvía a despertar el antiguo pánico, la sensación de que la bomba iba a volver a explotar. Toshiko Saeki, la mujer que vio la explosión desde las afueras, ilustra esta otra forma de destrucción posterior asociada a aquella funesta jornada:

«Sí, después de ver la cabeza medio quemada de nuestra madre, mi hermano empezó a decir cosas extrañas. Nos pedía que lo vendásemos bien para cubrir los poros de su piel con tela blanca. Le pregunté para qué, y me dijo que iba a intentar un experimento para extraer la radioactividad acumulada en su cuerpo. Nos pidió que lo vendásemos por completo, salvo su boca y sus ojos. Incluso su nariz estaba cubierta. Antes del experimento, bebió un montón de agua. Bebía más de la que podía tragar, así que el agua le caía por la nariz y por la boca. Después dijo que estaba preparado. Nos pidió que lo dejásemos solo y que no entrásemos en su habitación al menos que nos pidiera ayuda. Nos dijo que nos fuésemos y nos mantuviésemos alejados. Después de un rato, eché un vistazo a su habitación a través de la puerta. Se había quitado todos los vendajes. Estaba tendido en una esquina. No supe qué le estaba pasando. Pensé que había muerto. Golpeé la puerta y grité “¡Hermano! ¡Hermano! ¡No te mueras! Se despertó y se sentó en el suelo. Dijo que el experimento había fallado. Se puso a llorar, diciendo “qué lástima”. Tenía buen aspecto, pero se estaba volviendo loco. Dijo: “Estoy aumentando de tamaño. Hay que hacer una abertura en el techo, esta habitación es demasiado pequeña y ni siquiera puedo ponerme en pie”. Tras el horrible bombardeo de Hiroshima, la mente de mi hermano quedó hecha pedazos. La guerra no solamente destruye cosas y mata personas, sino que destroza también los corazones de la gente. Eso es la guerra. Y durante el transcurso de mi vida he aprendido esto en diversas ocasiones. Ahora lo sé»

El meteorólogo que había visto “florecer” el cielo de Hiroshima resume así el significado de aquella experiencia, poniéndola más allá del contexto de una guerra:

«La bomba atómica no distingue. Desde luego, aquellos que están combatiendo sufren. Pero la bomba atómica mata a todo el mundo por igual, desde bebés hasta ancianos. Y no es una muerte fácil. Es una manera muy cruel y muy dolorosa de morir. Creo que no se puede permitir que esto vuelva a suceder en el mundo. No digo esto únicamente porque soy un japonés que sobrevivió a la bomba. Siento que gente de todo el planeta debe decirlo también.»

La noticia del bombardeo recogida en la prensa estadounidense.

El bombardeo recogido en la prensa estadounidense. Algunos pensaron en la victoria, otros recibieron la noticia con horror.

Yoshitaka Kawamoto, el que escuchó morir a sus compañeros uno a uno mientras cantaban el himno de la escuela entre las ruinas, esperando un auxilio que nunca llegó, también vivió para contarlo. Cuando después de beber aquella agua plagada de cadáveres perdió la consciencia contemplando la siniestra belleza del hongo atómico, el tiempo desapareció para él. Horas después despertó en el suelo de un almacén. Alguien lo había recogido y lo había llevado hacia alguna de las estructuras todavía en pie, que eran usadas para recibir a los refugiados. Junto a él estaba un soldado, que cuando lo vio despertar se acercó a él, le dio una palmadita cariñosa en la mejilla y le dijo “eres un chico con suerte”. Le contó cómo lo habían confundido con un cadáver y lo habían apilado en la parte trasera de un camión destinado a limpiar las calles de muertos. La fortuna quiso que su cuerpo inerte se deslizase: cuando estaba a punto de caer del montón, el soldado lo agarró de un brazo… entonces notó que el pulso del chaval seguía latiendo. Abrumado por el error, el militar lo condujo —todavía inconsciente— a otro camión, el que se llevaba a los vivos. Se había librado de milagro de despertar (o con suerte, de morir sin recuperar el sentido) en una fosa común. En 1986, el propio Yoshitaka lo recordaba así:

«Fui realmente afortunado. Pero durante un año no pude tenerme en pie. Unas dos semanas después se me cayó el cabello, incluso los pelos del interior de la nariz desaparecieron. Me quedé completamente calvo. Perdí la visión, probablemente no a causa de la radioactividad sino de mi propia debilidad. No puede ver nada durante tres meses. Pero sólo tenía trece años, todavía era joven y estaba creciendo cuando me golpeó la bomba atómica, así que un año después recuperé la salud. Todavía sigo trabajando, como puedes ver»

La de Yoshitaka fue una de tantas experiencias conmovedoras, pero en su caso adquirió un significado especial porque él mismo, al hacerse adulto, se convirtió en el director del Museo Memorial para la Paz de Hiroshima:

«Hoy, como director del museo, estoy transmitiendo mi mensaje a los niños que lo visitan. Quiero que aprendan sobre Hiroshima. Y cuando crezcan, quiero que pasen ese mensaje a la nueva generación, y que lo hagan con información exacta. Me gustaría verles transmitir el sentido correcto de la justicia que permita que no llevemos a la humanidad hacia la aniquilación. Esa es nuestra responsabilidad»

Tres días después, similares escenas se reprodujeron en la ciudad Nagasaki. Como estos testimonios hay muchos otros. Las historias humanas detrás de este tipo de desastres son incontables. En las guerras se cometen muchas barbaridades por parte de todos los bandos, y especialmente en conflictos como la Segunda Guerra Mundial. Pero la salvajada de las dos bombas atómicas difícilmente resulta justificable, por más que algunos las quieran encuadrar dentro de necesidades estratégicas. El argumento de que “acortaron la guerra y ayudaron a salvar más vidas de las que destruyeron” jamás puede servir para excusar un asesinato indiscriminado de inocentes.

Estos y otros testimonios de supervivientes pueden encontrarse en el programa Hiroshima Witness, producido por el Centro Cultural de Hiroshima para la Paz y la cadena nipona NHK. En cuanto a las imágenes, he tratado de elegir las menos truculentas en atención a los lectores más sensibles. Una búsqueda le proporcionará fotografías infinitamente más duras, algunas de las cuales, ya se lo advierto,  pueden hundirle el día. Sirva para recordar que siguen existiendo armas nucleares en el planeta. Si algún día cayese una de ellas sobre tu ciudad, amigo lector, no esperes una explosión como la de Hiroshima. Ahora sería mucho peor. De hecho, parece de una solemne estupidez que en pleno siglo XXI todavía no hayan sido erradicadas por completo y de manera definitiva. Es más, se continúan fabricando. No es como para sentirnos orgullosos. Mientras haya una posibilidad, por pequeña y remota que sea, de que se vuelva a detonar una de esas armas, no podremos decir que el ser humano ha dado un paso adelante en su evolución.

Hiroshima Hz 2

Tokyo: Nakameguro durante el sakura

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Nakameguro 7

寝心に花を算へる雨夜哉

Mi mente adormecida
Cuenta las flores de los cerezos
Una noche lluviosa

Haiku del maestro Issa Kobayashi dedicado al sakura.

Tokyo es una ciudad que recibe muchos calificativos: fascinante, acelerada, diferente, vertical, abrumadora, agobiante… aunque en general pocas veces se la define como “bonita” o “bella”. Pero como todas las grandes urbes también tiene rincones preciosos y el barrio de Nakameguro durante el sakura es quizás el más bonito de los que he visto en la capital de Japón.

Sakura (; en hiragana さくら) es la flor del cerezo japonés y también se usa de manera más amplia para referirse a la época de la floración de dichos cerezos, uno de los grandes acontecimientos anuales para los japoneses. La sakura es uno de los principales símbolos nacionales de Japón y una muestra de ello es que sale en el anverso de las monedas de 100 yenes. Parte de su importancia dentro de la cultura japonesa viene dada por ser una metáfora del ciclo de la vida de acuerdo con el budismo: transformación continua durante su breve periodo de existencia, belleza fugaz y efímera que debemos apreciar y entender en todos sus estados. Desde hace cientos de años y hasta nuestros días es un motivo recurrente en todo tipo de manifestaciones artísticas y culturales clásicas: pintura, poesía, literatura, grabados, decoración, canciones folk tradicionales… pero también en temas actuales como cine, manga, anime o  canciones pop.

Las primeras flores se abren  en el archipiélago subtropical de Okinawa, en el sur del país, a principios de febrero y el sakura se va trasladando hacia el norte a medida que van pasando los días y llega la primavera. A Tokyo, Kyoto o Nara suele  llegar a finales de marzo / principios de abril y la última parada es Hokkaido, la isla más septentrional de Japón, a la que llega ya entrado el mes de mayo. Cada año, cuando se acerca la época del sakura, las televisiones y los periódicos siguen la evolución de la floración difundiendo el Sakura Zensen—frente del sakura—, un mapa mostrando dónde ya han florecido los cerezos y cuándo se espera que lo hagan en otras zonas. Dado lo efímero de la floración —un par de semanas por lo general— es importante una buena planificación para poder disfrutarlo en su esplendor. Aquí está el pronóstico para 2013 (en inglés) y aquí la famosa lista de la Japan Cherry Blossom Association con los 100 mejores sitios para ver el sakura repartidos por todo el país. De entre los que he visto mis tres favoritos son el castillo de Odawara, el parque de Nara y el barrio de Arashiyama en Kyoto.

El hanami (花見) o disfrute de la belleza del sakura—la traducción literal sería “ver flores”— es una costumbre centenaria que se mantiene con fuerza hasta hoy. Se cree que empezó en el Periodo Nara—siglo VIII d.C.— entre las clases altas, extendiéndose al resto de capas de la sociedad al poco tiempo. Al principio era la flor del albaricoque —ume ()— el motivo de admiración durante el hanami pero unas décadas más tarde fue sustituida por la sakura y se plantaron cerezos por todo el país como motivo ornamental. Al igual que ocurre desde hace cientos de años los japoneses del siglo XXI esperan el sakura con impaciencia e ilusión y acuden en masa a los parques y templos a comer, beber y pasar el rato bajo los árboles en flor. Durante los fines de semana mucha gente se queda hasta bien entrada la madrugada para disfrutar del yozakura—hanami nocturno— cuando se encienden farolillos de papel colocados expresamente para la ocasión. Prácticamente todos los japoneses que conozco consideran el sakura el momento más bonito del año y el hanami su actividad favorita, aunque alguno se decante por el otoño cuando los árboles se llenan de unos colores increíbles.

Nakameguro 12

Los sitios más populares y habituales para ir a ver el sakura en Tokyo son los parques, especialmente  Ueno, Yoyogi o Shinjuku Gyoen, grandes espacios con miles de cerezos que se llenan de puestecillos de comida, bebida y souvenirs y en los que hay un ambiente tremendo. A pesar de que es imposible negar que son muy bonitos yo los encontré demasiado llenos de gente, tanto japoneses como extranjeros. Me resultó bastante más acogedor y agradable cuando fuimos de hanami al parque Kinuta. Había bastante gente pero sin llegar a ser agobiante y prácticamente no había extranjeros, lo que lo hacía más especial. Estando sentados en medio del parque vimos a unos repartidores del Domino’s Pizza y para mi sorpresa podías hacer un pedido allí mismo. Marcaban dónde estabas en un GPS manual que llevaban y te traían la pizza recién hecha a la media hora. Sin duda una idea brillante y exitosa, no daban abasto con los pedidos.

Volvamos a Nakameguro.  Nakame, como es conocido entre los tokiotas, es un tranquilo barrio residencial de la capital que se ha convertido en uno de los sitios de moda al que ir de hanami sobre todo entre gente alrededor de la treintena. Su momento de gloria ocurre durante la parte final del sakura —llamada chirisakura— cuando los pétalos de las flores empiezan a caer. Lo que lo hace tan especial es el paso del rio Meguro por la calle principal. El cauce está confinado en un estrecho canal delimitado por altas paredes de cemento, rematadas por una barandilla metálica desde la que se deslizan enredaderas hasta tocar el rio. A ambos lados del canal hay decenas de robustos cerezos que se inclinan como si quisieran asomarse a ver el agua. Las ramas de los árboles de ambas orillas se entrecruzan en el aire formando una especie de túnel natural bajo el que discurre el rio. Cuando llega el sakura, en las hasta entonces desnudas ramas se produce una explosión de vida y los cerezos casi parecen doblarse para poder aguantar el peso de los miles de frágiles pétalos. Pero el espectáculo inolvidable es descubrir que el agua del Meguro ha desaparecido casi por completo, tapada por una alfombra móvil de pétalos blancos y rosáceos que se desplaza perezosamente corriente abajo.

Cuando llega una ráfaga de viento el aire se inunda de pétalos y todo se vuelve blanco como en una nevada siberiana, lo que suele provocar amplias sonrisas y hasta gritos de júbilo de las japonesas —sugoi! sugoi!—. La estrecha calle peatonal está llena de restaurantes de todo tipo, desde pequeñas izakayas (tabernas de estilo japonés) hasta italianos o franceses. En algunos de ellos hay mesas con vistas al rio pero se reservan con hasta seis o siete meses de antelación. Los restaurantes aprovechan la marea de gente que viene con el chirisakura para poner puestecillos y mesas en la calle dándole aún más vida y ambiente. A última hora de la tarde cuando se pone el sol y se encienden los farolillos es el momento más romántico. Si viajas a Tokyo y ya ha pasado el sakura, Nakameguro te da una segunda oportunidad: siguiendo el curso del rio unos cientos de metros hay una zona con las llamadas yae-zakura, flores de color rosa oscuro que se abren un par de semanas más tarde que las tradicionales.

Nakameguro 4

Fotografía: Ignacio Morejón y Aiko Yokozuka

*Gracias a Aiko Yokozuka por cederme una de sus fotos y a Naomi Hatta por su ayuda.

Shunka

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Restaurante Shunka

Cuando Hideki Matsuhisa decidió hace 12 años montar el Shunka en Barcelona no fue por azar que eligiera una calle estrecha, sombría y muy céntrica para ubicarlo. En el número cinco de la calle Sagristans había entonces una panadería que cerraba; una oportunidad que ni Hideki ni su cuñado quisieron dejar escapar. “Nos gustó mucho esta calle porque estamos en pleno centro y tenemos cerca dos mercados, el de La Boquería y el de Santa Caterina”, nos dice el chef japonés.

Claro que un hostelero no necesita un mercado cerca para proveerse de materia prima, pero sí lo necesita para sentir el pulso de su negocio. “Los antiguos miraban al cielo para saber cómo les iría la cosecha o cómo se encontrarían la mar. Yo paseo por el mercado para saber qué está llegando a la lonja, a qué precio traerán el pescado mis proveedores o qué día hace para pensar qué plato combina con la temperatura”.

Pasear con Hideki por La Boqueria es toda una experiencia. Se mueve por las galerías del mercado entre turistas y barceloneses con la misma seguridad que por la cocina de sus restaurantes. Intercala una conversación con el frutero sobre el piloto de moto GP, Marc Márquez, con una explicación de cómo cocinar la flor de col. Toca el pescado, manipula el marisco, lo mira de cerca y se acaba sirviendo él mismo aquello que encuentra interesante. “A mí me dejan tocar el producto. Si algún cliente mira raro, ella le dice que soy de la casa”. Realmente si no supiéramos quién es, nos creeríamos que es de la casa. Esa confianza solo la pueden tener quienes trabajan ahí.

Restaurante Shunka 2

Cuando los propietarios de los puestos le ven llegar no pasa inadvertido. Unos aprovechan para hacer una reserva en el Shunka; otros para hablar de algún pedido y la mayoría le solicita anécdotas del spot de Estrella Damm. “Ahora soy actor. Los actores no vienen a comprar pescado”, bromea con una dependienta cuando le dice que desde que es amigo de Cesc Fàbregas no viene a visitarles.

Llegamos al Shunka. La ausencia del noren (cortina japonesa) en la puerta indica que aún no está abierto al público. Nada más entrar, Hideki va a hablar con los cocineros, distribuye trabajo y comenta algo con su socio. La primera vez que estás en el Shunka comprendes que es lógico que eligieran un nombre que evoca el sentido del olfato, “aroma de temporada”, pues al cruzar la puerta un intenso olor a pescado y madera es lo que destaca. “El Shunka huele a Japón”, sentencia Carme Ruscalleda cuando charlamos con ella sobre Hideki.

La manera en que está pensado el Shunka se refleja en toda la estructura del negocio. Surgió de socios familiares: la hermana, el cuñado y la mujer de Hideki le acompañaron en esta aventura “para ganarse la vida ofreciendo comida sencilla pero de calidad”. No pretendían nada más. Es una taberna y dan una pista de ello los banderines del Barça y del RCD Español que hay colgados a la entrada. Pocas cosas más características de un restaurante sencillo que la presencia de símbolos futboleros. “El Shunka para mí es como casa. Aquí es para venir con tu familia o con amigos”, nos dice Hideki. “Si vas a pedirle matrimonio a tu novia o vas a hacer una reunión especial, mejor reserva en el Koy Shunka”.

Familiar” y “sencillez” son las palabras que repite el cocinero de Toyota para hablarnos de su primer restaurante. “La decoración es sencilla, la comida es tradicional japonesa, sin sofisticación y nosotros mismos hicimos de paletas”. Dice paletas en vez de albañiles. Hideki habla en castellano, pero cuando se refiere a profesiones casi siempre usa el término en catalán. También habló de los pageses (agricultores) en el mercado. “Pero aquí pagés no es un insulto, ¿verdad? En Japón llamar a alguien campesino es ofensivo”.

Restaurante Shunka 3

El Shunka lleva más de una década abierto y no ha sido reformado nunca. Las paredes siguen de color amarillo crema y piedra; la disposición de las mesas es la misma y el zócalo sigue recubierto de carrizo. “Los platos sí han ido cambiando, muy poco, pero han cambiado”, dice Hideki. Al principio tuvo que adaptarse para acostumbrar el paladar de los españoles a la comida japonesa, ahora la mayoría de sus clientes acude allí en busca de esa autenticidad de la gastronomía de Japón. “Unas veces tenía que modificar un poco la comida por cuestión cultural y otras por razones de calidad del producto”. Es lo que pasó, entre otros, con el bonito soasado, una de las especialidades del Shunka que también podemos encontrar en el Koy. “Es un plato que en Japón comemos con nabo crudo y toque cítrico. Aquí esta hortaliza no es tan buena como allí y tampoco hay cultura de tomarla sin cocer. Sin embargo, aquí tenéis los mejores tomates del mundo y en Cataluña se come de muchas maneras. Me pareció buena idea servir el bonito soasado con tomate en vez de con nabo”. También el Shunka se tuvo que adaptar a otro aspecto de la cultura de los españoles en la mesa: los postres. “En Japón no tomamos postre. Hay dulces, pero no se toman en los restaurantes. Es como si pido en un restaurante español un chocolate con churros después de comer”. Cada vez que Hideki nos explica algo, lo ilustra con ejemplos. Y este nos parece muy aclaratorio. Lo cierto es que por muy raro que le resultara al principio, hoy tiene una carta de 13 postres. “En realidad para mí no son postres. Son dulces. Helado de té verde, mochi de helado de vainilla… Son cosas que se comen en Japón aunque el helado no es un dulce japonés”.

Salvo estas adaptaciones y la incorporación de un nuevo socio chino, Miguel, “se cambió el nombre porque el chino era muy difícil de pronunciar”, no ha habido cambios significativos en el Shunka. Carme Ruscalleda, de hecho, no habla de cambio, sino de evolución: “La casa Shunka ha evolucionado de manera fabulosa hacia lo gourmet dando lugar al Koy Shunka. Un restaurante que tiene todas las de la ley para recibir el reconocimiento de la estrella Michelin y del público”. Ella es homóloga de Hideki en Tokio y sabe lo difícil que es hacerse un hueco tan importante en una cultura tan distinta. “Hideki y yo nos parecemos en ese sentido bastante. El Sant Pau de Tokio tiene una ubicación similar a los restaurantes de Hideki y allí también tengo clientes fijos españoles y japoneses”. Cuando preguntamos a la chef catalana si tuvo que adaptarse al paladar y mercado japonés, nos contó que le pasó exactamente lo mismo que a Hideki aquí. “Allí las costumbres en la mesa son distintas y los platos también tienen que adaptarse a quien los va a degustar. También me encontré que había determinados productos que aquí no encontramos con tanta calidad y me pareció interesante incorporarlos a los platos”.

Restaurante Shunka 4

La evolución de la cocina del Shunka a lo gourmet que apuntaba Carme sumada a la demanda de un espacio más íntimo que sugerían los clientes a Hideki, fueron los ingredientes necesarios para que en la calle Copons, 7, dos calles en paralelo a Sagristans, naciera el Koy Shunka (2008), recientemente galardonado con una estrella Michelin. “Hideki, la comida del Shunka está muy buena, pero hace falta otro entorno. Entonces todo el mundo tenía dinero, hoy con la crisis hubiese sido distinto”, recuerda el chef.

Shunka y Koy Shunka, dos restaurantes distintos en el concepto pero muy parecidos en la filosofía. Uno, taberna, el otro, alta cocina japonesa. El primero decorado por ellos mismos, el segundo por encargo al arquitecto catalán Pere Cortacans. Muchas diferencias en la forma, infinitas similitudes en el fondo. Si a estas similitudes añadimos la posibilidad de disfrutar de la comida viendo cómo la preparan, es obligación nuestra citar a Tanizaki en El elogio de la sombra: “Se ha dicho que la cocina japonesa no se come, sino que se mira; en un caso así me atrevería a añadir: se mira, ¡pero además se piensa!”.

Restaurante Shunka 5

Fotografía: Jorge Quiñoa


Carme Ruscalleda: “La felicidad es un espacio muy limitado que la mesa puede ofrecer”

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Carme Ruscadella para Jot Down 1

Si aparte de trozos del mundo, en un restaurante puedes comerte versos, películas, canciones o hacer viajes en el tiempo, no hace falta que nadie le diga a ese gourmet privilegiado que cada uno de esos bocados son más que comida. La comida es emoción, alma, sensación, eso es lo que Carme Ruscalleda (Sant Pol de Mar, 1952) transmite apasionadamente durante la conversación en su restaurante Sant Pau. Oyéndola hablar, nos queda claro que la iniciativa, creatividad y perseverancia, son los ingredientes que no deben faltar en la despensa de cualquier chef que quiera, como ella, alcanzar cinco estrellas Michelin.

En primer lugar, felicidades por sus 25 años en la profesión.

Sí, ya son 25 años en la cocina, aunque ya llevaba 15 trabajando en la tienda de mis padres, una charcutería que nació de una familia agrícola, productora y comerciante.

¿En aquella charcutería se formó la chef que hoy triunfa en el mundo?

Aquella charcutería fue el embrión de esta casa. Allí no me conformé solo con las técnicas de charcutería tradicional, que en Cataluña son muchas, sino que además hacía butifarras creativas, por ejemplo una butifarra un poco más larga de lo habitual y de dos colores, blanco y negro.

Pero más allá de las técnicas chacineras, ¿hacía allí sus primeros pinitos como cocinera?

Aquel negocio fue evolucionando y empezamos a ofrecer cada día un plato para acabar de cocinar en casa. Un día croquetas, otro día pasta fresca, los fines de semana había más platillos, fricandó, canelones… La persona que está comprando comida para llevar está comprando tiempo, no quiere que le des algo para sofreír o una bandeja para meter al horno. Quiere algo inmediato, calentar y a la mesa. Íbamos creciendo en matices y detalles que no podíamos trasladar a nuestro público en lo que esperaba, por esta razón empezamos a diseñar una tienda donde hubiera además comedor, pero para ofrecer restauración a horarios de tienda. Nosotros éramos tenderos, nunca teníamos horario de restauración. Pretendíamos montar un negocio que albergara una industria chacinera al fondo y arriba un comedor.

Finalmente el rumbo cambió, ¿qué pasó?

Al final no llegamos a ejecutarlo. Necesitábamos escaleras de incendios, paneles cortafuegos… Por suerte teníamos 35 años, estábamos llenos de ilusión y es cuando surgió el azar del destino. Vendían esta torre que ya estaba habilitada como hostal y costaba lo mismo comprarla que hacer toda la reforma que necesitaba nuestro antiguo negocio. La misma familia nos dijo que no era lo mismo hacer obras de aquel tipo en casa que comprar un inmueble, porque si fracasa la idea, este inmueble responde. En cambio las obras en casa no hubiesen servido para nada.

Y una vez puesto en marcha este negocio, ¿los inicios fueron complicados?

¿Complicados? Los inicios fueron atravesar un desierto. La suerte es que éramos dos y el día que uno lo veía todo gris el otro veía un rayo de luz. Tanto mi marido como yo sabíamos que tendríamos que responder a muchos ceros, pero no queríamos renunciar a la calidad ni a la libertad de esta cocina a nuestra manera. No queríamos sabor a restaurante.

¿Los Juegos Olímpicos de Barcelona ayudaron a impulsar su cocina?

En cuanto a mi trabajo los Juegos Olímpicos supusieron poca cosa. Abrimos en el 88 y en el 92 no estábamos en la lista de los gourmets que viajan, pero para Barcelona supuso un paso a la modernidad. Naturalmente unos Juegos Olímpicos suponen hipotecarse para mejorar tu ciudad. Me lo planteé como hacer reformas en tu casa para recibir a la familia por un evento, pero después quedan esas instalaciones y, quién sabe, igual te dan ideas para hacer otras cosas distintas.

Eso era en 1992, pero en el contexto actual de crisis, ¿merece la pena esa hipoteca? Le hablo de la candidatura de Madrid 2020.

Es positivo siempre. En este contexto gris y de tristeza no podemos poner más tristeza. Hay que meter primera y arrancar con fuerza. En el caso de Madrid pienso que lo lograrán. La constancia es una virtud. Esa hipoteca que hay que hacer Madrid la ha hecho, así que eso ya lo tienen ganado. Claro que luego hay más detalles y más inversiones por hacer, pero no parten de cero. Hay que poner ideas para poner a la sociedad en marcha y los Juegos Olímpicos son una gran idea.

Carme Ruscadella para Jot Down 2

¿La crisis ha llegado hasta sus restaurantes?

La restauración a este nivel es de los sectores peor tratados por la crisis. La notamos más en que llenamos mesas de dos comensales cuando tienen capacidad para recibir a cuatro. Durante estos 25 años he pasado muchas crisis y por entonces tenía menos presencia, así que mantengo el espíritu positivo. Vamos a salir de la crisis trabajando bien, no trabajando peor.

¿Y en el caso de Tokio?

Llegamos allí hace 9 años y era un país en crisis, pero la sociedad japonesa está muy puesta al trabajo. Luego tuvimos el tsunami, que movió todo el país, pero hemos recuperado el negocio. Estamos contentos.

¿Cómo se convence a Carme Ruscalleda para montar un restaurante en la otra punta del mundo?

Tengo unos sueños muy surrealistas y ni en ellos se me hubiese ocurrido esa idea. Japón estaba en mi lista de viajes, me sentía muy bien con esas formas tan puras. Un día un cliente japonés viene con su traductora cuando acaba de comer y nos dice que es un empresario tokiota, que tiene cuarenta restaurantes en la ciudad de diferentes estilos y que quiere transportar esta comida tal cual a Tokio. Le dijimos taxativamente que no, luego descubrimos que para los japoneses el “no” no existe, debió pensar que éramos unos salvajes. Era un momento que habíamos tenido propuestas desde Madrid y desde Barcelona, nos habíamos sentado a negociar, pero no llegábamos a un acuerdo con los de aquí. Nuestra cocina no tiene secreto, es un producto muy bueno que sale de un staff numeroso para poder atender tanto detalle y una cocina muy cómoda. Si empiezas a recortar producto, equipo, instalación… Es otra cosa, esto no es magia, no saldría lo mismo. El empresario de Japón hizo un segundo viaje y le dijimos que si con los que nos entendemos no hemos llegado a buen puerto, con él, que hay que hablar con una traductora… ¡No! Vamos, se llevó un segundo “no”, debió pensar que éramos unos locos.

Podría pensar que eran unos locos, pero ese empresario japonés no se rindió…

No, hizo un tercer viaje. En este viaje llegó con una maqueta. Era un restaurante con un comedor arriba y una cocina abajo, exactamente igual que este, y nos dijo “esto se está construyendo en uno de los centros importantes de Tokio donde yo tengo el alquiler. Me gustaría mostrároslo, veréis cómo trabajamos los japoneses y tendréis otro concepto de lo que os propongo”. Aceptamos el viaje y él sabía que, vivido allí en directo, nos enamoraríamos del concepto japonés. Nos paseó toda la semana por sus restaurantes y conocimos el rigor y el respeto que hay allí. En Japón nadie te dará nada que no esté en condiciones, ¡nadie!, ni el vendedor de la calle, ni el del gran establecimiento. En cambio nuestra cultura es la del si cuela, cuela… Aceptémoslo, esa actitud hay que borrarla.

Y entonces se convirtió en su socio.

Más que mi socio… Yo colaboro con él y le aporto un know-how. Tengo total libertad para hacer allí. Además nos dijo: “Vamos a hacerlo como queráis y cuando queráis”. Ahora mismo podríamos estar sentadas en el restaurante de Tokio y tendríamos las mismas sensaciones que aquí. Es idéntico a éste. Y la cocina aún más.

Hoy entre el Sant Pau de Tokio, el de Sant Pol de Mar y el restaurante Moments, que comparte con su hijo, suma cinco estrellas Michelin. Menos mal que nunca estudió para ser chef…

Sí, tengo una formación totalmente doméstica. Cocinaba desde los 12 años para mi familia y había hecho solo cursillos de cocina para amas de casa. Ni mucho menos con la idea de dedicarme a ello, iba a esos cursillos porque me atrapaba la cocina, pero tenía terror a lo que era tener un restaurante.

¿Qué diferencia hay, en cuanto a sensaciones, entre trabajar en su restaurante con tres estrellas, el de Sant Pol de Mar, o en el que tiene con una en Tokio?

No hay diferencia. Incluso cuando no nos conocían más que los vecinos de Sant Pol tenía la misma presión y compromiso. Esa ambición profesional por ofrecer cada día lo mejor es lo que te lleva a conseguir las estrellas y hacerlas sólidas.

Hablando de solidificar cosas intangibles, ¿de dónde viene lo de mezclar poesía y gastronomía en su carta?

Porque creo que una cocina pretende ser más que alimentación. Naturalmente debe ser nutrición, por lo tanto se le supone un buen producto. Pero siempre hay un punto que puede ir más allá. Hemos empezado el año con unos aperitivos poéticos dedicados al año Espriu. En enero los dimos aquí en Sant Pau de Sant Pol de Mar, en febrero los dimos en Tokio y en marzo en el Moments de Barcelona. Pero hemos hecho cosas de cine, de pintores, de cantautores…

Consumir cultura en el sentido más literal, vaya.

Tú te puedes tomar una canción en un bocado y entender al cantautor si te metes en su alma. Me encanta Joaquín Sabina, su poesía que a veces te hiere, que te hace pensar, que te dice que el amor es importante y el desamor es terrible… Pues hicimos una coca Joaquín Sabina. Allí había ingredientes que pueden reflejar su obra: en la base había hojaldre, que es la pasta más frágil y quebradiza de la pastelería, como la vida; un cabello de ángel representando la ambigüedad del sexo; pimientos del piquillo con guindilla picante, como sus letras; sardinas en salazón por el salero andaluz; vicios perseguidos como puerros fritos y pipas; un poquito de fino, ya que él dice que con fino las penas se van y toques de tabaco y café que dan esa personalidad a su voz. Era un bocado ecléctico y surrealista pero equilibrado, como sus canciones.

¿La ha probado él?

No, aún no. Él ha escrito sobre esta coca porque le envié el libro de Vázquez Montalbán donde utilizó esta historia. En tres ocasiones ha reservado para venir a probarla pero es un hombre muy ocupado y no ha podido. Ahora no la tengo pero evidentemente el día que venga se la haré para él. No me he rendido, aún espero que algún día venga a nuestras mesas.

Carme Ruscadella para Jot Down 3

Ahora que me ha contado cómo es un plato que “sabe” a Joaquín Sabina, ¿cómo sería el menú que hable de su vida, la vida de Carme Ruscalleda?

Los entrantes deberían ser potentes porque para meterte en este trabajo hay que tener fuerza. Estarían aliñados con un punto de guindilla, que te aviva para no dormirte. El menú debería contener algún amargo, habría picantes y cosas muy dulces. Seguro que predominaría el dulce porque me considero una persona muy afortunada.

Me decía que en sus restaurantes también están celebrando el año Espriu.

Sí, la idea parte de toda la fundación que ha puesto en marcha la celebración del año Espriu, algunos son clientes míos… entonces ellos me sugirieron llevar a los platos la obra de Espriu. Me mandaron poesía del autor que está relacionada con la comida para poder sacar ese párrafo y convertirlo en bocado; lo que él describe, después nos lo comemos.

Este era un poeta que hablaba de temas que preocupaban a la sociedad de su tiempo, de la moralidad de la época que vivió, ¿cómo es la Cataluña que vive usted?

Está ilusionada. Sufre esa crisis que nos castiga a todos, la sociedad del bienestar afectada, mucha gente sin trabajo que lo pasa realmente mal. Este es un país capaz de encontrar la salida, capaz de levantarse y volver a empezar. Cataluña es un país emprendedor y creativo.

Defiende Cataluña como país.

No lo defiendo, es que es un hecho que está en la historia. Cataluña es un país constituido en las Cortes. Es algo tangible, no es un invento. Históricamente Cataluña ha sufrido mucho, pero siempre ha sido capaz de crecer en calidad y en notoriedad. Si somos capaces de transmitir a la juventud esa fuerza creativa, ese creer en el valor del trabajo, un trabajo realizado con honestidad y de calidad… vas a seducir a quien compre tu obra si aquello vale el precio que le has puesto. Es hora de trabajar más por ganar menos. Eso es lo que define ese carácter catalán, por eso me duele tanto encontrar jóvenes apáticos, esa apatía que crea círculos de no hacer nada.

¿Cómo se le puede trasladar a esos jóvenes los valores de la honestidad en un momento de corrupción como este?

Bueno, eso es terrible porque la sociedad necesita patrones que transmitan fe. Necesitas creer a personas que te transmitan ese espíritu emprendedor y es frustrante tirar del hilo y que huela tan mal. Pero bueno, qué bien que hoy en día las cosas puedan saberse, y destaparse y no se guarden en un cajón para proteger a nadie. Ser político es una profesión muy dura que no todo el mundo puede realizar así que, que salga a flote la persona o político que puede ejercer esa profesión con la máxima honestidad.

Volviendo al arte, que es menos indigesto que la corrupción política, ¿le gustan las películas que hablan de cocina?

Hay de todo. Pero hay una película que no me cansa nunca, es poética, pura y muy entregada es El festín de Babette, transmite el alma del cocinero. Es un drama. Cuenta la historia de una cocinera que debe huir por motivos políticos y una casa la acoge para cocinar y como cuidadora. A esta señora le toca la lotería y es capaz de gastarse todo ese premio para mostrar a esa sociedad rigurosa y poco permisiva el placer de la comida. Cuando se ha gastado todo su dinero en proyectar su profesión, le dicen “¡Ahora vuelves a ser pobre!”, a lo que responde: “Un artista nunca es pobre”. Es preciosa porque habla de una persona que estaba limitada sacando el máximo de los mínimos y cuando puede permitírselo ofrece todo para dar un festín a los demás y así ella también ser feliz. Es una película que volvería a ver esta misma tarde.

Carme Ruscadella para Jot Down 4

Gustándole una película que trata el valor de la solidaridad, ¿qué supone para una cocinera el hambre en el mundo?

Es terrible. El hambre continúa siendo la principal causa de mortalidad en el mundo y no comprendo cómo las personas que mandan pueden dormir tranquilas siendo a veces los responsables de esas bolsas de pobreza y riqueza. No puedo entenderlo, sobre todo porque hay comida y comida sana para todos. No lo entiendo, no puedo entenderlo.

¿Participa en programas solidarios de este tipo?

Sí, he colaborado con muchísimas iniciativas de diversos motivos y diversas causas. El colectivo profesional de restauración es un colectivo muy generoso y dispuesto con esta causa. También me he encontrado con que me han tomado el pelo con temas parecidos. Me he encontrado, no siempre, desde luego, casos en los que he hecho una importante colaboración y luego me entero de que de eso han dado el 0,01%. Ahí me enfado mucho con el que me engaña. Es terrible que alguien se aproveche con causas como estas.

El engaño le enfada, ¿y qué le frustraría?

¿Sabes qué es lo que me hundiría? Siempre procuro saludar al cliente cuando ha terminado su menú degustación y le veo feliz, los ojos le brillan contándome esto me ha gustado, esto me ha recordado, esto me ha descubierto… Yo espero que nadie me diga que era solo comida. Ahí sí que me derrumbaría. Quiero que sea emoción, emociones a veces inspiradas en algo muy pobre o en algo muy rompedor que has descubierto en un viaje.

Le gusta viajar a través de las sensaciones de la comida, ¿elige los destinos de vacaciones para descubrir sabores?

Eso lo hacía cuando viajaba por placer, ahora casi siempre viajo por compromiso profesional. Pero sí, procuro que en esos viajes haya sitios para pararme, para repostar, para sentir, para ser feliz. Son besos de felicidad. La felicidad es un espacio muy limitado que la mesa puede ofrecer.

Y en esos periodos de felicidad en la mesa de un viaje, ¿consigue dejar de lado a la chef y olvidarse del trabajo?

Estoy atrapada en mi trabajo, muy atrapada. Por suerte tengo una familia que me saca de ese contexto cuando, sin proponerlo, me pongo a hablar de trabajo en momentos de ocio. Me riñen y rectifico, pero sin darme cuenta vuelvo a hablar de trabajo. Siempre me dicen “hoy no, por favor”.

¿Cuál fue su último descubrimiento gastronómico?

Viajé el año pasado a Perú y quedé seducida por los productos y la técnica gastronómica de allí, desde una familia de patatas que no había visto nunca hasta el tratamiento de lo crudo que hacen. Los peruanos tienen mucha influencia japonesa en la mesa y descubrí que es una cocina muy honesta. Hay que ser muy riguroso, puro y honesto cuando se trabajan las cosas crudas.

En un restaurante, ¿le gusta ver cómo preparan lo que comerá?

Sí, claro. Me gusta mucho la tendencia de las cocinas abiertas en los restaurantes. Esto obliga a tener una cocina bien arreglada, limpia, pulcra y el cocinero se mueve distinto cuando le ven.

Entonces le gusta mirar cómo cocinan otros, ¿qué le parecen los programas sobre cocina que hay en televisión? ¿Le gusta la imagen de los cocineros que se proyecta en programas como el de Pesadilla en la cocina, de Alberto Chicote?

Siempre hago una lectura positiva en este sentido. Estoy convencida de que estos programas de cocina habrán enganchado a cocinar a gente que antes no sabía ni que la sartén tenía que estar caliente para ponerte a saltear algo. Ha pulido mucho a personas que ni se fijaban, ha formado y ha ilusionado. Luego por otro lado hay cosas más provocadoras, más divertidas… Lo de Chicote lo veo muy guionizado (ríe) pero es normal, es un programa de entretenimiento. También tiene una lectura positiva: si alguien tiene la cocina así, tiene que darse cuenta de que eso es un error y por eso le va tan mal.

A la única mujer del mundo con cinco estrellas Michelin, ¿le dan recetas?

Sí, y me encanta. Vivo en un espacio donde cada día alguien me cuenta cosas que ha probado, que hace, que le cocinaban. Hoy seguro que me contarán algo nuevo y eso me gusta mucho.

¿Le parece mal que se registren técnicas de cocinar alimentos?

Llegará el día en que alguien descubra una nueva técnica y quiera registrarla, ¿por qué no? Está recién presentada la Bullipedia que lleva un trabajo enorme. Ya solo por ordenar productos puros, especificar qué base culinaria hay en ellos, investigar trabajos, nuevas tendencias, nuevos conceptos… eso es un trabajo inmenso. Es una enciclopedia que solo podía hacer Bullipedia. Con Ferran Adrià nacieron mil y una técnicas de cocinar y las podemos usar todos.

Imagine que alguien hubiese patentado la fritura.

Bueno, o el que inventó la tortilla de patata, que debió de ser un loco iluminado. ¡Batir un huevo, con la belleza que tiene un huevo! Una fritura es una técnica que puedes hacer de mil y una maneras.

¿Actualmente para una persona que se quiera dedicar a la restauración sin formación técnica sería posible conseguir lo que usted ha conseguido?

Es muy difícil, pero un autodidacta que siente la fuerza emprendedora es porque cuenta con un bagaje sólido para crear algo con personalidad. Yo creo que nuestra cocina cuenta con esa personalidad precisamente porque no cuenta con esa formación técnica, arrancamos desde un mundo más bucólico. A esa gente le diría que si no tiene mucho bagaje culinario pero le gusta este mundo, necesita una formación. Además es una profesión que tiene mil abanicos de salida profesional. No hay una cocina hay mil cocinas, pero debe enamorarse de ello y dedicarle mucho tiempo.

¿Y en el caso de los que están formándose en escuelas de hostelería?

Esa generación que se prepara en una escuela debe aprovechar el tiempo. Yo les diría que vayan un paso más allá y no se queden solo con lo que les enseñan en la escuela, que sean curiosos e inquietos y que se preparen bien porque cada día se te tuercen mil cosas en una cocina.

Carme Ruscadella para Jot Down 5

Fotografía: Alberto Gamazo

Algunos inventos inútiles, o la crítica del materialismo

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Kenji Kawakami

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Una visita al padre de George Constanza lleva a Cosmo Kramer a inventar un sostén para ancianos en uno de los mejores episodios de la serie televisiva Seinfeld . “Vender sostenes a mujeres significa abarcar solo el 50% del mercado” afirma el inversionista que Kramer y Frank, el padre de George, consiguen para su invento: la lógica detrás de esa afirmación es indiscutible, excepto por el hecho de que nadie quiere ver a un anciano con sostén, nadie quiere ver anuncios de ancianos en ropa interior en las páginas de su revista favorita y nadie desea trabajar en la sección correspondiente en cualquier tienda de ropa. Una vez más (y esto parece ser lo que caracteriza la lógica económica que preside todas las invenciones absurdas), la creación del producto supone la de su necesidad: tan solo se requiere que el público se habitúe a ello. Que la oferta de sostenes para ancianos sea minúscula o inexistente en sitios como El Corte Inglés se debe a una desavenencia entre Frank y el inversionista, así como al hecho de que Seinfeld es una obra de ficción, pero hay poco de ficcional en el tipo de lógica mercantil que preside las invenciones de Kramer (una selección de las cuales puede encontrarse en YouTube): un restaurante donde el cliente puede cocinar su propia pizza, un coffee table book sobre coffee tables, un perfume que te hace oler como si acabaras de regresar de la playa, una máquina expendedora de corbatas para restaurantes, etcétera. En Seinfeld (cuya crítica social tiende a menudo a ser subestimada) estas invenciones funcionan como un comentario al margen acerca de un sistema económico articulado en torno a la creación de necesidades falsas y capaz (al menos potencialmente) de producir cualquier objeto estúpido si consigue convencer a la suficiente cantidad de consumidores de que deben comprarlo.

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Al parecer, no es difícil hacerlo. Wilhelm Reich, por ejemplo, convenció a cientos de psiquiatras en Europa y en Estados Unidos de la utilidad de su “acumulador de orgón”, un aparato de su invención consistente en una cabina metálica en la que (supuestamente), ante la imposibilidad de escapar a ningún sitio, la energía del paciente rebotaría y volvería a ingresar en su cuerpo, curándolo de enfermedades como el resfriado, el reuma, el cáncer y la esquizofrenia.

Reich había nacido en 1897 en la Galitzia austrohúngara de la que también vinieron Paul Celan, Joseph Roth, Zbigniew Herbert, Bruno Schulz y otros; había estudiado con Sigmund Freud (de quien había acabado distanciándose a raíz de que el padre del psicoanálisis no compartía la importancia otorgada a la sexualidad por Reich, para quien la salud mental de una persona podía medirse por su capacidad para obtener placer sexual) y había estado huyendo del nazismo desde 1934, primero en los países escandinavos y más tarde en los Estados Unidos, donde había comenzado a comercializar sus acumuladores. Al parecer, fue precisamente en 1934, en Suecia, cuando a Reich se le ocurrió que era posible ver la energía sexual (que para él era la energía biológica, sin más) con ayuda de un microscopio; un año después dijo haberla visto y que era de color azul. Reich cogió una conjuntivitis mientras estudiaba muestras vegetales a través del microscopio (creía que la base de la energía sexual debía encontrarse en las plantas, que constituyen la base de la pirámide alimentaria) pero la atribuyó a la energía producida por los “biones” de las plantas y aumentada por el microscopio, así que la enfermedad lo reforzó en su convencimiento de haber dado con el mínimo común denominador de la vida: a continuación, comenzó a vender los aparatos para prolongarla mediante la acumulación de orgones. En 1947, la Administración estadounidense inició una demanda contra él por comercializar como si se tratase de un producto médico un aparato cuyos beneficios para la salud no estaban demostrados: Reich fue condenado a dos años de cárcel en 1954, su obra fue prohibida (de hecho, una buena parte de ella fue quemada por las autoridades en el patio de la casa de Reich, quien ya había visto arder esas mismas obras a manos de los nazis en 1933), sus acumuladores destruidos y su creador murió en la cárcel de Lewisburg, en Pennsylvania, tres años después con un diagnóstico de esquizofrenia.

Aún hoy se discute acerca de si el “descubrimiento” del orgón por parte de Reich no fue el producto de su enfermedad mental; aún hoy, también, sus métodos siguen siendo empleados por algunos terapeutas y están en la base de algunas pseudociencias y de prácticas esotéricas del tipo new age; más aún: cada vez que alguien dice (en particular en América Latina) que una persona tiene o es “buena onda” está citando en mayor o menor medida a Reich, para quien el orgón era equiparable a la energía vital que las religiones orientales denominan prana, qi o kundalini. No hay testimonios de que Woody Allen se haya visto muy beneficiado por su visita a un orgasmatrón en El dormilón (aunque, por supuesto, Allen no es alguien de quien uno pueda decir que carece de energía sexual), pero los acumuladores de Reich siguen siendo comercializados estos días (Motörhead les dedicó una canción), en los que incluso se venden unos cañones que bombardearían de orgones el cielo con fines que a mí se me escapan.

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Curiosamente, la invención de dispositivos de base dudosa y de efectos discutibles o nulos también interesó mucho a los primeros perseguidores de Wilhelm Reich, los nazis (los segundos fueron los servicios secretos estadounidenses, aunque Reich creía que quienes lo vigilaban eran los extraterrestres). Mientras el almirantazgo alemán se esforzaba por detectar la ubicación exacta de submarinos enemigos en el área del Atlántico con un péndulo de metal y algunos jerarcas consideraban la posibilidad de que la Tierra fuese hueca y estuviese habitada en su interior por gigantes arios potencialmente susceptibles de ser reclutados en las tropas del Eje, algunos científicos nacionalsocialistas diseñaban y probaban armas que lanzaban rayos X e infrarrojos al tiempo que otros, mejor orientados, estudiaban las posibilidades bélicas de la energía nuclear, que sus homólogos en los Estados Unidos (muchos de ellos, científicos alemanes exiliados) supieron explotar mejor. Albert Speer cuenta en sus memorias que Hermann Göring se dirigió a él hacia el final de la guerra para preguntarle acerca de la viabilidad de un tren de concreto a prueba de bombas que se le había ocurrido; Speer le dijo que un tren de ese material tendría un peso tan desmesurado que no habría locomotora capaz de ponerlo en movimiento, cosa que parece haber apenado mucho a Göring. A Adolf Hitler también lo apenó profundamente la inviabilidad de su “bomba de alta presión” (en realidad, un cañón de 100 metros de longitud que lanzaría monumentales bombas a la distancia y que, por supuesto, nunca funcionó), pero (de acuerdo a un vídeo en YouTube) lo que más lo enfadó fue la reforma laboral de Mariano Rajoy, esta sí, mucho más dañina que todas las fantasías hitlerianas de la Tierra hueca, los trenes de concreto y los cañones gigantes.

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En un libro magnífico de Gonzalo Carranza titulado Máquinas infernales (Buenos Aires: Colihue, 1999) se informa acerca de la invención en Barcelona en 1907 de una “ventana fuelle”. Al parecer, esta consistía en una ventana adosada a un fuelle similar al de una máquina fotográfica antigua que permitía “acercar” la ventana al centro de la habitación facilitando que su usuario se refrescase sin necesidad de aproximarse a ella o, como decía su anuncio en la revista Mundo científico, permitiéndole “respirar el aire fresco de la noche sin tener que exponer el cuerpo a las inclemencias atmosféricas”. Al igual que otros inventos catalanes (el idioma catalán, por ejemplo), este no abandonó las fronteras regionales (o nacionales, como se prefiera) a pesar de que su utilidad parece inobjetable, o no.

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El sostén para hombres ya existe y es muy popular en Japón. Allí afuera hay alguien lanzando orgones al cielo y es posible que esto nos reporte beneficios de los que nada sabemos aún (de hecho, quizás esto explique la existencia del porno amateur peruano, por mencionar un fenómeno inexplicable). Quizás alguien logre construir un tren de concreto susceptible de moverse. Ninguno de estos inventos responde a una necesidad real; de hecho, su interés y su valor radican en proponer soluciones imaginarias a problemas inexistentes, que es la finalidad de la patafísica (a la que, como es evidente, se adhieren estos artículos) y lo que desde hace tiempo lleva a cabo el japonés Kenji Kawakami, director de la Academia Chindogu. Esta alienta y documenta la producción de objetos sin utilidad práctica que, sin embargo, deben funcionar; objetos, como sostiene Kawakami en el libro Chindogu oder 99 (un)sinnige Erfindungen (Chindogu, o 99 invenciones absurdas. Colonia: DuMont, 1997), que deben cumplir con diez requisitos para ser considerados “chindogu”: no deben tener ninguna aplicación práctica, deben cumplir su función (es decir, deben funcionar aunque su funcionamiento sea disparatado e innecesario), no deben adecuarse a ningún tipo de norma o costumbre, tienen que poder ser utilizados en la vida cotidiana, no deben estar a la venta, no tienen que cumplir una función exclusiva o principalmente humorística (aunque el efecto cómico pueda existir a modo de apéndice y en una segunda interpretación del objeto), deben poder ser utilizados por todos los géneros y razas de forma indistinta.

Ropa infantil que permite que el niño limpie el suelo mientras se arrastra por él, pantuflas que se pueden calzar en un sentido o en otro (y solucionan el problema de que, al levantarse uno de la cama, estas siempre apuntan en la dirección inadecuada), un paraguas que puede llevarse como si se tratase de una corbata, un despertador equipado con púas que pincha a su propietario cuando este quiere apagarlo, gafas con embudo para aplicarse gotas oftalmológicas, un paso de cebra portátil: todos estos inventos (algunos de los cuales el propio Kawakami muestra aquí) no responden a ninguna necesidad sino que la crean y, por ello, son un fracaso, al tiempo que una rebeldía: son un fracaso en el sentido de que, aunque se postulan como objetos absurdos y carentes de utilidad no son menos absurdos e inútiles que muchos otros objetos que se comercializan estos días (cosa que podrán entender quienes hayan sido padres recientemente, ya que el convertirse en uno parece estar irremediablemente vinculado estos días con la adquisición de sillas, bolsos, carros y otros chismes que nadie parece haber necesitado en el pasado, a pesar de que, según dicen, los niños se hacían en mayor número y con más facilidad que en el presente); en ese sentido, los chindogu son una muestra de rebeldía ante nuestro excesivo consumismo y quienes se benefician de él. En palabras de su creador, “son una crítica a nuestra civilización, materialista y descarrilada”. “Quizás las personas que conocen los chindogu comiencen a llevar poco a poco una vida sin tantos objetos inútiles y descubran que, de eso modo, viven con mayor libertad y autonomía”, sostiene Kawakami, pero una sociedad así es tan improbable estos días como la existencia de los gigantes arios en el centro de la Tierra, a disposición de quienquiera que desee iniciar una conflagración mundial cualquier día de estos y necesitados de un buen bronceado.

Armada y peligrosa (II): Mujeres guerreras de la Antigüedad

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Naginata woman

Rudyard Kipling escribió en un curioso poema que la hembra de cualquier especie, incluyendo la humana, es siempre más letal que el macho. Históricamente la guerra ha sido cosa de hombres y se ha excluido a las mujeres de la vanguardia de los ejércitos; sin embargo, la imagen de la mujer armada y peligrosa, blandiendo una espada o abatiendo enemigos con arco y flechas, abunda en muchas mitologías. Atenea era la diosa griega de la guerra, oponiendo estrategia y sabiduría a la caótica fuerza bruta del dios guerrero masculino, Ares. Las sociedad matriarcal y guerrera de las amazonas defendía su modo de vida con uñas y dientes…

No está claro hasta qué punto las amazonas de la mitología tienen una base histórica, aunque algunas crónicas, en particular de Heródoto, las identifican con guerreras sármatas o escitas. En cualquier caso, el arquetipo de las amazonas, y en general el de las mujeres guerreras, se ha movido entre los extremos del sueño erótico masculino y la utopía feminista. En Amazonas, de Mainon y Ursini, se hace referencia a un experimento de la profesora Batya Weinbaum. Hizo comparar a sus alumnos dos textos antiguos en que aparecían amazonas: Sergas de Esplandián de Montalvo (1510) y La ciudad de las damas de Cristina de Pizán (1405). Estas fueron sus conclusiones: «Las amazonas de Montalvo eran tontas, banales, vestidas con una elegancia excesiva, sensuales, incapaces, crueles e ineptas. Las de Pizán eran inteligentes, ingeniosas, cooperativas, amistosas, fuertes, valientes, valerosas, vestidas de forma práctica y creativas».

Pues bien, ¿cómo eran en realidad las mujeres guerreras? ¿Crueles o amistosas? ¿Sensuales o prácticas? Ambas cosas y ninguna, como veremos: si en el anterior artículo hablé de cuatro mujeres del salvaje oeste, hoy me remontaré a la Antigüedad en busca de cuatro féminas de armas tomar.

1. La venganza de la reina Boudica

BoudicaAño 60 d.C. Midlands, Britania. Un ejército de 70.000 guerreros observa con reverencia a una mujer altísima de mirada fiera, con una melena pelirroja que le llega hasta la cintura. Su voz resuena, atronadora: «¡Mostremos a los romanos que no son más que liebres y zorros tratando de gobernar sobre lobos y perros!». Apenas acaba de hablar, abre su colorida túnica y deja escapar de ella una liebre que huye aterrorizada hacia la izquierda, señal de buena fortuna. Los soldados aúllan mientras la mujer blande su lanza y continúa su discurso: «Te doy las gracias, diosa Andraste, Gran Madre, y te invoco de mujer a mujer… ¡Suplico por la victoria y la libertad!».

Quien así grita entre vítores de su pueblo es Boudica (latinizado en Boadicea), reina guerrera de los icenos y aliada de los trinovantes. Tiene sobrados motivos para estar cabreada. Tras invadir las islas británicas, los romanos habían llegado a una tregua con la tribu de los icenos, gobernada por el rey Prasutagus, más interesado en los banquetes que en la guerra. Al morir, Prasutagus legó el reino a su orgullosa esposa Boudica, pero los romanos se rieron ante la idea de que una mujer gobernara. Cuando Boudica acudió con sus hijas ante el prefecto para quejarse, fue azotada cruelmente, y sus hijas violadas con desprecio ante sus ojos. Aún no lo sabían, pero todos los hombres presentes acababan de firmar su sentencia de muerte.

En paralelo, según cuenta Dión Casio, varios inoportunos prestamistas romanos (entre ellos, Séneca el Joven) eligieron ese momento para exigir el retorno de sus inversiones en la isla. Para ello, aplicaron remedios muy parecidos a los que sugiere hoy en día la troika: saquear aldeas y vender a sus habitantes como esclavos. Con este caldo de cultivo, a la furiosa Boudica no le costó demasiado encender el fuego de la rebelión.

Aprovechando que las tropas del gobernador Suetonio estaban entretenidas exterminando druidas galeses, los rebeldes arrasaron la colonia de Camulodunum (Colchester), pasando a todos sus habitantes a cuchillo, demoliendo metódicamente los edificios y aniquilando a la Novena Legión Hispana (ejem), que trató de acudir al rescate. Poco después, la mismísima Londinum (Londres), fue incendiada hasta los cimientos dejando un fino estrato geológico de cerámica quemada, monedas fundidas y rabia. Verulanium (St Albans) corrió la misma suerte… 80.000 cadáveres romanos, tres ciudades arrasadas, Roma planteándose abandonar Britania… No se le tocan los ovarios a una reina guerrera britona.

Suetonio reunió un ejército de 10.000 legionarios con el que plantar cara a los 70.000 guerreros de Boudica. Para que la inferioridad numérica no jugara en su contra, presentó batalla en un estrecho desfiladero. Y aquí volvemos al momento crítico con el que abría este relato: la liebre adivinatoria que suelta Boudica sale corriendo hacia la izquierda, señal de buen augurio. Envalentonados, los icenos atacan aunque las condiciones del terreno no les favorezcan, y tras una lucha encarnizada, no solo pierden sino que son prácticamente exterminados. Si tan solo esa liebre hubiera huido hacia la derecha…

Boudica_(Aldaron) Statue

No está claro qué le ocurrió a Boudica tras la derrota. Tácito cuenta que se suicidó usando veneno, pero otras historias afirman que murió de enfermedad o asesinada en la vanguardia del ejército. En su maravillosa novela gráfica From Hell, Alan Moore convierte la derrota de Boadicea en el entierro de la última esperanza femenina de recuperar las sociedades matriarcales primigenias… La muerte de la reina marcaría un punto clave en el paso de la adoración de una diosa madre lunar a un dios padre solar y apolíneo. Pero como la vida tiene extrañas ironías, durante la época victoriana se vivió un cierto revival de la historia de Boudica, probablemente porque la traducción de su nombre es… Victoria. Sí, como la reina. Así pues, en el siglo XIX se construyeron estatuas en su honor en Westminster, Tennyson le dedicó un poema, nacieron a su alrededor leyendas y rumores… Si vais a la estación de King’s Cross de Londres, echad un vistazo al espacio entre los andenes nueve y diez. No se esconde ahí una entrada secreta a Hogwarts, sino (de hacer caso a la leyenda) el cadáver de la reina Boudica, que volverá a la vida cuando menos lo esperemos para vengarse de los invasores de Roma. Tiembla, Berlusconi.

2. Zenobia de Palmira apuesta en el juego de tronos

Zenobia Queen - By Warwick GobleLa segunda mujer de mi lista de guerreras es una presunta descendiente de Cleopatra llamada Julia Aurelia Zenobia. Historiadores de la época (siglo III d.C) la describen como inteligente, hábil y hermosa, destacando sus ojos negros y siempre brillantes. Hablaba griego, aramaico, egipcio y latín, y frecuentaba a escritores y filósofos. Trebelio Polión comenta que, sin perder una elegante femineidad, solía comportarse «como un hombre», bebiendo junto a los soldados de la guardia, cabalgando y cazando con su propio arco.

Zenobia se casó con Odenato, rey de Palmira, rica ciudad siria sometida al Imperio romano. No tardó en tener con él un hijo, al que bautizó con el magnífico nombre de Lucio Julio Aurelio Septimio Vabalato Atenodoro, o simplemente Vabalato, derivado del aramaico Wahb Allat, «regalo de la Diosa». Vuelve a asomar un aspecto de la Madre primigenia. En cualquier caso, el heredero de Palmira era Hairam, hijo de Odenato de un anterior matrimonio.

Pero hete aquí que entra en escena el sobrino de Odenato, un camorrista con el desafortunado nombre de Meonio. Tras una estúpida disputa por una falta de respeto, Meonio saca su puñal en medio de una boda y lo clava repetidas veces en Odenato y el pequeño Hairam, matándolos a ambos. En ese momento trata de tomar el poder para sí mismo y nombrarse emperador, pero muere a manos de la viuda Zenobia, a quien no había tomado en serio. Ya se sabe: en el juego de tronos, o ganas o mueres… Según la Historia Augusta, probablemente parcial y manipulada, Zenobia habría sido la instigadora del crimen de Meonio, con el objetivo de asegurar el trono para ella misma y su hijo. Zenobia sostuvo siempre, en cambio, que Meonio trabajaba para los romanos. La verdad no la conocen ni mis queridos conspiranoicos.

Sea por casualidad o en un arranque de viudanegrismo, Zenobia emerge victoriosa de esta Boda Roja y asume el trono de Palmira como regente, hasta que su hijo Vabalato llegue a la mayoría de edad. Inmediatamente se rebela contra Roma, conquista Egipto y responde a las tímidas protestas del prefecto romano de Alejandría decapitándolo. Invade territorios de Siria, Líbano y Palestina, ganándose el sobrenombre de «la reina guerrera» al acumular un triunfo tras otro. En pocos años crea un próspero imperio aprovechando las rutas comerciales, y Palmira («la Roma del desierto») vive un intenso florecimiento económico, cultural y artístico.

Pero el fuego de Zenobia-Daenerys no tarda en chocar con el hielo del emperador Aureliano-Stannis, un líder militar romano frío e implacable más temido por sus propias tropas que por el enemigo. Peleaba en primera línea, y se supone que en una sola campaña mató 1000 bárbaros con su espada (mille, mille, mille occidit, cantaban sus legiones). El contraataque romano empieza reconquistando Egipto, con tanta furia que parte de la biblioteca de Alejandría queda destruida. A las tropas de Aureliano les cuesta atravesar el desierto, pero acaban sitiando Palmira y poniendo en fuga a Zenobia, que trata de escapar sin éxito, con Vabalato en brazos, sobre un veloz dromedario.

Aureliano se la lleva a Roma como trofeo, encadenada con grilletes de oro: así la representa Herbert Schmalz en La última mirada a Palmira de la reina Zenobia. El viaje resulta demasiado duro para el pobre Vabalato, todavía un crío, y al cabo de poco el «regalo de la Diosa» muere de agotamiento. En cuanto al destino de Zenobia tras su llegada a Roma: se cree que fue decapitada, cayó víctima de la enfermedad, se suicidó dejándose morir de hambre… O fue indultada por un compasivo Aureliano, que la casó con un anónimo senador romano. No sé qué me parece más improbable: si el gélido Aureliano mostrando calidez humana o la ardiente Zenobia aceptando un frío matrimonio de compromiso.

herbert_schmalz-zenobia

3. La astucia letal de la comandante Artemisia 

Septiembre del 480 a.C. Tras aniquilar a los 300 espartanos que protegían el desfiladero de las Termópilas y saquear Atenas, el ejército persa de Jerjes I planea derrotar definitivamente a los griegos con una batalla naval en el estrecho de Salamina. En un consejo de guerra celebrado en el mayor barco de la flota persa, los generales aconsejan uno tras otro a Jerjes que ataque inmediatamente.

Le llega el turno para hablar a Artemisia de Caria, gobernante de Halicarnaso, experta marinera y única mujer comandante en el ejército de Jerjes. En lugar del peloteo habitual, la capitana avisa de que los griegos, acorralados, son más peligrosos de lo que parece, y aconseja no presentar batalla de frente. El resto de comandantes contienen el aliento, pero Jerjes no se toma a mal el consejo, sino que aplaude la sinceridad de Artemisia… pero hace caso omiso y decide atacar igualmente.

Gran error. Los griegos, gracias a los trucos de desinformación y contraespionaje del ateniense Temístocles, cobran ventaja en la batalla naval. Artemisia lucha con valor al mando de sus cinco navíos, pero queda aislada del contingente principal, perseguida por un veloz barco ateniense. Solo podemos especular sobre lo que le pasó en ese momento por la cabeza a la capitana, pero el resultado es una estratagema un tanto cabrona pero brillante. El velero de Artemisia se abalanza sobre un trirreme persa aliado, el perteneciente a Damasatimo, rey de Calinda, y lo hunde, matando a todos sus tripulantes. Artemisia había tenido encontronazos previos con Damasatimo, y quiso matar dos pájaros de un tiro consiguiendo a la vez vengarse y salvar la vida. El navío ateniense ceja en su persecución, suponiendo que el barco de Artemisia pertenecía a desertores. Y allá en la lejanía, Jerjes piensa exactamente lo contrario: al divisar el velero de Artemisia (reconocible por peculiaridades de su construcción) hundiendo un barco que no identifica a simple vista, presupone que la víctima era un barco enemigo. En ese momento el rey persa murmura: «Mis hombres se comportan como mujeres, y la única mujer de mi ejército se comporta como un hombre».

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Toda esta historia la cuenta Heródoto con cierta retranca, sin disimular las simpatías que le inspira la astuta Artemisia. A quien quiera leer una versión novelada de la batalla, le remito a Salamina, de Javier Negrete, una maravilla en que Artemisia es uno de los personajes principales. Y en la segunda parte de 300, prevista para marzo de 2014, se ha anunciado que Eva Green interpretará a la capitana de rápidos reflejos.

4. Tomoe Gozen y las temibles onna-bugeisha 

Ishi-jo, de Kuniyoshi UtagawaMe permito apartarme de la Antigüedad clásica para terminar este recorrido en el Japón del período Heian, entre los siglos VIII y XII, donde podemos encontrar más mujeres guerreras de lo que podría imaginarse. Y es que estamos acostumbrados a la imagen de la cortesana lánguida y pasiva enfundada en un kimono en la corte imperial, pero la realidad femenina en el Japón antiguo era más compleja. A menudo las mujeres defendían los territorios familiares cuando los hombres iban a la guerra, así que se entrenaban duramente con el arco y la naginata, arma similar a una alabarda. El largo alcance de la naginata la convertía en letal contra asaltantes y bandoleros a caballo, sin que hiciera falta demasiada fuerza física para manejarla.

La presencia de mujeres guerreras (onna-bugeisha) en el campo de batalla fue escasa pero significativa. La legendaria emperatriz Jingu lideró sus propias tropas durante la invasión japonesa de Corea allá por el siglo II, y se la representa a menudoarmada y peligrosa. Varios siglos más tarde la versátil Hōjō Masako fue monja budista, guerrera y regente todo en uno: se la llegó a conocer como «La Monja Shogun» (es decir, la Monja Comandante).

Pero la heroína militar más conocida de la historia japonesa se llamó Tomoe Gozen (Gozen es un término honorífico, no un apellido), guerrera que aparece en el famoso Heike Monogatari. Allí se la describecon mucho entusiasmo: «Era muy hermosa, con piel blanca, largo cabello y rasgos encantadores. También era una arquera notablemente fuerte, y como espadachina valía por mil. Siempre estaba lista para enfrentarse a un demonio o un dios, a pie o a caballo. Manejaba potros sin domar con habilidad soberbia, cabalgaba sin hacerse un rasguño a través de peligrosos senderos. Cuando la batalla era inminente, Yoshinaka la enviaba como su primera capitana, equipada con una resistente armadura, una espada de enorme tamaño y un poderoso arco. Tomoe cumplía mayores hazañas que cualquiera de sus otros guerreros».

Los historiadores dudan que Tomoe Gozen fuera una figura histórica, ya que el Heike Monogatari mezcla generosamente realidad y ficción. Sin embargo, su imagen mítica encendió la imaginación popular y generó muchas historias, estas sí verificadas, sobre valentía guerrera femenina. Mi favorita ocurrió durante el Sengoku Jidai (siglos XV-XVI). Durante el largo asedio del castillo del señor Mimura Kotoku, en un momento de desesperación se produjo un suicidio en masa de mujeres y niños. Asqueada y rabiosa, la señora Kotoku se puso al frente de 83 soldados y cabalgó hacia el enemigo, aullando y «blandiendo su naginata como un molino de agua». Desafió en combate singular al general enemigo Ura Hyobu, que en lugar de pelear se escondió tras sus soldados mientras rezongaba «¡Esa mujer es un demonio!».

Hangaku_Gozen_by_YoshitoshiY ya que se acaba el artículo, me permito dar un último salto hasta el siglo XIX, durante la guerra de Boshin, que enfrentó a los samurais del shogunato Tokugawa con el cada vez más occidentalizado poder imperial. Dos mujeres guerreras lucharon en la región de Aizu (en Fukushima) contra las tropas favorables al emperador. La primera, Nakano Takeko, era una joven habilísima con la naginata. A pesar de que no se le permitió formar parte oficialmente del ejército, esta onna-bugeisha reunió una tropa de mujeres (Jōshitai), que resultaría enormememente efectiva. Durante una carga contra el ejército imperial Nakano recibió un disparo en el pecho, y al verse moribunda le pidió a su hermana que le cortara limpiamente la cabeza. Otra defensora de Aizu fue una excelente tiradora con rifle: Yamamoto Yaeko, más occidentalizada pero igualmente luchando por los samurais. La imaginación popular japonesa ha juntado a estas dos guerreras en varias obras de ficción: es muy tentador imaginar unos caracteres tan opuestos chocando como en una buddy movie. Cada año la televisión japonesa NHK emite una serie histórica o Taiga drama… En este 2013 le ha tocado a Yaeko y la guerra de Boshin.

Y así, con un golpe de
naginata, despido el artículo por ahora. Porque el siguiente paso me llevaría a hablar de mujeres armadas y peligrosas que lideraron revoluciones. Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Y la luz se hizo

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En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se movía por la superficie de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y la luz se hizo. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas.
(Gen. 1, 1-4.)

Y es posible que esa luz saliera del teléfono móvil de Dios, mientras buscaba el cajetín de los fusibles después de que un apagón los dejara a oscuras en el paraíso.

Luz. ¡Simplemente con apretar un interruptor! Algo tan trivial y cotidiano en nuestras vidas con lo que llevamos viviendo desde que nacimos. Algo impensable hace menos de 150 años, antes de que al señor Joseph Wilson Swan se le encendiera la bombilla, y encendiese las de los demás. ¿Pero qué ocurría con la luz antes de que se produjera toda esta orgía eléctrica que ha llegado hasta nuestros días?

Desde el principio de los tiempos nos hemos encerrado en cuevas con el único propósito de cobijarnos de agentes atmosféricos adversos como la lluvia y el frío. El ser humano necesitaba cuatro paredes, o si me permiten la aclaración, dos planos verticales y otros dos horizontales.

Pero su mente, que es muy antojadiza, no se contentó con lo que accidentalmente nos había proporcionado la naturaleza, y salimos de aquella primera y no demasiado acogedora caverna para dar rienda suelta a nuestros primeros caprichos arquitectónicos. El hombre abandonó esa oscura guarida en busca de luz y ha estado persiguiéndola durante miles de años. Y esa búsqueda no solo se limita a Occidente.

La fina lámina de papel de arroz en los shoji hace que a veces,  las luces y las sombras se pongan a jugar.

La fina lámina de papel de arroz en los shoji hace que a veces, las luces y las sombras se pongan a jugar.

Como trata de explicar Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra, la belleza nipona no reside exclusivamente en la luz, en los elementos brillantes. En Japón la sombra pierde ese matiz negativo que le hemos atribuido culturalmente y es considerada como un elemento más de belleza. Curiosamente, en el imperio del sol naciente la luz habla más de las sombras que genera que de los objetos que ilumina. En la cultura japonesa existe una preocupación de velar todo con una ligera y difusa penumbra de manera que no podamos discernir el límite. En los templos sintoístas construidos hace cientos de años, los propios aleros de sus tejados se encargan de proyectar una profunda sombra que oculta su estructura a ojos de los visitantes. ¿Pondría nuestro amigo Calatrava el grito en el cielo si se enterase de esta tendencia que trata de esconder los elementos portantes? Es posible que demandase uno a uno a los constructores de cada santuario nipón, por haber atentado contra su «derecho moral».

Pero volviendo a lo que nos atañe, no nos resultará extraño que el comienzo de la vivienda tradicional japonesa sea precisamente por el tejado, igual que la canción de Fito & Fitipaldis. Después de haber dispuesto un perímetro sobre el cual se va a desarrollar la construcción, es necesario un enorme quitasol que genere una superficie a la que no sea capaz de acceder el astro rey, disponiendo las habitaciones bajo ese crepúsculo artificial. Una vez dentro, el entendimiento que tienen de la iluminación nos vuelve a dejar a los occidentales a años luz. La belleza en las habitaciones japonesas reside en el propio contraste generado por la opacidad de las paredes de papel de arroz (conocidas como shoji) al paso del sol. La luz indirecta es la encargada de penetrar por las finas láminas de las puertas tradicionales para iluminar el resto de las estancias, prohibiendo su entrada en la habitación a la que proviene directamente del sol, por no llevar las zapatillas correctas para la ocasión. Y no contentos con ese brillo, bañaban las paredes en oro, potenciando esa iluminación cálida imposible de encontrar en otras culturas. El oro refleja la luz sin perder el brillo ambiental, al contrario que el resto de metales existentes.

Pero, ¡Ay, amigo! ¿Qué ha sido de estos conceptos tan sutiles en una metrópoli llamada Tokio, en la que el progreso y la tecnología van saltando juntos de la mano? Donde la luz ha sido relegada y obligada a prostituirse en carteles publicitarios de neón para que astutos anunciantes nos hagan llegar sus productos en la caótica noche japonesa. Lugar en el que sus habitantes esperan a la sombra del edificio situada varios metros detrás del paso de cebra que quieren cruzar, esperando la señal verde del semáforo; mientras los más atrevidos caminan bajo sombrillas (aunque puedan parecer paraguas) huyendo del suave sol de primavera.

Cuando se pone el sol y termina el día, uno nuevo y opuesto al anterior comienza en las calles de la metrópoli japonesa. Fotografía de Stefano.

Cuando se pone el sol y termina el día, uno nuevo y opuesto al anterior comienza en las calles de la metrópoli japonesa. Fotografía de Stefano.

¿Se ha perdido pues la luz como elemento ingrávido y etéreo en la arquitectura contemporánea oriental? Es posible, aunque antes de responder a esta complicada cuestión deberíamos conocer un pequeño proyecto situado en Ibaraki de la mano de Tadao Ando.

Efectivamente, la Iglesia de la luz.

Un diminuto templo dedicado al cristianismo, religión minoritaria en Japón, en un pueblo alejado de la mano de Dios. Elementos que ya de por sí dificultan la concepción de un proyecto en el cual, por si fuera poco, existieron serios problemas de presupuesto hasta el punto de llegar a plantearse su realización una vez finalizado el diseño. Pero, al igual que la filosofía de Mies van der Rohe de «menos es más», todos estos condicionantes terminaron transformándose en reto.

El edificio principal del conjunto, es una caja de hormigón de seis metros de ancho por 18 de largo. Un limitado espacio para oficiar misa que gana altura a medida que te aproximas al altar. La pregunta del lector será obvia. ¿Cómo crear un espacio religioso con tan poco presupuesto, en un solar tan acotado y con los menores elementos posibles? Y ahí es donde entra el señor Ando en escena, regalándonos una lección magistral de arquitectura.

Planta del edificio principal y maqueta diseñada por Tadao Ando.

Planta del edificio principal y maqueta diseñada por Tadao Ando.

Una caja, me diréis. Una triste y repetida-hasta-la-saciedad caja. Y no os falta razón, las dimensiones del prisma son convencionales. Pero el maestro, riéndose muy bajito de los arquitectos del high-tech dispone un sencillo muro de hormigón atravesando el templo diagonalmente, para crear una entrada. Un muro que, separado del techo y sin llegar a tocarlo, inunda de luz el espacio de entrada y hace que tengamos la sensación de que este elemento levita ante nuestros ojos en el espacio de la capilla. Y por si fuera poco, la puerta la realiza de vidrio y totalmente corredera, como una poética metáfora en relación con los shojis tradicionales explicados anteriormente.

Bien, los accesos han sido resueltos con elegancia. Y es cierto que un templo no deja de ser una conexión entre el mundo terrenal y el divino, pero soy consciente de que no os vais a conformar con esto. Y es precisamente después de haber atravesado la entrada cuando nos encontramos con el altar a nuestras espaldas. El pavimento va descendiendo ligeramente hasta el lugar en el que se encuentra la única cruz de toda la edificación.

Y menuda cruz.

Ocupando los límites de la fachada posterior de la iglesia, el muro de hormigón desaparece en dos líneas perpendiculares, quedando habitado este vacío por dos ligeras capas de vidrio, encargadas de proteger el espacio sagrado de la intemperie. Produciendo así un fuerte contraste entre el interior y el exterior, dando lugar a la imagen más bella del templo.

Visión interior de la capilla. Fotografía de Luis Lope de Toledo.

Visión interior de la capilla. Fotografía de Luis Lope de Toledo.

La oscuridad existente en la capilla hace que, pese a la naturaleza transparente del vidrio, no seamos capaces de ver el exterior, y todo lo que llegue a nuestros ojos sea una brillante luz, quedando oculto el paisaje posterior de nuestra capilla. Una única cruz que es capaz de ocultar, dejando pasar un simple elemento incorpóreo como la luz, reafirmando la teoría de que para esconder, a veces solo tenemos que iluminar. Y es tan fuerte esa sensación de luminosidad, que es necesario acercarse para descubrir que no tenemos un foco detrás de la abertura y existe naturaleza al otro lado del muro. Con una simple perforación en la piedra ha sido capaz de ocultar lo visible. Y de mostrar lo invisible.

Incluso los bancos de madera, que forman parte del único mobiliario existente en la sala, están realizados con los andamios que un día sirvieron al personal de obra en el proceso de construcción de la iglesia, siendo reutilizados tras una buena capa de pintura negra. El color, o mejor dicho la falta del mismo, produce un camino al altar en el que pasamos de la oscuridad a la luz, como una alegoría bíblica en la que los pecadores son redimidos de sus faltas terrenales para ingresar en el mundo sagrado, abandonando todos los bienes materiales.

No son necesarios presupuestos desorbitados para realizar un buen proyecto. Tampoco adornos, ni paredes bañadas en oro. Ni siquiera recargadas imágenes sagradas para construir una delicada iglesia. 

Solo luz.

El último sueño metabolista. ¡Vivamos en 10 metros cuadrados!

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Nakagin Capsule Tower

En adelante, de aquel pasado suyo verdadero e hipotético, él está excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas. (Italo Calvino, Las ciudades invisibles)

Aún recuerdo con nostalgia aquel capítulo de Bola de Dragón en el que Bulma, ante la mirada estupefacta de un todavía pequeño e inexperto Son Goku, lanzaba con fuerza una cápsula al suelo para que emergiera, por arte de magia, una moto de su interior. O sin ir tan lejos y con ningún tipo de añoranza, la analogía existente con la serie de anime Pokemon, en la que extraños seres vivos brotan de otras cápsulas esféricas diferentes, esta vez mucho mayores que las primeras. ¿Casualidad? Es posible. Pero lo que no se trata de ninguna serendipia es que ambas producciones hayan sidas concebidas en Japón.

Para entender a la cuna del sol naciente, es necesario realizar una radiografía, breve y precisa, a su capital Tokio. Puede parecer una de las ciudades más caóticas y desordenadas del mundo cuando se visita por primera vez, pero el modelo de ciudad occidental que ordena la mayoría de nuestras metrópolis queda obsoleto y los cascos históricos encerrados tiempo atrás por murallas medievales y más tarde de pólvora, se convierten en utopías. Donde cualquier trazado urbanístico o planeamiento en retícula son meras fantasías. En el área metropolitana de Tokio, donde viven cerca de cuarenta millones de personas, las estaciones de metro hacen de centro urbano sobre el que, como si de una estructura neuronal perfectamente hilada se tratara, se va generando vida.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el 90% de la ciudad quedó arrasada bajo incipientes bombardeos. Posteriormente, la metrópoli fue reconstruida en torno a las estaciones de mayor actividad, apareciendo supermercados de barrio, plazas y parques en sus proximidades. Todo ello sumado a la existencia de un perfecto sistema ferroviario en el que la media de retraso de los últimos veinte años es de apenas ¡diecicho segundos!, hace que el coche dentro de la urbe sea prácticamente innecesario. Los japoneses necesitan un gran número de tiendas, de menor tamaño, cerca de sus domicilios y centros de trabajo. De casa al tren, del tren a la oficina y viceversa, acompañados por un buen tomo del manga más estrafalario posible.

Pero como «polvo somos y en polvo nos convertiremos», los edificios no iban a ser menos. Los inmuebles se suelen derruir como término medio a los veinticinco años. Y eso sin tener en cuenta los terremotos que asolan la zona. Así, por capricho. A nadie le gusta comprar unos zapatos usados, así que ¿por qué hacer lo mismo con una vivienda? Antojo arquitectónico que favorece la continua metamorfosis de la ciudad, a medida que avanza el tiempo.

El cambio es constante.

Y llegaron los metabolistas

Tras el colapso del CIAM en 1959, la década de los 60 se las prometía y muy felices en Japón. La arquitectura moderna era considerada como un movimiento «frío y sin alma» y el señor Kishō Kurokawa, acompañado por un pequeño grupo de compatriotas, planteó un nuevo concepto de ciudad, entendiéndose como un artefacto vivo y mutable. Se dispusieron así de cuatro conceptos clave, que son necesarios para entender todo este sarao:

  1. Impermanencia. La destrucción es parte del ciclo vital. ¿Para qué conservar un edificio feo e inservible cuando podemos tener otro, un poco más feo, e inservible dentro de unos años? Las ciudades han de evolucionar, adaptándose a las nuevas necesidades de sus habitantes.
  2. Materialidad. O lo que viene a ser lo mismo, honestidad constructiva. Si una vivienda es de cemento, tiene además que parecerlo. No a los ornamentos. ¿Te suena de algo, Adolf Loos?
  3. Receptividad. Es decir, adoptemos todas aquellas técnicas extranjeras que nos puedan servir de utilidad. Si lo que hace mi vecino está bien, ¿quién soy yo para negarme al progreso?
  4. Detalle. El edificio se genera comenzando por elementos minúsculos para después formar un todo. No se piensa globalmente hasta que no se ha definido las partes que lo componen. Las piezas pueden ser autónomas, sin olvidar la relación que guardan entre ellas.
Ciudad en el aire

«Ciudad en el aire» de Arata Isozaki. Los módulos de vivienda sobrevuelan la ciudad, soportados por grandes núcleos de comunicación que permitían el crecimiento orgánico de los mismos.

Las bases habían sido sentadas. A raíz de aquella vorágine intelectual, fueron apareciendo interesantes propuestas, sobre el papel, de lo que podían ser mega-ciudades sostenidas por estructuras futuristas, tangibles únicamente en la mente de algún que otro soñador (o perturbado, si me lo permiten) arquitecto.

Todo esto prometía, y aunque parecía que se iba a quedar en meros planteamientos teóricos, el señor Kurokawa tuvo que hacer de tripas corazón y demostrar que aquel modo de vida que planteaban era posible en el siglo XX. Y lo consiguió.

Vaya si lo consiguió.

¡Vivamos en cápsulas!

El edificio metabolista por excelencia es el Nakagin Capsule Tower, diseñado en 1970 por el propio Kurokawa. Construido en menos de un año, pronto se convirtió en un símbolo del nuevo pensamiento japonés, recibiendo elogios llegados de todas partes del mundo.

Pasando por alto los antecedentes del proyecto y teniendo en cuenta que su concepción fue menos ambiciosa de lo que se planteó en un inicio, la torre de cápsulas seguía fiel a su principio básico: en torno a dos núcleos de hormigón se disponían viviendas mínimas con la posibilidad de crecer orgánicamente de acuerdo a necesidades futuras. Las cápsulas prefabricadas se anclaban a la estructura portante en únicamente cuatro puntos, factor que agilizaría el proceso de construcción y el posterior reemplazo de las mismas, siguiendo la teoría de los veinticinco años de vida de la arquitectura nipona.

A lo largo y ancho de catorce pisos, se colocaban ciento cuarenta habitáculos con una disposición aparentemente aleatoria, y unas dimensiones de 2,3 de ancho por 3,8 de largo y unos escasos 2,1 metros de altura. No, las cuentas no os fallan. Son menos de diez metros cuadrados para vivir. Y si os parecen pocos, os diré que cada cápsula contiene una cama, un escritorio, un frigorífico, una televisión, una radio, un inodoro y una ducha. Y espacios de almacenamiento, por si alguien siente la imperiosa necesidad de disponer de algún objeto más en tan reducido espacio. Ahora sí, los polémicos pisos que propuso la exministra de Vivienda Maria Antonia Trujillo nos parecerán auténticos palacios.

nterior de una de las cápsulas de la Nakagin Tower,

Interior de una de las cápsulas de la Nakagin Tower, junto a una peculiar y reconocible lámpara de mano.

Pero el metabolismo no se reduce a estrechos cubículos o torres de cápsulas con apariencia de máquinas de lavado. No. Es mucho más que eso. Se trata de una filosofía de vida. Una manera de existir en la que cada individuo deja de formar parte de un sistema que prima el entendimiento particular para valorar la condición colectiva de todo un ámbito social. O dicho con otras palabras, una situación en la que la gran metrópolis se convierte en otra habitación más de nuestra casa.

Máquinas de habitar para residentes nómadas

Solo es posible entender este modelo de vida en una ciudad como Tokio. Los horarios laborables japoneses, de diez a doce horas en la mayoría de los casos, con sábados y algún que otro domingo incluido, obligan a comer y cenar fuera de casa. ¿Para qué necesitamos entonces un comedor en nuestra vivienda? Comprar alimentos frescos en un supermercado nos cuesta prácticamente lo mismo que almorzar en un restaurante de comida rápida. ¡Eliminemos también la cocina de nuestros apartamentos!

Con todos estos antecedentes y en 1985, el actual premio Pritzker Toyo Ito realiza una propuesta experimental pensada para un prototipo de mujer joven: la chica nómada de Tokio. Una cabaña atomizada entendida para apoderarse de la ciudad, en la que se fragmentan por la urbe los espacios que pueden ser imprescindibles en cualquier vivienda tradicional.

La metrópoli se adentra en la residencia para adjudicarse aquellas funciones que son aprovechables por todo el colectivo. Los servicios públicos son suficientes para abastecer la higiene de cientos de individuos al día, las duchas de los gimnasios, los centros de ocio repartidos por toda la ciudad, así como los numerosos restaurantes y convenience store (tiendas abiertas las veinticuatro horas del día) consiguen reducir al mínimo las necesidades de una vivienda convertida en refugio, con una serie de piezas de mobiliario estructural que junto a la cama conforman el espacio interior.

La arquitectura entendida como una piel que se prolonga y envuelve el cuerpo humano.

a cabaña de Toyo Ito

La cabaña de Toyo Ito, pensada para trasladarse a cualquier punto de la ciudad, se apropia de los espacios urbanos en forma de collage.

Actualmente, la Nakagin Capsule Tower se encuentra en peligro de demolición. El mal estado de la torre junto al elevado precio del suelo (un 90% del coste total de la vivienda) ha hecho que sus vecinos se planteen el tirarla abajo. A pesar de que la organización DoCoMoMo haya declarado el edificio como patrimonio arquitectónico y la movilización de conocidos arquitectos ante su posible derribo, es posible que nos encontremos ante el final de un hito que supuso una nueva mentalidad dentro de la arquitectura.

Cada vez que paso por Shimbashi y contemplo una de las cápsulas de la torre Nakagin, pienso en que quizá algún japonés, sin ser consciente de ello, esté viviendo el último sueño metabolista.

Elogio de la arquitectura femenina

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Numerosas ciudades de trazado árabe se prestan a imaginar una plaza con un solo acceso, una esquina que al girar nos vomita en el mismo lugar donde hemos comenzado nuestra andadura, o un acceso tapiado que en su día vio pasar a multitud de transeúntes. Nos encontramos, pues, en Palma de Mallorca o Valencia, como gusten. Pueden también optar por las más exóticas Fez, Marrakech o Chefchaouen, caprichos urbanos dignos de Las Ciudades Invisibles [1]. En cualquier caso, estamos en una plazoleta a la cual solamente podemos acceder por uno de sus lados. En el extremo opuesto al acceso se yergue un muro que impide el tránsito desde la calle situada al otro lado del mismo. El bullicio al otro lado del muro es la única experiencia sonora en este espacio.

Chefchaouen, Marruecos. Fotografía: Patricia Mato-Mora

Chefchaouen, Marruecos.
Fotografía: Patricia Mato-Mora

Me pregunto: el delicado gesto arquitectónico de demoler el muro, cambiando completamente la vida de la plaza, ¿es un proyecto de arquitectura? Graffiti a ambos lados del muro, ¿son un proyecto de arquitectura? ¿Y si solamente se pinta un mural en el interior, estoy hablando de arquitectura, o tan solo de arte urbano? Me dicen por aquí que no, que no es arquitectura. Con suerte soy una artista con pintura dentro de un pulverizador; en el peor de los casos soy una delincuente.

Derribos escandalosos

Son escasos los proyectos en los cuales prima la sutileza cuando el presupuesto no es un problema. Quien se haya aventurado a proyectar sin edificar habrá tenido que explicar, en más de una ocasión, que la delicadeza de su propuesta no se debe a una falta de testosterona, sino a la convicción de que construir rascacielos no es el único ni el mejor legado al que puede aspirar un arquitecto. Y es que, a veces, hay que reconocer que no por antigua o desfasada la arquitectura que uno se encuentra deja de ser compleja, interesante, y digna de ser mantenida; me atreveré a decir, ya que estamos, que puede que ese sea el caso por no haber sido obra de un arquitecto.

Quienes se hayan servido de mi introducción para transportarse a la marítima Palma de Mallorca conocerán ya el mediático caso del barrio de Santa Catalina. Obrero en su génesis, en los años de las vacas gordas este distrito vio cómo arquitectos y urbanistas derruían bloque tras bloque. Se erigían en su lugar insípidos edificios vagamente inspirados en un vanderohismo [2] caduco que, gracias a los catedráticos precámbricos que poblaban las escuelas de arquitectura, continuaba recitando el mantra less is more [3], sin haberse enterado de que Venturi había ya declarado que less is a bore [4], y por supuesto era ajeno a Bjarke Ingels [5]. A día de hoy, los proyectos que se llevaron a cabo, tales como centros para mayores y bibliotecas, no pueden mantener sus servicios mínimos: todo el presupuesto se gastó en arramblar con lo que había y construir desde cero. Las autoridades locales se ven sin más que deudas, incapaces de mantener la infraestructura urbana; mientras que los habitantes se ven privados de los paisajes urbanos en los que crecieron: como la cáscara de un huevo, los cascotes de lo que un día fueron elegantes muestras de arquitectura isleña sirven de muy poco.

Situada enfrente de la Biblioteca Británica, la modesta biblioteca de Saint Pancras, en Euston Road (WC1H 8NN Londres), se hace prescindible. Este macizo bloque, cuyo sofito cobija a numerosos sin-techo durante los meses de invierno, es una extensión del ayuntamiento de Camden.  Fotografía: Jamie

Situada enfrente de la Biblioteca Británica, la modesta biblioteca de Saint Pancras, en Euston Road (WC1H 8NN Londres), se hace prescindible. Este macizo bloque, cuyos bajos cobijan a numerosos sin-techo durante los meses de invierno, es una extensión del ayuntamiento de Camden.
Fotografía: Jamie

No fue por culpa de su cutrez que Palma desdeñó multitud de edificios modernistas [6], especialmente, como digo, en el barrio de Santa Catalina, sino por la ambición egoísta de sus arquitectos. Y esta torpeza narcisista, afortunadamente para Palma, no sabe de insularidad ni provincianismo: osados de esta guisa también los hay en Londres. Tentados por la ambición de un proyecto de nueva construcción, o convencidos de que un gesto delicado hacia la arquitectura existente los hará menos dignos del título de arquitecto que se han ganado con sangre, sudor y lágrimas, deciden llevarse por delante edificios cuya vida útil está lejos de terminar, como la biblioteca de Saint Pancras, situada enfrente de la famosa estación del mismo nombre, que se acerca al fin de sus días. Si bien en perfecto estado de conservación, y susceptible de ser renovada, las autoridades locales han acordado ya su demolición para el año que viene, a pesar de la cantidad de desechos que esto generará. Por si el hormigón no contaminaba ya bastante, van a deshacerse del que hay para verter otro, recién mezclado. Decir que el móvil de esta acción es exclusivamente económico pasaría por alto la sed de fama del arquitecto que está al mando de esta vergonzosa operación, una sed que, en apariencia, no puede ser saciada a base de tenues pinceladas arquitectónicas.

El fantasma de Akihabara

Tokio es un ejemplo de la complejidad urbana que rara vez puede ser concebida por una sola persona o despacho en un solo instante; esto también es cierto de las ciudades de trazado árabe que mencioné al principio de este texto, y de las que Italo Calvino imagina en su novela Las ciudades invisibles. La fascinante variedad con la que todas ellas son capaces de sorprender al visitante se adquiere con los años, con el desgaste del tejido urbano que se colige de la vida misma:

La ciudad, sin embargo, no revela su pasado, sino que lo contiene como las líneas de la mano, escrito en las esquinas de sus calles, los rasguños de las ventanas, las balaustradas de los escalones, las antenas de los pararrayos, los mástiles de las banderas, cada segmento a su vez marcado con arañazos, hendiduras…[7]

Indisociable de las aspiraciones, rasguños, marcas y huellas de sus habitantes, la arquitectura de Tokio es a menudo espontánea: nace sin arquitectos, en los solares más inesperados de dimensiones inverosímiles, como bien han documentado Atelier Bow Wow en varias de sus publicaciones [8]. Este despacho japonés no deja de maravillarse ante la diversidad ad hoc de las microarquitecturas tokiotas, minúsculas construcciones que se erigen en espacios imposibles. Ejemplos más caprichosos y surrealistas que los recogidos en Pet Architecture o Made in Tokyo pueden descubrirse sin esfuerzo en cualquier trayecto suburbano del to-ki-oo-me-toro [9]. Cualquier arquitecto que se proponga proyectar en Tokio descubrirá rápidamente la dificultad de concebir un objeto arquitectónico que se desmarque del resto. La solución por la que opta la mayoría es burda: hacer más ruido, gritar con más fuerza que todo lo que existe alrededor, consciente de que, total, la esperanza de vida del Tokio edificado no sobrepasa los veinte años. 

Atelier Bow Wow

Atelier Bow Wow, (2001) Made in Tokyo. Kajima Institute Publishing Co., Ltd, y (2001) Pet Architecture Guidebook.
Fuente:World Photo Press.

Estas arquitecturas tokiotas tan características son, como digo, producto de las circunstancias socio económicas de la capital nipona; así lo describe Yoshitaka Ohsawa de pasada en su novela The Phantom of Akihabara. Publicada únicamente en japonés y en formato digital hace aproximadamente una década, esta novela en folletines virtuales fue traducida al inglés por la propia comunidad cibernética: gracias a esta traducción pude acceder a Ohsawa, picada por la curiosidad que despertó en mí tan sugerente título, sobre todo cuando me disponía a llevar a cabo un proyecto teórico de arquitectura que respondiera a las particularidades orientales y en particular, japonesas, en lo que a nociones de tiempo, creación y destrucción se refiere.

La historia que narra Ohsawa transcurre en Akihabara, un barrio de Tokio que terminé escogiendo como contexto para dicho proyecto teórico, describiendo la alegalidad en la que vivían muchos de sus habitantes en los años inmediatamente posteriores al cambio de siglo [10]. Ohsawa pone de manifiesto cómo la complejidad urbana de esta ciudad emerge de y a la vez engulle a sus habitantes, permitiendo que actividades de cuestionable legalidad se desarrollen en las pequeñas burbujas arquitectónicas resultantes. La dificultad de proyectar algo que añadiera algún valor a la arquitectura de Akihabara me animó a atreverme, en una muestra de cándida inexperiencia, a proponer, simple y llanamente,  una serie de artefactos opacos de pequeñas dimensiones, inspirados en los estampados florales de los tradicionales yukata [11]; discretas marionetas que arrojarían sombras mucho mayores sobre el pavimento en las primeras y últimas horas del día.

Akihabara Contemporary Uchimizu. Collage, grafito, tinta, cinta adhesiva y corrector sobre papel, 1000x700mm. Fuente: Patricia Mato-Mora, (2012).

Akihabara Contemporary Uchimizu. Collage, grafito, tinta, cinta adhesiva y corrector sobre papel, 1000x700mm. Fuente: Patricia Mato-Mora, (2012).

Al presentar mi proyecto en público, según es costumbre en los círculos académicos y editoriales de estas latitudes, llovieron tomates y abucheos. ¿Dónde estaba mi arquitectura? Entreteniéndome con ridículas figurillas que proyectaran sombras, mi diseño no era más que una oportunidad perdida, sin importar cuánto pudiera afectar a los habitantes de Akihabara; sin importar tampoco que, a diferencia de otros proyectos teóricos, el mío podía ser realizado con un presupuesto muy modesto y, a pesar de ello, el impacto hubiera podido ser significativo. Mi fantasma de Akihabara, pues, se quedó en espejismo, y yo, por mi parte, me quedé sin palabras para justificar que mis ideas también eran arquitectura.

Cualquier muro puede ser un lienzo

Un proyecto ingenioso y asequible que sí tuve la oportunidad de ver realizado fue Comboi a la Fresca, el encuentro de los miembros de la red Arquitecturas Colectivas que tuvo lugar en Valencia durante el verano del año 2011. Arquitecturas Colectivas es una red de personas interesadas en la construcción participativa del entorno urbano. Todos los colectivos que conforman esta plataforma se reunieron en Valencia en 2011, como digo, a fin de explorar sus intereses en el contexto urbano del casco antiguo de esta ciudad. El encuentro, un éxito rotundo, fue bautizado con el nombre de Comboi a la Fresca, y se fijó los siguientes objetivos:

1- Crear redes entre personas y colectivos de Valencia, y entre éstos y Arquitecturas Colectivas.

2- Canalizar dinámicas urbanas mediante nuevos discursos y prácticas transformadoras, tratando de ampliar el círculo de Arquitecturas Colectivas para llegar a la ciudadanía.

3- Difundir el potencial político real de la ciudadanía [12].

Estos objetivos cristalizaron en multitud de actividades participativas que se llevaron a cabo en la ciudad de Valencia durante el encuentro. Voy a mencionar aquí tres de estas iniciativas, aquellas cuyo marco de acción las hace especialmente relevantes para el presente artículo. La plaza a la que transporté al lector al principio de este texto, y la duda acerca de la legitimidad proyectual del gesto de demoler o pintar el muro que impedía el acceso a la misma por la parte trasera, no es, al lado de estas iniciativas, más que un torpe ejemplo de arquitectura sutil que inventé para poner al lector en situación. Los gestos arquitectónicos propuestos por cada una de las iniciativas que voy a explicar a continuación rezuman una sensibilidad hacia la historia de la construcción de la ciudad, y un íntimo conocimiento de la ciudadanía y su relación con la arquitectura valenciana que ya querría, y lo digo sin acritud y reconociendo también sus logros, Calatrava para sí. O las luminarias que sugirieron la demolición de parte del barrio de El Cabañal para extender la avenida de Blasco Ibáñez hasta el mar, afortunadamente encontrándose con una oposición ciudadana fuerte, convencida de sus ideales hasta el punto de conseguir paralizar esta aberración.

Azoteas colectivas trataba de «reactivar el espacio de las azoteas de las ciudades como espacios utilizables de modo colectivo», en especial durante las horas de la tarde y la noche, cuando una alegre algarabía llena la ciudad de Valencia [13] . Esta idea pone de manifiesto las particularidades de la ciudad mediterránea, y, sin derroche, es capaz de re-imaginar el espacio vertical de la ciudad, con gran impacto arquitectónico y urbano.

Medianera Plaza del Tossal, Blu, 2011. Fuente: Oficina de Gestión de Muros

Medianera Plaza del Tossal, Blu, 2011.
Fuente: Oficina de Gestión de Muros

Comboi a la Fresca también fue responsable de la reanimación del centro histórico de Valencia a base de intervenciones en medianeras, a cargo de los artistas Blu, Ericailcane y Escif. Cualquier muro de la ciudad se prestaba a convertirse en lienzo para estos artistas,  cambiando por completo el ambiente de la ciudad, convenciéndome de que las autoridades locales de todas las ciudades deberían habilitar estos espacios para intervenciones pictóricas diversas.

Finalmente, otros colectivos se encargaron del acondicionamiento de un solar abandonado en la calle Corona, en el centro de la ciudad. El solar se convirtió en el centro de operaciones de Comboi a la Fresca, planteándose también como un espacio que se  cedería a los vecinos tras construir en él varios elementos de mobiliario  urbano, así como un pequeño huerto. Nuevamente, un ejemplo de arquitectura cuidadosa y consciente del valor del entorno construido, una arquitectura que no necesita servirse de costosos materiales o grandes gestos para lograr grandes cambios.

Crearqció, un colectivo formado por estudiantes de arquitectura de la Universidad Politécnica de Valencia, se encargó de parte de los trabajos de rehabilitación del solar Corona. Fue a ellos que tuve la suerte de unirme en su día; y hoy, dos años después, me alegra saber que siguen activos, pues no todos los colectivos han tenido la misma suerte dadas las condiciones económicas del país.

Cabe decir, para ir terminando, que en 2011, mientras el encuentro tenía lugar, era difícil comprender bien el calado del impacto que iban a tener estas iniciativas. Dos años después, un grupo de arquitectos que no habían estado involucrados en el proyecto, con los que visité la ciudad, no dejaba de maravillarse ante la singular atmósfera del casco antiguo de Valencia, sin llegar a adivinar qué era lo que estaba haciendo su estancia tan agradable. Fue a raíz de esto que les hablé de Arquitecturas Colectivas y Comboi a la Fresca, así como de las iniciativas que he referido más arriba. Esta conversación me condujo a formar algunas de las opiniones que he expresado en este espacio, convencida de que los pequeños gestos también son arquitectura y de que estrategias respetuosas con el tejido urbano existente pueden también constituir buenos ejemplos de proyectos arquitectónicos.

Más colaboraciones entre arquitectos y artistas urbanos, así como comunidades de vecinos y asociaciones locales, hacen falta para comenzar a construir espacios urbanos útiles para los tiempos que corren, sin necesidad de alteraciones bruscas, demoliciones innecesarias de edificios en perfecto estado de conservación ni desparrames de camiones de cemento por doquier. Los despachos de arquitectos cercanos a la ciudadanía, que sean capaces de trabajar con la tercera edad, con niños y colectivos a los cuales puedan servir, podrán generar propuestas sorprendentes y sostenibles, evitando mayores huellas de carbono que las estrictamente necesarias. Sus portafolios se llenarán no solo de sombras chinescas o huertos urbanos, sino también de toboganes, camera obscura y puestos participativos en mercadillos: propuestas soñadoras y juguetonas que pronto animarán la vida callejera de nuestras ciudades.

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Me veo obligada a clarificar que el título del presente texto emerge de  conversaciones, demasiado numerosas como para citarlas todas, con arquitectos, interioristas, ceramistas, artistas y urbanistas, la mayor parte de los cuales eran varones, a lo largo de los años. Debo decir que no inventé el término arquitectura femenina, ni decidí tildar esta arquitectura sutil de femenina. Sin embargo, al plantear la misma pregunta a mis interlocutores, en algún momento de la conversación siempre acaba apareciendo este término.

A lo que Vd. se está refiriendo, señorita, es a una clase de arquitectura más femenina que la que llevamos a cabo en este despacho.

Su proyecto es de una sensibilidad claramente femenina.

 Así las cosas, me consulté las acepciones de los términos femenino y masculino en el diccionario de la RAE, y me encontré con que, en efecto, atribuyendo la condición de «femenina» a esta arquitectura como «femenina», mis interlocutores estaban en lo correcto (véase acepción número 6). Nótese que en ningún momento estoy hablando del profesional que proyecta la arquitectura femenina, ni de su capacidad o incapacidad para llevar a cabo dicho proyecto, sino que me limito a referirme a las características de la propia arquitectura.

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[1]    Calvino, Italo(1972) Las ciudades invisibles. Siruela.

[2]    He utilizado este término a fin de establecer una clara diferencia entre lo que el mundo anglosajón llama «Modernism», el movimiento moderno; y lo que la élite catalana llamó «Modernisme» a finales del siglo XIX y principios del XX. Este último tuvo lugar en los años inmediatamente anteriores al Modernism de Le Corbusier y Van der Rohe; se trataba de una interpretación localista del Art Nouveau que también salpicó al archipiélago balear.

[3]    «Menos es más», uno de los sonados lemas que Mies Van der Rohe legó a la comunidad arquitectónica.

[4]    Literalmente, «menos es un sopor», la reacción del arquitecto estadounidense Robert Venturi al reduccionismo de Mies Van der Rohe.

[5]    Una guiño mío al trabajo del arquitecto danés Bjarke Ingels, que basó el título de su cómic Yes is More: An Archicomic on Architectural Evolution en la letanía arquitectónica de Mies Less is More. 

[6]    Aquí me refiero al «Modernisme» catalán. Ejemplos de este movimiento en la capital mallorquina son, entre otros, el Gran Hotel de Domènech i Montaner, o Ca’n Forteza Rey, cercanos a la Plaza Mayor.

[7]    Calvino, Italo, Op.cit.

[8]    Atelier Bow Wow, (2001) Made in Tokyo. Kajima Institute Publishing Co., Ltd, y (2001) Pet Architecture Guidebook. World Photo Press.

[9]    «Tokyo Metro», pronunciación japonesa a través de los altavoces del mismo.

[10]    Años 2001 en adelante.

[12]    Vestimenta veraniega tradicional japonesa.

[12]    Programa, Comboi a la Fresca.

[13]    Ibid.

El día que un arquitecto español cambió el mundo

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Foto: ID & A (CC)

Foto: ID & A (CC)

Estas rocas están aquí para que yo haga uso de ellas —prosiguió diciéndose—. Están esperando el barreno, la dinamita y que mi voz dé la orden; están esperando que las arranquen, que las corten, que las machaquen, que las rehagan; están esperando la forma que les darán mis manos. (Ayn Rand, El Manantial)

Les voy a contar una historia.

Una historia de cómo un arquitecto cambió el mundo. Una historia de un español, que durante mucho tiempo estuvo en boca de todos, sin necesidad de realizar enrevesadas estructuras ni obras propias de ingeniería. Una historia de un joven soñador que, al igual que cualquier compañero de profesión recién titulado, quería aportar su particular sello al entendimiento de una de las profesiones más antiguas del mundo.

Les voy a contar mi historia.

Corría el año 1992. Mi futura mujer (aunque por aquel entonces todavía no se imaginaba nada) Farshid y yo, decidíamos poner punto y final a nuestro aprendizaje en OMA, oficina en la que habíamos pasado dos años de nuestras vidas a las órdenes de uno de los arquitectos teóricos más interesantes del panorama internacional. Rem Koolhas había supuesto un punto de inflexión en nuestra formación y nos sentíamos dispuestos a comenzar nuestra propia aventura. Tal fue nuestra osadía, que decidimos abrir un pequeño estudio en Londres, para que nuestros sueños, nacidos once años atrás, comenzaran a tener forma.

Compaginando los inicios en la oficina con aportaciones en la Architectural Association donde ejercíamos como profesores, el trato con estudiantes aún sin contaminar nos permitía experimentar una serie de conceptos teóricos en términos de continuidad espacial desconocidos hasta la fecha. Ideas que partían de una conjetura totalmente diferente a la que se practicaba o se había practicado en el mundo de la arquitectura. Percepciones que gustaban y mucho dentro de la escuela, y nos instaban a darlas a conocer al resto del mundo. Debíamos encontrar un método para poner en práctica los planteamientos trabajados con los alumnos de manera que se convirtieran en un elemento tangible para la comunidad. Dicho de otro modo, las ideas tenían que ser construidas.

Una mañana como otra cualquiera, recibía en el estudio una llamada desde Róterdam. Una llamada que iba a cambiar el devenir de nuestra oficina a partir de ese momento. Rem se encontraba al otro lado de la línea y nos informaba de la existencia de un concurso en el que podíamos dar forma a nuestros intereses arquitectónicos. En Yokohama, Japón, se convocaba un certamen internacional para reformar la terminal de pasajeros construida en 1894.

Vista exterior de la propuesta, que desafiando las leyes de la arquitectura, juega al escondite con los pasajeros en un intento de mímesis con su entorno. Foto: ID & A (CC)

Vista exterior de la propuesta, que desafiando las leyes de la arquitectura, juega al escondite con los pasajeros en un intento de mímesis con su entorno. Foto: ID & A (CC)

Dos años después de la formación de nuestro estudio, nos enfrentábamos a uno de los momentos más importantes de nuestra carrera. Ganar un concurso de tales magnitudes no era complicado, ya que se presentaban estudios de renombre como Richard Rogers o Dominique Perrault, mientras arquitectos de la talla de Arata Isozaki y Toyo Ito formaban parte del jurado. No era complicado, no. Para una pequeña oficina como la nuestra y con apenas experiencia laboral era poco menos que imposible. Pero esa participación podía suponer que nuestro arriesgado proyecto fuera publicado y conocido fuera de Londres, tornándose como un punto de partida más que apetecible.

Las ideas debían ser llevadas al límite.

Nuestra propuesta pretendía tejer el mar con la costa, en una prolongación de la tierra hacia el océano. Entendíamos que, la terminal de pasajeros no debía ser un límite entre dos entes diferentes, entre dos sistemas de tránsito. El acceso peatonal o rodado daba lugar al marítimo, y viceversa. Los cientos de viajeros que llegaban a la ciudad debían percibirlo como un proceso y no como una frontera. ¿Y qué mejor manera de realizarlo que prolongar el parque adyacente en una continuación del espacio urbano? La terminal se debía a los pasajeros y a la ciudad, y así debía suceder. Tenían que ser ellos los que se apoderasen del proyecto y lo hicieran suyo, de manera que el edificio se convirtiese en una plaza abierta y pública que ondease varada sobre la superficie del mar. Como un transatlántico encallado, esperando el momento en el que sus pies de hormigón se conviertan en hélices para zarpar y abandonar la ciudad.

Una propuesta en la que los límites entre lo público y lo privado se entrelazaran sutilmente, igual que un delicado hilo enhebrado en una aguja, mientras esta se mueve para dar consistencia a la pieza terminada. Un fragmento del tejido más flexible y resistente posible, capaz de sustentar una cubierta de madera que soporte días y noches en altamar. Pero también un espacio hermético y subterráneo desde el cual los turistas emerjan, escapando del estómago de un enorme cetáceo mientras los devuelve sanos y salvos a tierra.

Para lograrlo, solo era factible dar una respuesta.

Detalle de plantas del proyecto, en donde la topografía de cubierta adquiere importante presencia.

Detalle de plantas del proyecto, en donde la topografía de cubierta adquiere importante presencia.

Nuestra propuesta tenía que ser un no-edificio. Una construcción sin fachada evidente, en la que la envolvente se convirtiera en topografía. Donde los recorridos fueran los que marcasen una serie de plataformas para conectar los diferentes niveles, diluyendo la planta baja con la cubierta. El exterior con el interior. Una superficie que, como metáfora a un preciso origami japonés, se fuera doblando en una serie de pliegos meticulosamente controlados que continuaran el firme y lo transformaran en la cáscara que protege el interior. También tenía que ser un milhojas, donde sus capas pertenecieran a sus niveles inferior y superior simultáneamente. Tan íntimamente relacionadas que olvidaran su límite y pertenencia a otro sujeto que no fuera el del conjunto.

Por ende, la materialidad de la propuesta debía ser necesariamente la utilizada en las obras de ingeniería naval. Tablones de la madera más resistente se dispondrían a lo largo y ancho de la nave, para que los pasajeros, una vez a bordo, advirtieran que su embarque había tenido lugar mucho antes de lo que ellos pensaban. Remarcando la horizontalidad del proyecto, la cubierta de un velero inmóvil era prolongada en su exterior, rematada por un pasamanos metálico que fuera quebrando su imagen al relieve artificial generado, separando la arquitectura construida de la naturaleza azul e infinita que abrazaba la terminal.

Dunas de madera funcionales coronando la cubierta de la terminal marítima. Foto: Lee Dykxhoorn (CC)

Dunas de madera funcionales coronando la cubierta de la terminal marítima. Foto: Lee Dykxhoorn (CC)

Dos años después de la formación de nuestro estudio y contra todo pronóstico, nuestra propuesta se había impuesto a más de seiscientos proyectos presentados. Habíamos ganado el concurso casi sin pretenderlo. Emocionado tras conocer la noticia, me puse en contacto con mi maestro, mentor y artífice de la presentación al certamen. Rem Koolhas debía compartir el momento de éxito en el que nos encontrábamos y que nos había situado en la primera plana internacional. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando me confesó que todas las virtudes del proyecto las había conocido y ensalzado formando parte del jurado del certamen.

Afortunadamente, la vida siempre brinda una segunda oportunidad y pude saborear el calor de la venganza solo seis años después, cuando tuve que ponerme en contacto por teléfono para informarle de que había sido vencedor del premio Pritzker.

Nota del Autor: Historia basada en hechos reales. Los acontecimientos aquí recreados pudieron tener lugar durante los años 1992 y 2000 en la vida del arquitecto Alejandro Zaera.

O no.


Soluciones arquitectónicas a situaciones de crisis

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Operation Tomodachi

Sukuiso, Japón, después del terremoto y el tsunami de 2011. Fotografía: Dylan McCord / Official U.S. Navy Imagery (CC).

—¿Existe el pasado concretamente en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo? —No. —Entonces, ¿dónde existe el pasado? —En los documentos. Está escrito. —En los documentos… Y, ¿dónde más? —En la mente. En la memoria de los hombres.  (George Orwell, 1984).

Hace casi tres años, un 11 de marzo de 2011, tuvo lugar el terremoto más grande (o al menos que se tenga constancia) en la historia de Japón. Una sacudida con epicentro situado a 130 km al este de la ciudad de Sendai que llegó a durar aproximadamente seis minutos. El temblor de magnitud 9 MW generó olas de hasta 40,5 metros en las proximidades de las placas de subducción del Pacífico y la placa Norteamericana, lo que motivó una alerta por tsunami en toda la costa este del país nipón. Las víctimas ascendieron a más de 3000 desaparecidos y 20.000 muertos, donde alrededor del 92 % perecieron ahogados.

Las ciudades próximas a la costa quedaron absolutamente destrozadas, reducidas a un amasijo de escombros. Las estructuras de los edificios sucumbieron a la fuerza de la ola que limpió borrando del mapa cualquier actividad humana anterior al desastre natural. Pese a ser una cifra difícilmente abarcable por nuestra mente, los daños estimados de la catástrofe rondaron los diez billones de dólares. La no despreciable cantidad de 45.700 viviendas fueron destruidas por el tsunami y el terremoto, convirtiéndose en 25 millones de toneladas de escombros, repartidos a lo largo y ancho de las ciudades más damnificadas.

¿Cómo superar la dolorosa pérdida y sobreponerse a un revés de tales magnitudes? Los supervivientes, al haber perdido su comunidad, se ven obligados a una existencia aislada. Es entonces cuando la arquitectura, lejos de limitarse a dar un servicio a acaudalados inversores que solo buscan sacar provecho gracias a la especulación inmobiliaria, debe dar una respuesta.

La arquitectura debe pertenecer a quien más la necesite.

En estos casos, potenciar la idea de colectividad es uno de los elementos primordiales. Una vivienda tradicional alberga agrupaciones de diferentes lazos generacionales en un lugar donde la unidad familiar se ha roto con la pérdida de miles de vidas y en la que la comunidad se convierte en lo más parecido a una familia. Para ello, la materialización de las propuestas juega otro importante factor: a la vez que se replantea y reconstruye la ciudad a lo largo del tiempo, se ha de proporcionar cobijo lo antes posible a quien haya quedado sin hogar. Es necesario disponer previamente de un entendimiento de las necesidades básicas de la vivienda, estructurando sus diferentes fases. En función del grado de inmediatez constructiva, podemos agrupar los tipos de residencias dentro de tres grandes bloques, sirviendo los siguientes botones como muestra de una amplia colección de propuestas.

Situación de emergencia

En 1989 los arquitectos Jan Kaplicky y David Nixon de Future Systems presenciaban a través de los medios cómo gran parte de la población de Etiopía se desplazaba hambrienta por el desierto debido a enfrentamientos internos dentro del país, que habían sido seriamente agravados por la sequía. El Gobierno respondió con un programa de reasentamiento urbano, trasladando a miles de supervivientes desde el norte de la frontera hasta el sur. Además de las severas condiciones climáticas a las que se exponía el convoy, las malas cosechas y los combates dificultaban las ayudas humanitarias de socorro.

Cada noche, televisiones de todo el mundo difundían imágenes de cientos de familias agrupadas en torno a improvisados centros de distribución de alimentos, que eran golpeadas por la deshidratación y sin ningún tipo de protección contra los factores climatológicos adversos. Estos condicionantes llevaron a la pareja afincada en Londres a diseñar una estructura con capacidad de guarecer a 200 refugiados, como si de un gigantesco paraguas se tratase, gracias a un sencillo pero eficaz esqueleto capaz de ser desplegado y armado con la única ayuda de doce personas. Las costillas eran desdobladas y ancladas al suelo si el firme lo permitía o mediante contrapesos de arena en sus extremidades. Una cubierta ligera de PVC se encargaría de reflejar el 80 % del calor del sol generando sombra durante el día y de retener la energía térmica por la noche.

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Planos originales del proyecto en los que desarrollan factores como el transporte, la ventilación del refugio y el plegado y montaje del mismo.

La propuesta además estaba pensada para poder ser transportada en avión, helicóptero o como remolque en alguno de los camiones de suministros. El punto débil del proyecto y por el que nunca llegó a materializarse fue el alto costo de realización dada la época en la que fue concebido, superando los 30.000 dólares por unidad, impensable en situaciones de crisis.

Situación temporal

Si por algo se ha caracterizado la producción de Shigeru Ban durante estos últimos años de su vida, es por la creación de edificios experimentales utilizando materiales que hasta la fecha eran absolutamente inimaginables dentro del ámbito de la construcción. En palabras del propio Ban, «Estaba muy decepcionado con la profesión de arquitecto porque no estamos trabajando para la sociedad, sino para personas adineradas como Gobiernos o constructoras que ya poseen dinero y poder. Ellos nos contratan para mostrar su poder creando arquitecturas monumentales». Y como pataleta contra la arquitectura de autor, no tiene precio.

Comenzó utilizando tubos de cartón y papel en 1986 para le exposición de Alvar Aalto en Tokyo, descubriendo que resistían con holgura las cargas necesarias y eran fácilmente impermeabilizables para soportar agua y fuego. Descubrió que no solo era interesante como método experimental, sino que se podía aplicar con éxito a situaciones de emergencia.

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Vista interior de la impresionante estructura diseñada por Shigeru Ban para la Exposición Internacional de Hanover en el año 2000, utilizando exclusivamente tubos de cartón y conectores de plástico. Fotografía: Jean-Pierre Dalbéra (CC).

En 1995 participó con sus modelos creando viviendas temporales para los damnificados del gran terremoto de Kobe en su país natal. Los tubos de papel no solo realizaban la labor de estructura portante, ya que también conformaban las diferentes fachadas de los habitáculos. Los cimientos de las viviendas se realizaron con cajas de cervezas aprovechando la durabilidad del plástico como material no susceptible al daño creado por agua.

Más tarde, en 1998, diseñó cincuenta refugios en Ruanda utilizando tubos de papel y conectores de plástico generando una estructura sólida para transformarlos, gracias a un revestimiento exterior, en unas efectivas tiendas de campaña. Sus diseños de bajo coste y fácilmente manipulables han albergado a numerosos afectados por desastres en Taiwán, China, Haití, Turquía, Sri Lanka así como supervivientes del terremoto de 2011 en Japón.

Situación permanente

La principal diferencia entre las viviendas temporales y las permanentes radica en el factor de durabilidad del refugio, fuertemente ligado a la manera de construir y desarrollar los mismos. La vivienda temporal está pensada como solución más o menos inmediata a un problema de habitabilidad que pueda durar dos o tres años, alargándose hasta cinco o siete en los peores casos.

En Quinta Monroy, Chile, el grupo ELEMENTAL liderado por Alejandro Aravena se enfrentaba a una difícil ecuación: realojar a cien familias en una parcela en la que el precio del suelo se disparaba a más del doble del costo que se puede permitir una promoción de vivienda social. Para ello había que comprender el proyecto desde una visión global, ya que con un limitado presupuesto de 7500 dólares por unidad habitacional se quería resolver una vivienda digna capaz de revalorizarse con el paso de los años.

De esta manera, decidieron generar una estructura adaptable a lo largo del tiempo, fijándose unas pautas de crecimiento: quedan ocupados el primer y último piso de cada vivienda para, en caso de posterior ampliación cuando el poder adquisitivo de cada familia lo permita, el edificio pase de tener 30 m2 a disponer de 70 m2. Las partes más complicadas de edificar (zona de núcleos húmedos, escaleras y muros medianeros) quedan ya resueltas en la primera fase. Y es precisamente esa libertad que genera el proyecto de autoconstruirse en función de unas guías marcadas previamente la que lo convierte en todo un acierto. El contraste entre el hormigón con las coloridas ampliaciones llevadas a cabo por los vecinos conlleva una diversidad de fachadas características de diferentes slums, sin perder el control de la densidad en su totalidad.

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El antes y el después de la colonización vecinal del proyecto, en Quinta Monroy. Fotografía: elementalchile.cl.

Jin Akiyama: «La motivación última de un matemático es ser popular entre las chicas»

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Jin Akiyama es el matemático más conocido de Japón, y ello se debe a que realiza un programa en la televisión pública japonesa (NHK) desde hace unos veinticinco años acercando la matemática recreativa al gran público. Dicho programa no se seguiría manteniendo en antena si no fuera por la carismática presencia de Akiyama, experto en conjugar la divulgación científica con el espectáculo. Aprovechando una corta visita a Madrid quedamos para comer y conversar en la Residencia de Estudiantes madrileña donde se alojaba.

Tu madre te dio una educación muy libre, y te permitió un comportamiento independiente porque pensaba que era el mejor modo de educarte. En cierto modo es lo opuesto a lo que se piensa acerca del sistema educativo japonés, creemos que se trata de un sistema muy rígido, pero tú fuiste…

En realidad mi madre le daba una gran importancia a la educación, y cada día me decía que me levantara muy temprano por la mañana… Y que estudiara duro, me obligaba a hacerlo, pero yo no le hacía caso y hacía lo que me gustaba; mi madre estaba apenada ya que yo no actuaba como el chico que ella esperaba, y consultó a un consejero, un psicólogo al que le comentó algo así como que «mi chico es muy desagradable y nunca escucha los consejos de su madre», y que ella se sentía muy triste. El consejero y psicólogo le aconsejó a mi madre que me dejara tomar mis propias decisiones, y que no me forzara a cosas en contra de mi voluntad lo que me permitió desenvolverme con mucha libertad. Me pusieron en una escuela que tenía un régimen muy abierto. Dicha  escuela era privada y católica…

¿Católica?

Porque mi madre era católica también. Todas las clases eran muy reducidas, por ejemplo contaban con cerca de doce o trece estudiantes, chicos y chicas, la mayoría con algún problema mental o físico, y yo estaba bastante sano [risas]. De cualquier manera, todo el día disfrutaba de mi vida en el bosque, al cuidado de una cabra, varias ovejas y muchos animales pequeños, y no estudiaba en absoluto. Mi madre me dio eso, y me sentí muy feliz en esa época, pero luego al cumplir los once años de edad me dijo: «ahora tienes la edad para empezar a estudiar» y me compró muchos libros de ejercicios. Mi padre, que trabajaba en acústica…

¿En el campo de la física?

Sí, como físico; él opinaba que era mejor dejar a los niños en libertad y no forzarles en ningún sentido, y si finalmente tienen que estudiar entonces él se ofrecería a ayudar. Así que mi padre me caía bien, era mi aliado mientras que mi madre era una especie de enemigo. Ella cuando cumplí los once años empezó a entusiasmarse con mi educación, y me obligaron a hacer tres exámenes para entrar en un famoso instituto privado. Los tres exámenes eran muy difíciles, y los suspendí todos, porque no había estudiado, no quise hacerlo; no tenía voluntad para hacerlo, pero mi madre se quejaba continuamente diciendo «debes estudiar» y me obligó. Ese tipo de estudio nunca será fructífero, así que suspendí y entré en un instituto común público, no privado; normalmente en Japón los institutos privados tienen un nivel superior a los públicos, a los públicos puede acceder todo el mundo, es donde se da la educación obligatoria durante nueve o doce años, así que fui a un instituto público. En cuanto al motivo por el cual elegí estudiar matemáticas…

Esa era mi segunda pregunta, si las matemáticas se rigen por unas reglas muy marcadas. Parecen lo contrario a lo que podría esperarse de una mente libre.

Sí, en realidad la matemática como disciplina es lo opuesto a estudios como la lengua japonesa o la historia…

¿Y el arte?

 El arte me gusta.

Por eso lo comentaba.

Pero odiaba las lenguas, ya sean inglés o japonés, y la historia, tanto la japonesa como la mundial, tenía que recordar muchas cosas, y si odias los estudios entonces tus notas normalmente son muy bajas; en comparación a estas disciplinas, las matemáticas eran diferentes. Incluso si no estudiaba matemáticas muy intensamente, podía obtener buenas notas. Así que me propuse estudiar matemáticas. En el instituto, en clase, los estudiantes más populares entre las compañeras eran los que sabían tocar la guitarra, o los que tenían un buen sentido del humor y eran ingeniosos, o los que destacaban en gimnasia. Esos estudiantes eran muy populares entre las chicas… [Risas].

Eso es importante.

Muy importante. Pero existe otro requisito: si alguien es bueno en matemáticas, se le consideraba muy bueno… inteligente y listo, así que yo aspiraba a ser eso. La motivación última era la de ser popular entre las chicas, así que me concentré en estudiar matemáticas, y en ser el número uno en matemáticas tanto en la clase como en la escuela, y que pensaran «el señor Akiyama no estudió tanto, su comportamiento es muy malo, pero sin embargo él es muy bueno en matemáticas, así que debe ser un genio»; eso es lo que quería que se dijera, o algo similar.

Jin Akiyama para Jot Down 1

Entonces estudias Matemáticas y, tras graduarte, decides trabajar en análisis funcional, que no es una rama precisamente artística de la matemática; precisa de muchas reglas, mucho trabajo de fondo.

Sí, es cierto. Tras graduarme en la universidad pasé a ser un estudiante de predoctorado especializado en matemáticas, y estudié casi todas las áreas pero de una forma superficial y poco profunda; así que no sabía nada, pero quería ser matemático, aunque no tenía ningún criterio acerca de qué área era la adecuada para mí, así que me dije «¿qué área de las matemáticas es la más difícil?» [Risas]. Es decir, ¿cuál supone el mayor desafío? Así que tenía a uno de mis superiores que trabajaba en ecuaciones diferenciales y análisis funcional, que es muy difícil, y por consiguiente me dije «sí, aceptaré ese desafío». No sabía nada acerca de análisis funcional, sabía que existían espacios de Hilbert y espacios de Fréchet, y lo siguiente que supe es que, sin embargo, se la considera una de las áreas más difíciles en matemáticas así que elegí ese campo como mi especialidad.

Pero luego decides especializarte en teoría de grafos, que entonces probablemente era algo muy exótico.

Eso se debe a que estudié y estudié análisis funcional cada día durante días enteros de acuerdo con los manuales, en concreto sobre la base de un libro extenso titulado Análisis funcional escrito por Kosaku Yosida y publicado por la editorial Springer-Verlag. Empecé a leer ese libro y cuando estaba en mi segundo año del curso de máster, tuve que escribir la tesis. Pero no podía encontrar un tema de estudio adecuado para la tesis dentro del análisis funcional, así que pensé que posiblemente no tenía futuro alguno siguiendo esa dirección. Porque en esa época el análisis funcional se desarrollaba a una gran velocidad: cuando comprendí el análisis de Fourier ya se consideraba una técnica muy obsoleta, y cuando apareció el concepto de hiperfunción yo no sabía nada sobre dicho concepto, así que me di por vencido pero no quería abandonar o renunciar a las matemáticas, ya que había anunciado a mis amigos y a mi familia que sería matemático, por lo que no podía abandonar. Me pregunté qué área era la más adecuada para mí, es decir, sin estudiar demasiado, o sin tener un conocimiento demasiado extenso, para poder resolver problemas solo por intuición. Y esa área era la teoría de grafos. A veces con un solo diagrama puedes intuir cómo resolver un problema, en ese sentido la intuición es muy importante, y no se necesitan especialmente conocimientos previos, así que eso era muy bueno para mí.

¿Cuánta gente trabajaba en teoría de grafos en ese momento en Japón?

Cero. Nadie. Fui el primero que estudió teoría de grafos en el Japón, y estuve haciendo teoría de grafos y ahora creo que la mayoría de temas que estuve tratando son muy estúpidos, grafos del líneas o totales, grafos medios, conectividad, no son más que una manipulación del teorema de Baineke sin ningún resultado significativo; pero continué investigando en este campo y presenté muchos resultados en los congresos de la Sociedad Japonesa de Matemáticas, que tenían lugar dos veces al año, y cada vez que comparecí y di una conferencia, lo hice solo, ante un público casi inexistente, de solo dos personas en el auditorio. Generalmente cuando se trataban otros temas como los relacionados con el álgebra las conferencias eran multitudinarias, con mucha gente de pie incluso, todos los asientos estaban ocupados… pero en mi caso eran solo dos: uno era el presidente, enviado por la Sociedad de Matemáticas, y el otro estaba para pasar el rato, o quizás para descansar y echar una pequeña siesta. Así que estaba solo; pero gradualmente alguna gente vino a escuchar los temas que trataba y ahora como sabéis la teoría de grafos es una de los temas más fructíferos y populares en el Japón, y se enseña en la mayoría de las universidades japonesas. Pero cuando empecé no le importaba a nadie.

Jin Akiyama para Jot Down 2

Luego decidiste trasladarte a los Estados Unidos para trabajar con Frank Harary.

Porque había leído dos libros en su integridad, uno de ellos era Teoría de grafos, escrito por Frank Harary.

La edición con la portada marrón.

Sí. El otro era El problema de los cuatro colores de Ore, Oystein Ore.

Que fue escrito antes de la demostración del teorema.

Sí, antes de que fuera resuelto. Así que conocía el nombre de Harary a partir de su libro, su famoso libro. Yo quería llegar a trabajar en grafos, y pensé que para lograrlo quizás tenía que ir al extranjero y estudiar más duramente que hasta entonces. Escribí una carta a Frank…

Sin conocerle.

Sin conocerle. Le dije «soy un matemático joven, y estudio teoría de grafos, podría ser capaz de resolver el problema de los cuatro colores…» [Risas].

Le escribiste eso en la carta…

Sí [Risas]. Añadí: «Tengo muchas ideas buenas, así que por favor acépteme como empleado», lo que significaba «por favor, logre para mí algún tipo de financiación de la NSF, o Fundación Nacional de la Ciencia», y le escribí la carta; estoy avergonzado de ello, porque alguien me dijo que los japoneses somos muy tímidos pero que si vas al extranjero tienes que venderte: los japoneses somos demasiado modestos y tímidos, por lo que si admitieras a la japonesa ser un investigador muy malo, que no ha obtenido ningún resultado y que no tiene ni idea, nadie te prestaría ningún tipo de atención, por lo que escribí de una forma muy arrogante… [Risas]. Me atreví a escribir, pero Frank no respondió hasta tres meses más tarde, cuando yo casi me había dado por vencido, pensando que Frank, que era un profesor tan famoso, no habría tenido tiempo o ganas de responderme; pero unos meses más tarde recibí su respuesta, en la que dijo «Soy Frank Harary, sé que quieres estudiar bajo mi guía, pero como sabes soy un profesor muy distinguido…».

Muy al estilo de Frank Harary.

Y seguía: «Por supuesto no te conozco, pero dices que tienes una gran cantidad de ideas, así que te recibiré». Eso sucedió en 1977 o 1978, fui a Michigan y Frank se comportó muy amablemente, el día de mi llegada me dijo: «El eslogan y el principio de mi vida es: “otro día, otro artículo”, así que tienes que escribir un artículo cada día y yo me reuniré contigo para discutir problemas diariamente después de la hora de comer, así que esperarás a las puertas del restaurante Michigan Union, el conserje te dará un par de problemas, algunos muy significativos y otros bastante fáciles». Cada día Harary se reunía conmigo durante cinco minutos, solo cinco minutos; si no podía resolver los problemas durante una semana entonces Frank empezaba a quejarse y decir: «Eres una mierda, eres muy estúpido, no debería haberte empleado, no me esperaba que fueras tan estúpido»; seguía quejándose pero yo resistí y resistí, quería matarlo pero la resistencia es algo muy importante, tenía que resistir. Estudié allí durante un par de años y no pude cumplir su principio de «otro día, otro artículo» pero escribí unos veinte artículos con Frank a lo largo de esos dos años, así que la realidad fue más bien «otro mes, otro artículo», lo que no está mal.

No está nada mal.

Y algunos de los resultados fueron muy buenos, por ejemplo conté el número de grafos autocomplementarios, con n vértices y resultados similares. Estudiamos… antes de ir a Michigan mi deseo era escribir al menos un artículo con el gran profesor Frank Harary, esa era mi ambición; pero el resultado final fue que escribí unos veinte artículos, así que me sentí satisfecho, y trabajé allí como profesor asociado en la Universidad Médica de Nihon en esa época, estudié allí dos años, algo parecido a un periodo sabático; sea como sea, Frank tiene reputaciones muy diversas, mucha gente lo odiaba… por supuesto, yo lo odiaba como alumno, pero cambié de forma gradual, y ahora creo que fue un consejero muy bueno para mí, y, en algún sentido, él es el padre de la teoría de grafos en  Japón, porque yo empecé con su libro Teoría de grafos y tal como te comenté entonces estaba solo, aislado, yo empecé la teoría de grafos allí, y ahora hay muchos investigadores, unos doscientos o trescientos matemáticos haciendo investigación en teoría de grafos. Ahora hay muchos buenos teóricos de grafos en Japón.

Jin Akiyama para Jot Down 3

Volviendo al Japón, decides cambiar un poco de objeto de estudio, y te pasas a la geometría discreta.

Sí, lo cambié… En 1986 y 1990 organicé dos grandes congresos sobre teoría de grafos en Japón, el primero tuvo lugar en 1986, el primer congreso sobre teoría de grafos en Hakone.

¿Paul Erdos estaba allí?

Paul Erdos, Ron Graham, Szemerari y Vacek, mucha, mucha gente.

Los húngaros.

Los húngaros. Y el segundo en 1990, cuatro años más tarde, también en Hakone, y también importante, más de doscientos teóricos de grafos de todo el mundo se reunieron allí. En esa época, en la primera conferencia conocí a Jorge Urrutia [matemático mexicano de la UNAM que en esa época trabajaba en Canadá], y él me introdujo en la geometría discreta. Desde ese día, como han aparecido muchos buenos teóricos de grafos, como Egawa, Negami, Sato, Ota, que venían detrás de mí, y…

Ellos no son mucho más jóvenes que tú, a lo sumo cinco o diez años más.

Sí, pero cuando somos jóvenes… una diferencia de cinco años es grande. [Risas] Ellos eran muy buenos, así que pensé que era mejor para mí escoger una nueva área, un nuevo paraíso, así que en esas circunstancias me encontré a Jorge, que hacía ambas cosas, teoría de grafos y geometría discreta y computacional, y los temas que trataba me atrajeron, y decidí: «voy a hacer eso»; porque en esa época, en 1990, muy pocos matemáticos estudiaban geometría discreta y quizás yo fuera el primer matemático en Japón que se propuso seguir ese objetivo, porque en el campo de la ingeniería hay varios matemáticos interesados en la geometría computacional, pero como matemáticos puros hay muy pocos. Quizás yo fuera el único. Tenía varios estudiantes de doctorado, y no podía ofrecerles buenos temas en el campo de la teoría de grafos, porque varios (y buenos) rivales los resolvieron, los problemas que tenían asignados mis alumnos, y mis propios estudiantes fueron derrotados, no pudieron obtener buenos resultados. Por aquel entonces la teoría de grafos se volvió demasiado competitiva, y la geometría discreta tenía una esencia similar a la teoría de grafos, pero era un poco diferente; así que quizás la geometría discreta sea mejor no solo para mí sino también para mis estudiantes, y he aprendido mucho de Ferran, Jorge, y Ron Graham, y en 1990 escribí un libro sobre geometría discreta con Ron Graham; él estaba entonces en los Bell Labs, ahora está en la Universidad de California.

Jin Akiyama para Jot Down 4

Al mismo tiempo inicias tu labor de divulgación de las matemáticas.

En realidad, antes de empezar a divulgar matemáticas, estaba interesado en promocionar a estudiantes con talento, así que organicé la Fundación Japonesa Olímpica de la Matemática, no yo solo, sino con otros dos matemáticos, el profesor Fujita y el profesor Noguchi. Organizamos las Olimpiadas Matemáticas en Japón, y enviamos a nuestro equipo, un equipo japonés, a la IMO, la Olimpiada Internacional de Matemáticas en 1990, y esa es la primera participación japonesa; tuvo lugar en Beijing, China, y la siguiente en 1991 celebrada en Sigtuna, en Suecia, y en esas dos olimpiadas yo fui el líder del equipo de Japón, estaba interesado en promocionar a estudiantes con talento. Entonces supe que dichos estudiantes iban a  crecer y se desarrollarían sin que les ayudaran…

Sí, porque son muy buenos, no lo necesitan.

No necesitan de nuestros consejos estúpidos, son más inteligentes que nosotros [risas], tal y como llegué a aprender. Así que, ¿quién necesita una verdadera educación matemática? La gente normal, especialmente los jóvenes a los que no les gustan las matemáticas, esos son los estudiantes a los que deberíamos prestar ayuda, eso es más importante que la educación para los estudiantes más dotados. Así que se trata de matemáticas para estudiantes no tan buenos, de la popularización de las matemáticas.

Pero luego obtienes un programa de televisión, lo que nos parece algo fantástico.

Eso es en 1991, empecé en la NHK un programa de televisión sobre matemáticas, y durante estos veinticuatro años, casi un cuarto de siglo, he venido dando conferencias sobre matemáticas cada semana, y a veces para niños pequeños, como estudiantes de primaria, o niños algo mayores y también de secundaria, o a veces también para el público en general. Así que como llevo haciendo un programa de televisión durante mucho tiempo, el público en general en el Japón cree que… me convertí en la imagen de los matemáticos japoneses, así que si le preguntas a un japonés corriente si conoce a algún matemático, la mayoría responderá: Jin Akiyama. Pero eso no es tan bueno para mí, porque puede hacer que grandes matemáticos sientan envidia… [risas].

Leí que quizá seas el matemático más famoso del mundo, porque mucha gente, millones de personas te conocen, incluso paseando por la calle en Tokio la gente puede pedirte hacerse una foto contigo o un autógrafo.

Reconozco que si aparezco en televisión… no sé cómo son las cosas en España, pero en Japón los profesores o investigadores que aparecen en televisión son considerados estúpidos.

Jin Akiyama para Jot Down 5

No puedo imaginarme en España un programa de televisión dedicado durante un cuarto de siglo a las matemáticas. Se dio el caso de un zoólogo muy famoso, que llegó a ser muy popular; probablemente no dentro de su profesión, no sé, pero sí para el público en general.

El público en general, por supuesto, sí me respeta. Pero entre matemáticos…

No, no estoy de acuerdo, Jin. He estado contigo en Japón muchas veces, y sé ciertamente que eso no es verdad.

[Risas] Pero yo lo sentía así, por eso no acepté aparecer en programas de televisión a excepción de la cadena NHK, la cadena nacional, porque el japonés corriente piensa que los programas de la NHK son más serios. Por consiguiente decidí no participar en emisiones corrientes, aunque en otros programas conseguiría cobrar más dinero. Ese fenómeno, desde que llegué a esa conclusión, me ha hecho seguir escribiendo artículos, así que he escrito unos ciento veinte artículos y sigo escribiendo al menos tres o cuatro al año. Porque de otro modo mis enemigos dirían: «solo se dedica al espectáculo».

En realidad han aparecido más artículos tuyos en publicaciones de investigación que de la mayoría de tus críticos.

Sí. [Risas].

¿Cuántos libros has escrito?

Alrededor de doscientos.

¿Cuántas conferencias al año?

En un año, cerca de doscientas. No solo en Japón, sino también en el extranjero…

También tienes un «Museo de las  Matemáticas».

Sí, recientemente, como sabes, he inaugurado el Museo de las Matemáticas, de hecho…

Bien, ya tenías uno en Abashiri.

Sí, ya tenía uno en Abashiri, pero estaba demasiado lejos.

Sí, muy al norte.

Cerca de Rusia. Sí, un lugar muy frío, cubierto de nieve seis meses al año, peligroso y frío.

Creo que  la gente del Japón lo conoce por…

Como prisión. Abashiri es famoso por su prisión, sí. Así que decidí trasladarlo a Tokio.

Jin Akiyama para Jot Down 6

De hecho lo trasladaste a la que fue tu primera universidad. Así que tras viajar por todo el mundo…

Sí, y he oído que ahora tienen la intención de construir un Museo de las Matemáticas en Barcelona, el año que viene, y estoy dispuesto a ayudarles, y quizás me reúna con algunos de los responsables en estos días.

Sí, me lo comentaste. Pero escribes artículos de investigación sobre matemáticas, tienes un programa de televisión, das unas doscientas conferencias cada año, has publicado unos doscientos libros, y aun así tienes tiempo para interpretar música.

Oh, sí, por ejemplo, cuando estoy en Tokio es muy difícil encontrar tiempo para practicar y ejercitar el acordeón, pero cuando estoy de viaje lo llevo, pesa unos trece kilos, es muy pesado; esta vez traemos dos acordeones y aquí tenemos mucho tiempo para ensayar.

¿Aquí, en la Residencia?

Sí.

Probablemente, a otros investigadores eso no les haga sentirse muy felices.

[Risas].

Cuando no estás viajando, ¿cómo es un día normal para ti? Porque el día solo tiene veinticuatro horas…

Afortunadamente no estoy obligado a dar clases.

¿Lo echas de menos?

No tengo que hacerlo.

Sí, lo sé, pero, ¿lo echas de menos?

Si me apetece enseñar, puedo organizar una especie de curso intensivo de una semana sobre teoría de grafos, geometría discreta, geometría sólida o algo similar. Me interesa más en esa estructura de cursos; tengo un estudiante graduado de Corea que es muy bueno, a veces lo aconsejo o escribo un artículo con él.

Tienes tiempo para escribir sobre temas más exóticos, como tu peinado.

[Risas].

Creo que ese artículo llegó a ser famoso en Japón.

Sí, fue famoso. El motivo por el cual llegó a ser famoso es que fue escogido como el mejor ensayo del año. Sí. Así que a veces me he rapado al cero, como un skinhead, o a veces me lo he dejado largo, o lo he dejado salvaje, dependiendo del momento mi peinado ha ido cambiando.

En ese momento tuvimos ya que interrumpir nuestra conversación, alguien vino a recordarnos que nuestro tiempo se había cumplido con creces y que otra gente esperaba a Jin Akiyama para poder entrevistarlo. Después, tuvimos la ocasión de asistir de nuevo a una de sus hipnóticas conferencias. Una audiencia que abarrotaba el salón de actos de la Residencia de Estudiantes asistió entusiasmada a una charla en la que durante cerca de dos horas estuvo desgranando un problema tras otro. Es la primera vez que hemos visto al público aplaudir entusiasmado ante cada nuevo resultado que un matemático les mostraba.

Jin Akiyama para Jot Down 7

Fotografía: Guadalupe de la Vallina

Rafael Vives: El kamikaze poeta

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Fotografía: Tim Evanson (CC).

Cuando hablamos de poetas malditos, aquellos genios alienados y autodestructivos cuyo verso decadente suponía un soplido infecto en el engreído aliento de su generación, viajamos mentalmente a la vieja Europa y, concretamente, a Francia. Nombres como Arthur Rimbaud, Tristan Corbière, Auguste Villiers, Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé o el encumbrado Charles Baudelaire, ocupan en nuestra memoria las celdas destinadas a enumerar a estos réprobos creadores. Pero, como es lógico, poetas malditos existieron muchos más y mucho más allá de las hediondas orillas de aquel Sena de la segunda mitad del s. XIX. Entre todos ellos, sobresale un caso que llama la atención por su tortuosa biografía, su idiosincrasia y su inmerecida caída en el olvido. Hoy peregrinaremos hasta el místico Japón para conocer a la vez que honrar la historia y el legado del gran Haruko Tatsu.

Carpa de luto plañe tu kimono gris
Uña larga en primavera

Como la mayoría de los autores pertenecientes a su género, Haruko Tatsu fue un alma atormentada, carente de esperanza y víctima de terribles coyunturas que moldearon a golpes su oscura naturaleza. Nació en la pequeña ciudad castillo de Hida-Takayama, en la Prefectura de Gifu, el 8 de febrero de 1922. Casualmente, vio la luz dos días después de que japoneses, británicos, americanos, franceses e italianos, vencedores en la Gran Guerra, firmaran el Tratado de Washington. Dicho acuerdo estaba destinado a delimitar el potencial de las fuerzas navales de cada uno de ellos en un intento por evitar una nueva contienda. Como la cronología atestigua y como el bueno de Haruko padecería en sus propias carnes, el tratado resultó un fiasco. Pero sigamos con lo que nos ocupa. Tatsu se crió al pie del Monte Hotaka, en el idílico paisaje conocido como «los Alpes japoneses», en el seno de una familia humilde. Su padre, como la mayoría de convecinos en aquella ciudad establecida como fuente oficial de madera del país, era carpintero. A los dieciséis años y tras una obligada instrucción como aprendiz de ebanista, Haruko decidió que aquello no iba con él y se mudo a Nagoya en busca de un futuro. En la cuarta ciudad del imperio, a orillas del Pacífico, conoció a Nanami, una enfermera tres años mayor que él de la que se enamoró perdidamente y cuyo influjo marcaría más tarde la totalidad de su obra, trufada de tintes eróticos. Un claro ejemplo lo encontramos en su poema «Grulla de primavera» (1962). Pido disculpas de antemano por la posible inexactitud de las traducciones y obligadas adaptaciones fruto del uso de traductores automáticos on-line.

Como una piedra preciosa
Tu sexo entre algodones
Húmeda pero distante
Receptiva pero distante
Cercana al tacto en tu lejanía
Deja que te posea como dragón afónico*
Deja que mis manos te paladeen
Goza, mi grulla de primavera
Goza entera

*Según una antigua leyenda, cuando un dragón se quedaba afónico creía erróneamente que su muerte era inminente y desarrollaba un mayor ímpetu sexual en su intento por asegurarse descendencia.

Fue precisamente en mitad de aquel apasionado idilio con su eterna musa Nanami que estalló la Segunda Guerra Mundial, conflicto que llegó en mal momento ya que Japón estaba centrado de nuevo en su habitual asedio sobre China. En plena ofensiva de invierno, tras dos años de asedio doméstico, los nipones controlaban Manchuria, el norte y una importante franja del centro del titánico país vecino. A pesar de no ser todo lo premioso que se deseaba, el avance resultaba efectivo y fértil para el Imperio. Pero el pueblo chino resistió más de lo esperado, como tiende a hacer, y el escenario sufrió un contundente giro a finales de 1941 cuando el emperador Hiro Hito decidió meter a su pueblo en el gran fregado y el almirante Yamamoto trazó su genial ataque preventivo para amedrentar al diablo capitalista. Como era de suponer, a Roosevelt no le hizo excesiva gracia lo de Pearl Harbour y Estados Unidos se unió oficialmente a la fiesta. La llegada masiva de soldados americanos al Pacífico frenó el avance japonés en seco y convirtió la entretenida acometida en suelo chino en una verdadera carga. Fue entonces cuando Haruko Tatsu, activo patriota y soñador en paro, vislumbró una solución a sus acuciantes problemas de sustento y, aun siendo portador de una notable miopía, logró alistarse de forma voluntaria en el Ejército Imperial. Su objetivo no era otro que el de medrar, hacer carrera en el ejército, regresar como un héroe y formar una familia junto a su amada.

Tras apenas siete meses de preparación, Tatsu alcanzó el sueño de la mayor parte de los jóvenes de su generación y se convirtió en aviador naval. Sus primeras incursiones en combate coincidieron con el inicio del declive japonés. Aun así, participó y sobrevivió a las campañas de Nueva Guinea, islas Salomón e incluso al desastroso intento de invadir Midway, derrota que supuso un punto de inflexión y el fin de la imbatibilidad nipona. A partir de ese instante, considerado ya como uno de los pocos pilotos experimentados restantes, se centró en la contención del avance de las tropas del general MacArthur sobre suelo japonés. Las islas Marianas, Saipán, el mar de Filipinas, el golfo de Leyte, Guadalcanal y, finalmente, Iwo Jima, fueron los últimos escenarios del Teatro del Pacífico en los que Haruko intentaría evitar la victoria aliada. Con la mayor parte de su armada convertida en pecios y pocos visos de sacar la guerra adelante, el primer ministro Hideki Tojo había ordenado crear una unidad especial de pilotos suicidas encargados de retrasar el avance americano propiciando una reagrupación de las tropas imperiales. Así, en una emotiva mezcolanza de la tradición de sacrificio samurái con las nuevas tácticas belicistas, nacieron los kamikazes («viento divino»). Haruko Tatsu, convertido en alférez, fue uno de los elegidos y aceptó tan heroica tarea anteponiendo los intereses patrios a su futuro, a su anhelado reencuentro con Nanami y, en definitiva, a su vida. Su gran momento llegaría el 11 de mayo de 1945, en uno de los coletazos finales de la guerra. Tres aviones se lanzarían, con menos de treinta segundos de diferencia, contra el portaaviones USS Bunker Hill mientras este apoyaba la invasión de Okinawa. El plan era dejar caer una bomba de 250 kg sobre el buque y acto seguido impactar contra su torre de control causando el mayor estropicio posible. Haruko subió a su caza A6M «Zero» en el que la bandera del sol naciente engalanaba su último viaje, voló hasta el objetivo, descendió, lanzó la bomba y, culpa de su malograda visión, erró a la hora de alcanzar la torre y cayó al mar con la mala fortuna de sobrevivir. Ese episodio se convirtió en uno de los momentos más dolorosamente rememorados en su posterior obra, como queda patente en «Floto» (1968).

Mi pájaro de metal y origami
Se acerca el hostiazo de Dios
Esquivo la gran ballena Sam
Y floto. Floto
Floto entre sangre, fuego y recuerdos
Las nubes dibujan tus pechos
Tus pezones de cereza
Me empalmo en mi ataúd
Y floto en mi vergüenza

Tras varios días navegando a la deriva sobre los restos de una de las alas de su aparato, Tatsu acabó exhausto e inconsciente en una playa de Minna-Jima donde fue capturado por el cabo de origen puertorriqueño John Medina y enviado a un campo de prisioneros ubicado en Hawái. Durante su cautiverio pensó en suicidarse, llegando incluso a extender una petición formal en tal dirección a los mandos estadounidenses, súplica que fue rechazada. Humillado por el fracaso de su misión, carente de honor, convertido en una vergüenza de guerra y hastiado por el hecho de seguir vivo, Haruko encontró en la poesía una vía de escape a su insoportable enajenación. Fue a lo largo de aquel internamiento cuando empezó a plasmar sobre el papel sus miedos, su desasosiego y su enfermizo deseo carnal, fruto del constante recuerdo de Nanami.

Mi sable de samurái oculto en tu arbusto
Mi sable de samurái perdido en tus nalgas
Cabalgas. Cabalgas
Mi sable de samurái custodia tus muslos
Mi sable de samurái remonta tus senos
Serenos. Serenos
Mi sable de samurái se mece en tus manos
Mi sable de samurái de carne y deseo
Jadeo. Jadeo.

«Mi sable de samurái» (1946)

Su ejemplar conducta durante aquellos meses le valió la estima de sus guardianes. Así, en febrero de 1947, en plena ocupación americana tras la capitulación del imperio, fue enviado hacia Yokohama donde fue oficialmente desmovilizado y liberado. En su tierra natal, donde ya conocían los pormenores de su fracaso y posterior detención, no fue recibido con estima por parte de las autoridades militares. Lo expulsaron del ejército aunque no lo juzgaron ni presentaron cargos contra él. Al fin y al cabo, no era un traidor sino solo un miope al que tal vez habían sobrevalorado debido a su longeva supervivencia en combate y a su imprevista suerte en el frente. Apestado, alienado y desquiciado por su fracaso, transformado en un antihéroe, regresó a Nagoya donde el círculo de miseria se cerró al comprobar que, al igual que los demás, también Nanami lo repudiaba. Aquello minó de forma definitiva su juicio y lo arrojó en una sima de trastorno y soledad de la que ya jamás emergería. Con tan solo veintiséis años, consumido, perturbado por la guerra y extraño en su propio hogar, se mudó a una pequeña aldea en el norte del país, cerca de Sendai, en la prefectura de Miyagi. Allí, amparado por el anonimato, dio rienda suelta al torrente de decadencia y melancolía que inundaba su cerebro. Desde entonces y hasta su muerte se dedicó a malvivir y a plasmar en cuartillas de papel sus lóbregos pensamientos, confeccionando una de las antologías poéticas más destacables de todo el siglo XX. Finalmente, el 14 de diciembre de 1986, mientras en Tokio se celebraba la final intercontinental entre River Plate y Steaua de Bucarest, Haruko Tatsu moriría solo en su modesta cabaña, a la edad de sesenta y cuatro años, pocos minutos antes de que Antonio Alzamendi marcara el tanto que daría la victoria a los argentinos.

El modo en el que la obra de Tatsu logró ver la luz resulta tan misterioso y rocambolesco como su propia vida. Tras su fallecimiento, sin familia conocida ni herederos, su vivienda fue subastada y sus escasas pertenencias se alojaron en el sótano de un edificio gubernamental del distrito de Aoba. Allí reposaron durante años hasta que en 1991 Yasunari Oki, un funcionario local encargado del archivo, descubrió los manuscritos. La curiosidad que despertaron en él esos hipnóticos versos hizo que los remitiera a Natsume Kawata, antiguo compañero de filas y por entonces profesor de literatura en la Shinsu University de Nagano. Fue Kawata quien, tras indagar en la misteriosa figura de Tatsu, decidió dos años más tarde publicar un primer poemario titulado Haruko Tatsu. Versos desde la nada. Aunque el reconocimiento y el interés por la obra y la figura del kamikaze poeta no han alcanzado las cotas que sin duda merece, a partir de aquel momento el mundo fue consciente de su existencia. La de un genio martirizado por su memoria. La de uno de los mayores referentes poéticos de todos los tiempos.

Si lo hacemos como los perros
ambos podremos contemplar el horizonte

De sombras y enigmas: una aproximación arquitectónica

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Foto: Mrhayata (CC)

Foto: Mrhayata (CC)

Between the desire
And the spasm
Between the potency
And the existence
Between the essence
And the descent
Falls the Shadow

(«The Hollow Men», T.S. Elliot)

Occidente, según Junichiro Tanizaki, nunca ha entendido el Enigma de la Sombra.

La comprensión general de la arquitectura está siempre referida al envoltorio, a la fachada que constituye el límite de la construcción. Son frecuentes los análisis puramente formales que dificultan la comprensión unitaria de la obra, ya que una reflexión centrada esencialmente en el análisis exterior de los volúmenes que componen un edificio es incompleta. Es imposible entender las reflexiones que subyacen en las operaciones arquitectónicas llevadas a cabo por el arquitecto sin tener en cuenta el espacio interior y las «fachadas interiores» de esos volúmenes que nos proporcionan una imagen real y completa de la arquitectura. No hay otra manera de aprehender una operación arquitectónica en toda su magnitud que abandonando el dominio de la luz —el exterior— para adentrarse en el de la sombra —el interior—; abandonar el análisis circunscrito al exterior de la arquitectura, positivista e inmediato, para pasar a «experimentar» desde el interior ese espacio. De la misma manera que a la hora de admirar una obra de arte hay que prescindir de todo lo que se ha leído sobre ella, a la hora de apreciar el arte supremo, la arquitectura, no vale con ceñirse a imágenes reales o virtuales que apenas nos revelan un aspecto formal del espacio, sino que hace falta adentrarse en él. Dejar de entenderla solo con la vista para pasar a sentirla con el tacto. Experimentarla. Sentir como la gravedad y la luz conforman el espacio entre los muros de la construcción y entender topológicamente las relaciones que se establecen entre sus límites. Transcender lo formal y sentir lo espacial. Este es un ejercicio imprescindible para cualquiera, sobre todo si es arquitecto, ya que permite entregar las armas que nos ha proporcionado la disciplina e inclinarnos ante la fuerza misma de la experiencia real del edificio y de la vida que contiene.

La consecuencia de esta necesidad de sumergirse en el espacio como única forma de obtener una visión completa de la arquitectura son claras: no es bajo la luz cómo se experimenta la arquitectura sino dentro de la sombra. Y en los límites entre ambas. El principal elemento de la arquitectura, el espacio, es el campo de batalla entre luz y sombra, exterior e interior, verticalidad y horizontalidad. La arquitectura depende, cobra sentido, de la dicotomía luz-sombra que se establece siempre entre sus dominios. Mientras el espacio «comprendido» pertenece al dominio de la luz, pues es mediante las fotografías como se manifiesta, se entiende y se cualifica; el dominio del espacio «vivido» pertenece al de la sombra. Es el dominio de la oscuridad, en su infinita gama de grises que moldea el espacio, lo que confiere a la propia arquitectura su cualidad más importante, aquella que la convierte, para muchos, en el arte supremo: la posibilidad de ser vivida.

Soy consciente, por supuesto, que se le pueden hacer tantos matices a estas reflexiones como tradiciones arquitectónicas existen, y aún que resulta atrevido circunscribir la comprensión del espacio —y por extensión de la arquitectura— a un solo método. No obstante, parece evidente que solo si tenemos en cuenta al mismo tiempo ambos fenómenos —luz y sombra— podemos conseguir un entendimiento lo más completo posible de la arquitectura.

De modo inverso al proceso mediante el que se pinta un cuadro —en el que el pintor va construyendo el espacio ficticio partiendo desde una imprimación oscura a la que se superponen pinceladas de tonos cada vez más claros— en la arquitectura el espacio se construye gracias a sucesivos planos de sombras, que desde un exterior imbuido de claridad van conquistando el espacio mediante una sombra agregada de oscuridad creciente, plano a plano y estancia a estancia.

Es por tanto difícil rechazar que la sombra tiene un papel preponderante en la compresión espacial de la arquitectura, por mucho que nos hayamos esforzado en negarlo. Y eso que hemos desconfiado siempre de las penumbras, delegando en el progreso la tarea de eliminar progresivamente con sus avances científicos esos reductos de ignorancia de la vida cotidiana, temerosos de lo que se esconde —y que por tanto no se puede controlar—. El progreso material y científico del siglo XIX fue en una dirección clara: combatir los temores irracionales que anidaban en la oscuridad, haciéndolos desparecer mediante brillantes bombillas y fulgurantes neones. Pelear por conquistar cada reducto de irracionalidad e ignorancia, lo que en términos espaciales se traduce en una desaparición de las sombras en la arquitectura, sacrificadas salvo honrosas excepciones en los altares de una modernidad luminosa.

Y, sin embargo, ha habido lugares del mundo en el que las sombras han tenido un papel fundamental en la arquitectura. De acuerdo a un breve y exquisito libro japonés escrito por Junichiro Tanizaki en 1933, Elogio de la Sombra, en Oriente —y en concreto en Japón— hace tiempo que han operado arquitectónicamente de manera contraria, abrazando y potenciando la sombra como fenómeno arquitectónico necesario; entendiendo su papel como pilar básico de una completa experiencia del espacio que hunde sus raíces en lo más profundo de la cultura oriental.

Las diferencias aparecen, por supuesto, desde el mismo origen del acto de construir arquitectura. Mientras en Occidente se ha buscado siempre realizar una arquitectura monumental que aspirase a llegar más alto, estirando los paramentos verticales hacia el cielo y elaborando sistemas e ingenios constructivos que permitiesen perforarlos con amplios ventanales —como forma de expresar constructivamente un inevitable deseo de trascendencia—; en Oriente se ha elaborado tradicionalmente una arquitectura en sentido contrario, donde predominan las extensas cubiertas de teja y los atrevidos aleros que se proyectan con decisión más allá del perímetro de la construcción. Ambos elementos —cubierta y aleros— protegen el interior de la luz directa, proyectando una sombra profunda y vasta que esconde la construcción. «Si el tejado japonés es un parasol, el occidental no es más que un tocado». Mientras que en nuestras latitudes los tejados suelen ocupar un espacio circunscrito a la planta del edificio y cumplen apenas una función de coronación y protección contra la intemperie, desprovista en principio de un ideal trascendente, en la arquitectura japonesa tradicional el tejado tiene como primera función delimitar un espacio sombrío en el que poder disponer la casa. La estructura, los accesos, los volúmenes que la componen, todos los elementos de la arquitectura vernácula parecen agazaparse bajo imponentes cubiertas. La primera acción en un lugar es crear un umbráculo, esto es, un misterio. Y después construir una casa en ese misterio.

La belleza de las construcciones japonesas nacidas de ese primer gesto se revela, en palabras de Tanizaki, como un estadio intermedio en mitad de un infinito juego de sombras. Una penumbra que se abate sobre paredes desnudas y tatamis vacíos y que tiene más de atmósfera que de condición lumínica. Es en esa negación de la luz como calificadora del ambiente cuando se entiende el espacio en su plenitud, desde dentro. Respirándolo, palpándolo, habitándolo. En las casas japonesas no existe nada más importante que ese espacio. Y es esa condición donde aparece la belleza, que no es sino la «sublimación de las realidades de la vida», una decisión inteligente y resignada de aceptar lo imperfecto de la existencia cubriendo lo inconveniente con una penumbra y realzando así el conjunto de una manera elegante y discreta. La sombra, aquí, no es la ausencia de luz. Es lo que le da sentido al espacio interior. Y por extensión a la arquitectura.

En esta línea de austeridad elemental, en la verdadera casa japonesa tradicional no existe el ornato, no se practica la búsqueda de una belleza estética mediante la acumulación de objetos materiales. El verdadero lujo está en la atmósfera que las entradas indirectas de luz y los sucesivos planos translúcidos consiguen crear y en las relaciones que los escasos objetos presentes establecen entre ellos.

Aunque no todo en las viviendas japonesas es ocultar, cubrir y esconder en la oscuridad, según Tanizaki. La penumbra posee cualidades que despiertan en los objetos cotidianos fulgores particulares, de naturaleza contraria a los brillos de los objetos apreciados en Occidente, cuyos destellos metálicos no encuentran acomodo en esta atmósfera singular. En estas estancias tradicionales predominan los cuencos y platos de materiales mates, que solo en ocasiones emiten evanescentes fulgores perezosos: cada elemento está en línea con esa luz «gastada, atenuada y precaria» que impregna las paredes de la arquitectura vernácula oriental.

Conforme a lo descrito anteriormente, no es de extrañar que la piedra más valorada en el continente asiático, el jade, no presente sino brillos escasos de naturaleza perezosa, una cualidad radicalmente contraria a las piedras preciosas de brillo impertinente que valoramos en nuestras latitudes. Piedras preciosas como el rubí, la esmeralda, el zafiro, todas ellas refulgentes bajo la luz no tienen fácil acomodo en una arquitectura, y una cultura, de brillos apagados por un uso corriente.

Elogio de la Sombra, en definitiva, es un testimonio romántico de cómo se diluye una cultura milenaria bajo el empuje de la modernidad occidental, que todo lo invade y sepulta bajo sus neones fulgurantes. Es la melancólica constatación que hace el autor de la pérdida de usos, costumbres y modos de vida enraizados en la cultura oriental, que progresivamente sustituyen su tradición arquitectónica milenaria por esos avances tecnológicos tan llenos de luz y ruido.

Y es que, de la misma manera que el cuerpo militar más fanático del Sultán de la Sublime Puerta eran antiguos cristianos convertidos —los jenízaros—, aquellas culturas que mejor supieron utilizar la sombra para crear belleza han sido las que con más fervor han abrazado al neón como nuevo dios moderno, sepultando su singular herencia arquitectónica bajo cantidades absurdas de lúmenes sin control.

Foto: Mrhayata (CC)

Foto: Mrhayata (CC)

Periodismo, el arma secreta del espía soviético que cambió la II Guerra Mundial

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Escena de Spy Sorge. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company

Escena de Spy Sorge. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company

Richard: Deberías reducir tus gastos.
Max: ¿Cómo?
Richard: ¿Tenías que comprarte un Mercedes nuevo?
Max: Bueno, he tenido que cambiar mi estilo, como tú. Me gusta dirigir mi propio negocio, disfruto condiciendo este coche.
[Richard baja la mirada apesadumbrado]
Max: Quizá ya no soy un buen comunista. Y para ser honesto, Stalin me ha decepci…
Richard: ¡Max! ¡Tu negocio es una tapadera! ¡¡¡Lo montaste con fondos del departamento!!!

Diálogo entre los espías soviéticos en Tokio Richard Sorge y Max Clausen de la película Spy Sorge (Masahiro Shinoda, Japón 2003)

Me encanta esta conversación entre espías soviéticos de la película de Shinoda. Demuestra que por muy comunista que sea uno siempre puede llevar dentro un amigo de lo ajeno que puede aparecer en cualquier momento de debilidad, pero nada, ahí estaba Richard Sorge, el espía que cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial, para meterle en vereda.

Muy importante tuvo que ser este agente para que de él se hayan escrito libros, filmado varias películas, tenga una novela gráfica y hasta un sello de correos con su cara, por no hablar de una lancha rápida de la Marina del Pueblo de la República Democrática Alemana que también fue bautizada con su nombre. Una relevancia la de este hombre que, como suele ocurrir, no fue acorde con su suerte. Le ahorcaron sin que sus jefes movieran un dedo por salvarlo pese a las ofertas de canjearlo por otros prisioneros que se recibieron.

Pero su contribución en la Segunda Guerra Mundial no pudo ser más importante. Espía soviético en Tokio, envió a Stalin la fecha de inicio de la Operación Barbarroja. El padrecito ignoró el mensaje creyendo que se trataba de una argucia de Churchill para enfrentarlo a los alemanes, pero cuando la Wehrmacht cruzó el río Bug cayó en la cuenta del error que había cometido. Cuentan los historiadores que Stalin sufrió un colapso nervioso, se aisló en su dacha y que, cuando Molotov y Mikoyan fueron a buscarlo para preparar la defensa de la nación, creía que se lo iban a cepillar.

Sello con el rostro de Richard Sorge (DP)

Sello soviético con el rostro de Richard Sorge (DP)

Tonto no era Stalin, ni mucho menos. Y aprendió la lección. Cuando llegó el siguiente mensaje de Richard Sorge desde Tokio asegurando que Japón había pospuesto sin fecha un ataque a la Unión Soviética, no dudó en movilizar todas sus tropas hacia el oeste y el resto de la historia ya es bien conocido. ¿Pero quién era este hombre capaz de dar así en el clavo?

La historia de Sorge es apasionante. La película la edulcora, la novela gráfica es un tanto más tremendista, pero la información que hay documentada deja un relato mucho más comedido y que, precisamente por eso, resulta fascinante.

Nació en los alrededores de Bakú el 4 de octubre de 1895, en Azerbaiyán, en los campos petrolíferos del Cáucaso. Su padre era un ingeniero alemán que trabajaba en una empresa petrolera, hijo a su vez de Friedrich Sorge, ayudante de Karl Marx, también secretario general de la Primera Internacional en el momento de la escisión de los anarquistas de Bakunin y fundador, en su exilio estadounidense, del Partido Socialista Laborista de América. Casi nada. La madre del espía, Nina Semionovna Kobieleva, era rusa.

La familia abandonó Azerbaiyán y volvió a Alemania en los albores del nuevo siglo. Pese a la carrera política del abuelo, llevaron una vida burguesa. Es ahí tal vez donde los genes hicieron mella en el joven Richard, que decidió alistarse voluntario en la Primera Guerra Mundial para huir del confort y el sosiego —que sumados equivalen a tedio como todo el mundo sabe— de las ambiciones familiares.

Sirvió en las «unidades estudiantiles» alemanas que fueron a parar a Dixmude, en Bélgica, donde se dice que entonando himnos patrióticos se abalanzaron sobre las trincheras enemigas siendo barridos por las ametralladoras con una proporción de bajas como la del videojuego Operation Wolf. Era julio de 1915 y fue herido en la pierna derecha, pero su fervor patriótico permaneció intacto. Sin embargo, cuando en marzo de 1916 fue enviado al frente ruso, la metralla le destrozó las dos piernas. Se quedó cojo para toda la vida y le concedieron la Cruz de Hierro de Segunda Clase, pero él ya había empezado a pensárselo mejor y le surgieron ciertas dudas con eso de la patria y las banderitas.

Además, la enfermera que le cuidaba era hija de un miembro del Partido Alemán Socialdemócrata y ahí, en el hospital, leyendo sobre filosofía y marxismo, Richard se hizo de izquierdas a la tierna edad de veintiún años. El contexto, una Alemania que acaba de perder la guerra, sufría carestías de toda clase, paro y efervescencia ideológica en las calles, no hizo sino radicalizarlo. Como a buena parte de sus compatriotas, por otra parte.

No obstante, Sorge estudió Economía y llegó a ser asesor científico en la Universidad de Aquisgrán, donde realizó grandes progresos intelectuales, entre ellos, robarle la esposa al profesor titular. Ella se llamaba Christiane Gerlach, se casó con ella y se escapó a la URSS «para ser libres», como se decía entonces. Allí ingresó en el PCUS con el carné número 0049927, que pronto tuvo que depositar cuidadosamente en un cajón puesto que fue reclutado por los servicios secretos soviéticos.

En una entrevista que concedió Christiane cuarenta años después, explicó que la personalidad de Richard estaba inclinada a una profesión como esa de forma natural. Dijo: «Nadie pudo acceder nunca a su soledad interior y eso es justamente lo que le hacía totalmente independiente».

Su primera misión importante fue en Shangai. Allí empezó a tejer una red de agentes entre comunistas chinos y logró reclutar al japonés Hotsumi Ozaki, brillante corresponsal del diario Asahi Shinbun y comunista furibundo en la intimidad, que de vuelta en Japón llegó a ser asesor del primer ministro Fuminaro Konoe para así convertirse en el informante clave de toda la red.

Richard Sorge con Erich Correns en la Primera Guerra Mundial. Foto: German Federal Archive (DP)

Richard Sorge con Erich Correns en la Primera Guerra Mundial. Foto: German Federal Archive (DP)

Porque Sorge también fue enviado a Tokio con la misión de infiltrarse a su vez entre los alemanes. En la Unión Soviética cundía el pánico por aquel entonces ante la posibilidad de un ataque combinado de los nazis por el oeste y los japoneses por el este. De hecho, ese parecía el plan de los japoneses con sus conquistas en China ejerciendo, como se aludía, el «derecho a la expansión» de las «naciones sin espacio».

Este hipotético ataque combinado es un escenario sobre el que han fantaseado muchos amigos de la historia-ficción. Lo consideran la estrategia perfecta para haber salido de la Segunda Guerra Mundial sin países totalitaristas, pues el Eje, divagan, habría acabado con la URSS y luego las democracias con el Eje. Una teoría que por supuesto es cierta, ya que como dijo el sabio: toda conclusión que parte de una premisa falsa es siempre verdadera. Pero dejemos la fantasía militar para seguir con Sorge.

Afiliado al Partido Nazi en 1934 y, tres años después, miembro de la Asociación Nazi de la Prensa, Sorge ejerció como periodista del Frankfurter Zeitung, se introdujo en la vida social de los alemanes de la embajada y empezó a acceder a información sensible.

Lo gracioso de todo el tema viene ahora. Sorge no tenía un coche que hablaba ni un bolígrafo cazabombarderos, tampoco atravesaba la ciudad por las alcantarillas ni se disfrazaba de vendedora ambulante y tampoco se vio atrapado en tiroteos donde salió ileso bailando break, no; Sorge cuando llegó a Tokio lo que hizo fue lo más difícil: ponerse a estudiar.

El tío reunió una colección de mil volúmenes sobre la historia de Japón y se encerró con ellos. A partir de ahí, ejerciendo la humilde profesión de periodista, con sus informaciones contrastadas y bien documentadas, logró la suficiente influencia para, el muy cabrón, terminar enterándose de absolutamente todo. Hacer un frívolo ejercicio de fabulación es irresistible: imaginen los cuarteles secretos del NKVD en, yo qué sé, Siberia, el espía más peligroso de la URSS se está entrenado, está él solo sentado en una silla y una mesa con… un manual de periodismo. Quién sabe si hasta le tuvieron copiando teletipos.

Coñas aparte, como buen periodista en situación límite, Sorge también era un bebedor de tomo y lomo. Además de un enamorado de la velocidad y las motocicletas. En una ocasión en que convergieron ambas pasiones se estrelló contra un muro de piedra y su compañero Max Clausen tuvo que ir volando al hospital para coger los secretos que guardaba en el bolsillo de la chupa no fuera ser que toda la misión diera al traste por tamaña insensatez.

Por supuesto, en un perfil de esas características no desentona la cualidad estrella, la de follador empedernido. Para muestra, al poco tiempo de andar en los pasillos de la embajada alemana se tiró a la esposa del embajador, Eugen Ott. Es muy gracioso cómo relata este episodio la película de Shinoda, que es una producción germano-japonesa para la televisión, y que por lo tanto no caricaturiza como malvados villanos a los miembros del Eje, sino más bien al contrario. El embajador, que por cierto está interpretado por Ulrich Mühe —el espía de la Stasi en La vida de los otros— cuando se entera ¡le da las gracias por hacerlo! Dice que desde que lo hace su relación ha mejorado porque ella ya no está todo el día quejándose por chorradas. En la novela gráfica Isabel Kreitz profundizan un poco más y describen a Helma Ott como una mujer que había sido simpatizante de la izquierda en Berlín para, una vez casada con un alto cargo nazi, convertirse en una persona superficial a la que solo le interesaban los cotilleos y los problemas matrimoniales. Y el nacle de Sorge, añadimos.

El heroísmo del espía: se gana la confianza del embajador alemán tirándose a su esposa mientras redacta incansablemente informes para los comunistas.

El heroísmo del espía: se gana la confianza del embajador alemán follando con su esposa mientras redacta incansablemente informes para los comunistas. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company

En cualquier caso, había más. La red de espionaje de Sorge no solo trataba de acceder a información. También tenía la misión de influir, de interponerse entre los aliados del Eje. A los alemanes les transmitía la imagen de un Japón que no estaba preparado para la guerra, a los japoneses de que los rusos se defenderían. Para ello tampoco falsificó documentos oficiales durante una noche entera y luego le dio el cambiazo a un diplomático en una acción de despiste trepidante y con volteretas. No, se pillaba borracheras con unos y otros y soltaba sus impresiones de experto como hará usted el mismo viernes que viene en la barra de un bar teorizando sobre el efecto Podemos.

Cuando se enteraba de algo, llamaba a sus compañeros Branko Vukelic, un croata, y el aludido Max Clausen y transmitían por radio a Moscú la información sensible. Los expertos japoneses interceptaban todos los mensajes, pero nunca supieron ni localizarles ni descifrar qué carajo estaban diciendo.

Hay un episodio que queda muy bien retratado en la película, cuando Sorge envía a un compañero al Japón rural para informar del verdadero estado del país. El agente reporta que las sanciones de Roosvelt han empobrecido el campo hasta el hambre y que muchos campesinos estaban vendiendo a sus hijas a redes de prostitución. Una situación que fue el germen de lo que sería la rebelión del 26 de febrero, de militares japoneses exigiendo más reformas sociales y menos guerra. Para Sorge, todo esto eran síntomas de debilidad de la nación del sol naciente. Sumadas a la carestía de petróleo y materias primas, evidenciaba que no eran un enemigo tan fiero como lo pintaban.

Además, en 1939, Sorge reportó a Moscú que el objetivo de las negociaciones entre alemanes y japoneses era atacar al Reino Unido y que su objetivo no era la URSS. Esta información influyó en la decisión de Stalin de postergar la inevitable guerra con los nazis con el pacto Ribbentrop-Mólotov.

En 1941, el embajador Ott, encantado, no lo olviden, con que Sorge follara con su esposa, también le confió una valija diplomática para que la entregase en Shangai. Sorge, desde su privilegiada nueva posición de mensajero de la embajada alemana con pasaporte japonés, informó a Moscú de que las conversaciones entre el gobierno de Hirohito y Estados Unidos fracasarían. Ocho meses después estalló la guerra entre ambos.

Sin embargo, la información estrella que logró para la Unión Soviética —la fecha de inicio de la operación Barbarroja y el número de tropas que la llevarían a cabo—, Stalin no se la creyó. Como hemos relatado al principio: Iósif se dio cuenta de su error. Y Sorge solo se había equivocado en dos días. Más adelante, la información de que Tokio no se lanzaría sobre la URSS, que pensaban atacar a Estados Unidos tomando Singapur, sirvió a Stalin para concentrar sus tropas en el oeste contra Hitler. Cuando al final no cayó Moscú ante el avance alemán, Sorge dio parte de que en Tokio cundía la desmoralización general por el curso que iba a tomar la guerra y su estrategia era irreversible.

Una vida de privaciones y sacrificios

Una vida de privaciones y sacrificios. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company

Y no siguió informando porque le detuvieron en pijama y zapatillas una mañana de otoño del 41. Las palizas a un miembro de la red detenido facilitaron la información necesaria al contraespionaje japonés. Detenido y torturado Sorge, había engañado tan bien a los alemanes que le enviaban tabaco y comida a la cárcel. Incluso el embajador, quién sabe si preocupado por que ya nadie se iba a querer tirar a Helma, emitió una serie de protestas oficiales.

Durante el juicio años después, su traductor le informó de la victoria soviética en la batalla de Stalingrado. Sorge pensó que podrían liberarlo en negociaciones con la URSS, pero la documentación desclasificada años después constató que a todo intento de canjearlo por espías japoneses la embajada soviética contestaba un lacónico: «El hombre llamado Richard Sorge es desconocido para nosotros».

Hay que mencionar que al protagonista de esta historia le preocupaban las noticias que le llegaban durante los años treinta de las purgas estalinistas. Se enteraba con horror de que casi todos sus camaradas, revolucionarios de la primera hornada, habían sido juzgados. Cuando le dijeron a él que acudiera a Moscú en 1937, se negó. Dejaron de enviarle dinero y costeó el resto de operaciones de su bolsillo, pero gracias a esa negativa luego pudo enviar tan valiosa información.

Noticia de la condena de Richard Sorge (DP)

Noticia de la condena de Richard Sorge (DP)

Robert Whymant, que investigó el caso durante veinte años, dio con antiguos miembros de la red de espionaje y pudo acceder a los archivos soviéticos, escribió en su libro El espía de Stalin que el líder soviético no quiso canjearlo para no admitir la vergüenza de su error. Sorge fue ahorcado en la prisión de Sugamo a los cuarenta y nueve años en un patíbulo que tenía enfrente un altar budista y en el que tardó dieciséis minutos en morir.

El pánico por la red de Tokio se trasladó a Estados Unidos. En 1951 el general Willoughby alertó de que células como esa estaban operativas en el país de la libertad. La inteligencia militar de McArthur le había informado de que «la historia de Sorge no empezaba y acababa en Tokio». No tardó en llegar el Macarthismo y el juicio y ejecución de Ethel y Julius Rosenberg por supuestamente haber revelado el secreto de la bomba atómica a los rusos.

La última amante del Sorge, Hanako-San, al terminar la guerra fue a buscar sus restos al cementerio de la prisión. La lápida, de madera, había desaparecido en la desesperación por la falta de materias primas en Japón. Al final dieron con el cuerpo en una fosa común para vagabundos. Pudo distinguirlo por su tamaño en comparación con los otros esqueletos y las heridas de la Primera Guerra Mundial que se percibían claramente en su fémur. Trasladó el cuerpo al cementerio de Tama, a las afueras de Tokio, y escribió en su nueva lápida: «Aquí descansa un valiente guerrero que consagró la vida a luchar contra la guerra y en favor de la paz en el mundo».

Fue condecorado como héroe de la Unión Soviética a título póstumo en 1964. En la novela gráfíca de Kreitz, figura entre la documentación que una vez le confesó a otro agente: «Siento que de algún modo no necesito a nadie para vivir… soy tan apátrida que las carreteras son mi lugar favorito».

Hanako-San arrancó las muelas de oro del cadáver y se hizo un anillo con ellas. El New York Times constató que lo llevó durante toda su vida.

Escena de Spy Sorge. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company

Escena de Spy Sorge. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company

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