
Foto: DP.
A finales de octubre de 1916, el capitán Robert Campbell, de treinta y un años, recibió una carta desde casa. En ella, su familia le informaba de que su madre, su amada madre, enferma de cáncer, se estaba apagando lentamente y en cuestión de semanas podría fallecer.
Campbell, un soldado de la vieja escuela, delgado, con un cuidado bigote y unos ojos penetrantes, estaba prisionero en un campo de Magdeburgo, a la orilla del Elba, la tierra que casi trescientos años antes, al poco de iniciarse la Guerra de los Treinta Años, había sido tomada, saqueada y masacrada por las tropas imperiales.
Veterano con más de una década de servicio a su espalda, Campbell había sido gravemente herido y capturado durante una refriega junto al canal de Mons-Condé mientras guiaba a sus hombres del primer batallón del regimiento de East Surrey. Fue atendido por los alemanes, muy respetuosos con los oficiales, curado en un hospital de Colonia y conducido a la que sería su prisión hasta 1918.
La Primera Guerra Mundial fue una de las peores carnicerías de la historia. Una matanza sin precedentes en la que toda una generación dejó su vida y su esperanza en las trincheras mientras soñaba día sí y día no con la promesa de estar en casa por Navidad. Y sin embargo, fue quizás la última de las guerras en las que el honor fue algo más que una anécdota. Fue el inicio del «Siglo Breve» según Hobsbawn y el final de la era de los imperios. Los soldados se odiaban y mataban sin compasión en tierras extranjeras, pero conservando de algún modo el código de los viejos guerreros.
Y si alguien entendía bien ese código y sobre todo esa idea de honor, algo prácticamente incomprensible para nosotros un siglo después, era un británico.
El capitán Campbell hizo algo inaudito: pidió permiso por escrito al káiser Guillermo para volver a Inglaterra para visitar a su madre, con la promesa de que inmediatamente después de despedirse de ella, regresaría a su encierro. Por increíble que parezca, el káiser hizo algo todavía más alucinante: se lo concedió y le dio un salvoconducto.
Y así ocurrió. El soldado dejó el campo por su propio pie a finales de octubre y el 7 de noviembre llegó junto al lecho de la moribunda, a las afueras de Gravesend, en Kent. Pasó una agradable semana con los suyos, se despidió y regresó por el mismo camino para cumplir su palabra de oficial británico, lo más sagrado del mundo. Tres meses después, ella murió.
La historia, rescatada de los archivos por un historiador, es extrema incluso para los estándares de la época, pero sirve para conectar con un pasado que ya nunca más volverá a ser. Con una forma de entender el mundo, la vida y el deber que durante décadas, durante siglos, fue la norma y hoy, si hay suerte, la excepción.
Campbell no era una idiota, sino un hombre de honor. Cumplió por él, porque había dado su palabra, por su patria, por su rango y porque de no haberlo hecho, ninguno de sus compañeros del campo habría podido disfrutar nunca más de la confianza de sus enemigos.
La idea de honor es una de esas cosas que es relativamente sencillo sentir o reconocer, bastante difícil de entender pero casi completamente imposible de explicar. Es un sentimiento y un proceder racional e irracional a partes iguales.
Es algo individual, interno, cuyos límites y derivadas fermentan en lo más profundo de una cosmovisión. Pero al tiempo es el más social de los conceptos. El honor se significa para con alguien. Es un elemento proyecto. Por ti, tu familia, tu clan, tu pueblo, tu bandera, tu país, tu pelotón. Porque había que hacerlo.
El honor, hoy, no se estudia ni se ensalza, pero se aprehende con retazos del pasado. Con una mezcla de fascinación y rechazo. Lo percibes, de forma casi intuitiva, cuando descubres a Sandokan y los Tigres de Mompracem. Cuando entiendes el miedo de Harry Feversham y te identificas con él, pero entiendes aún más las cuatro plumas que le envían sus amigos.
El honor lo sientes, con carne de gallina, cuando Alatriste marcha con los «soldados antiguos» a vanguardia en Rocroi, cuando imaginas a la caballería polaca contra los tanques nazis o te emocionas con los seiscientos de la Brigada Ligera cabalgando half a league onward en el valle de la muerte.
Es una idea que se asocia a fama, a virtud, a reputación, a valor, a deber, a la vergüenza española y la honte francesa, al alma, a Dios. Y sobre todo, y por desgracia, a la honra. No es fácil apreciar en su justa medida la diferencia.
Menéndez Pelayo sostenía que «honor es loor, reverencia o consideración que el hombre gana por su virtud o buenos hechos. La honra, por su parte, aunque se gana con actos propios, depende de actos ajenos, de la estimación y fama que otorgan los demás. Así es que se pierde igualmente por actos ajenos, cuando cualquiera retira su consideración y respeto a otro; una bofetada, un mentís, deshonran si no se vengan. Así, mientras que la honra se equipara a la vida, la deshonra se iguala con la muerte y solo la muerte del ofensor puede paliarla».
«Honra es aquella que consiste en otro. / Ningún hombre es honrado por sí mismo / que del otro recibe la honra un hombre», dice Calderón en Los comendadores de Córdoba.
El honor, en cambio, era según Américo Castro, parte esencial del «corpus de valores incuestionables que caracterizaban el espíritu de una época», pero no ya desde Lope, sino desde el propio Cid, que busca la guerra para recuperar el respeto perdido. O del hidalgo, figura tragicómica, de nulos ingresos pero mucho que aparentar.
Yo no puedo evitar simpatizar con el honor, algo individual, y repudiar la idea de honra, «siempre vinculada a una persona particular», si bien ambas mantienen una relación casi dialéctica y perversa. El propio lenguaje mantiene hoy la increíble connotación machista de que honor es «honestidad y recato en las mujeres, y buena opinión que se granjean con estas virtudes».
Inés, en El alcalde de Zalamea, exclama resignada: «Tu hija soy, sin honra estoy. / Y tú, libre, solicita / con mi muerte tu alabanza / para que de ti se diga / que por dar vida a tu honor, / diste la muerte a tu hija». Pedro Crespo, por su parte, añade: «Al rey la hacienda y la vida se han de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de dios». Y sí, Crespo mantiene su honor, pero ella pasa el resto de sus días en un convento. Porque el honor era cosa de hombres, atributo viril, pero la honra, femenina, era siempre cosa de la hija de Eva.
James Bowman, en Honor, a History analiza el concepto de «honor de grupo», que desde el siglo XIX se ha ido apagando en Occidente por dos motivos: el auge de los Estados-nación y, especialmente, la «modernización del honor tradicional», un proceso iniciado en el XVII tratando de fusionar dos ideas tan diferentes como la de ética y el propio honor.
La persona ultrajada que echaba la mano a la espada por algo que hoy no provoca ni un tuit airado defendía no solo su nombre, la fama de una dama o su religión, sino la pervivencia de un sistema de valores y de clases. Era «el vínculo del individuo con la sociedad». Un vínculo que murió el día en que alguien, retado a duelo por la mayor de las estupideces, escogió reírse a carcajadas e irse a beber con sus amigos en vez de cargar la pistola y dar diez pasos de espaldas.
Algo que ha ocurrido en «Occidente», pero no en el resto del mundo. Aquí hemos sustituido el honor por el respeto, la dignidad o las leyes. Hemos controlado a la bestia, quizás pasándonos de frenada.
Hoy apenas quedan códigos de honor como antaño. Las universidades estadounidenses los conservan sobre el papel, pero los escándalos de trampas masivas de los últimos años, ¡incluso en Harvard! han hecho mucho daño. De hecho, es complicado encontrar alguna referencia positiva en nuestras sociedades. Leemos sobre «crímenes de honor» y nos estremecemos, y todavía recordamos los «tribunales de honor» patrios.
Kwame Anthony Appiah, en The Honor Code: How Moral Revolutions Happen, un libro esencial, aborda precisamente ese proceso evolutivo que sirvió para dejar atrás ucronías como el duelo en Inglaterra, la costumbre de vendar los pies de las niñas en China o la esclavitud. Elementos que existieron y persistieron por honor pero que fueron desapareciendo igualmente por un cambio en la noción de lo que era honorable. El cuarto caso que aborda en el ensayo es precisamente el de los asesinatos por honra en Pakistán, que no han sido erradicados ni mucho menos, pero que, según el filósofo, podrían serlo en unas décadas.
En nuestros países la idea de honor ha sido poderosa, pero agoniza. En lo militar y lo civil. Juvenal pensaba que «el mayor crimen es preferir la vida al honor y, por vivir la vida, perder la razón de vivir». En Ricardo II, Shakespeare pone en boca de Thomas Mowbray, duque de Norfolk esos célebres versos que dicen «Mine honour is my life; both grow in one: Take honour from me, and my life is done: Then, dear my liege, mine honour let me try; In that I live and for that will I die».
Pero Montaigne, en cambio, ya defendía que «toda persona honrada prefiere perder el honor antes que la conciencia». Ahora queda muy poca de las dos. Quizás por eso nos cuesta entender a las sociedades en las que el honor cultural es todavía muy fuerte. John Illife lo ha contado de forma convincente para África en Honour in African History, con diferencias increíbles de país en país, de tribu en tribu. Con decenas de códigos, tradiciones y el dispar impacto de cristianismo e islam sobre las creencias locales.
Les pasó de forma clara a los estadounidenses al finalizar la Segunda Guerra Mundial cuando descubrieron que no sabían absolutamente nada de Japón. Encargaron a Ruth Benedict que les explicara a quién habían derrotado, y el resultado fue El crisantemo y la espada, un ensayo en el que afirma que «tanto la espada como el crisantemo forman parte de la imagen [de Japón]. Los japoneses son, a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables, dóciles y propensos a resentimiento cuando se les hostiga, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y abiertos a nuevas formas, preocupados excesivamente por el qué dirán y, sin embargo, propensos al sentimiento de culpa, incluso cuando los demás no saben que han dado un paso en falso; soldados en extremo disciplinados, pero con tendencia también a la insubordinación».
El país, pese a su modernización, ha conservado el espíritu. Lo más sencillo es pensar en harakiris y seppukus, en samuráis clavándose espadas. Pero la carga es mucho más profunda. La Constitución española garantiza «el derecho al honor» de los ciudadanos. La Constitución japonesa, en cambio, dice en su preámbulo: «Nosotros, el pueblo japonés, comprometemos nuestro honor nacional en el cumplimiento de estos altos ideales y propósitos con todos nuestros recursos». Honor nacional.
En sus Lecciones espirituales para jóvenes samuráis, Yukio Mishima, quizás el autor del siglo XX que mantuvo una relación más tortuosa con el honor, rescató un fascinante relato de finales del siglo XVIII.
Para Mishima, «una promesa es siempre un compromiso y tiene la misma importancia independientemente de la persona con la que se contrae». Y eso, afirma, lo narró mejor que nadie Akinari Ueda (1734-1809) en El juramento entre las flores del crisantemo.
Es un relato corto, de un par de docenas de páginas. Cuenta la historia de Hasebe Samon, un erudito de Kako, en la provincia de Harima, que vivía una vida austera y sencilla entre sus libros junto a su anciana madre. Un día, en la casa de un vecino, conoce a un viajero enfermo, con aspecto de samurái y oriundo de las provincias de occidente que agoniza de un mal desconocido.
Samon, impresionado y conmovido, lo «cuida y atiende como a un hermano» durante días, preparando él mismo las medicinas y dándole de comer y de beber. Cuando se recupera, y antes de partir hacia su destino, el samurái, eternamente en deuda, promete regresar para retribuir adecuadamente la buena obra antes del otoño.
Y para ello, ambos fijan una fecha concreta: se encontrarán el noveno día de la novena luna, la festividad del crisantemo. Llegado el momento, el estudioso comienza los preparativos para una gran fiesta de bienvenida. Está seguro de que su invitado llegará. «Akana es un samurái que observa los preceptos de la integridad y el honor, y no faltará a su promesa», tranquiliza a su madre.
Y sin embargo, pasan las horas y Akana no aparece. Samon, resignado, empieza a recoger cuando de repente su amigo aparece rompiendo el silencio de una noche triste.
O mejor dicho, lo hace su espíritu. El samurái, incapaz de cumplir su promesa por una traición, hizo lo único que alguien de honor, en su forma más pura y brutal, haría en su lugar: se suicidó. No por vergüenza, sino por deber, para llegar a tiempo a la cita, si no en cuerpo, sí al menos en espíritu.
La idea es preciosa y emocionante. Es excesiva, arcaica. Cuesta trazar un límite entre la parte lírica y la dramática. Entre la razón, que se enerva, y el corazón, que se afloja. Conmueve al tiempo que asusta.
En mi cabeza el honor siempre ha estado asociado a la literatura, a las gestas, al valor y al sacrificio. De todas las acepciones de la RAE, mi favorita es la que lo define como «una cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo». Honor como deber, honor como pasado.
Ernst Jünger escribe en la brutal Sobre los acantilados de mármol que «hay épocas de decadencia en las que se desvanece la forma de vida profunda que en cada uno de nosotros está dibujada de antemano. Cuando perdemos sus huellas, vacilamos y nos tambaleamos como seres a quienes falta el sentido del equilibrio. Entonces pasamos de las oscuras alegrías a los oscuros dolores. Y la conciencia de una infinita pérdida hace que el pasado y el porvenir se nos aparezcan llenos de atractivos, y mientras el instante huye para no volver más, nos balanceamos en épocas remotas o en fantásticas utopías».
La era de los comendadores, de los tercios de Rocroi que maravillaron y horrorizaron a Enghien, de la España del contralmirante Méndez Núñez que prefería «honra sin barcos que barcos sin honra» ha quedado atrás. Hay más «ocultos dolores» que «oscuras alegrías» y sigue faltando «el sentido de equilibrio». Hablamos de educación, de emprender, de crecer, de reformar, de salir del túnel, de brotes verdes, de fútbol, de política, de políticos, de partidos, de tesoreros, de cadenas humanas, de proyectos, de ilusión, de transparencia, de leyes y de reyes, de comisiones y comités, de referéndums y decidir. Hablamos de excesos y los cometemos. Pero hace mucho que ya no se habla en absoluto de honor. Y eso dice mucho.
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